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jueves, 14 de octubre de 2010

LA GUERRA DE LOS MUNDOS - INTRO




En el mes de los niños, los invito a leer en compañía de sus hijos. Aquí esta gran historia!!!!!

La guerra de los mundos es una novela de ciencia ficción escrita por Herbert George Wells y publicada por primera vez en 1898, que describe una invasión marciana a la Tierra. Es la primera descripción conocida de una invasión alienígena de la Tierra, y ha tenido una indudable influencia sobre las posteriores y abundantes versiones de esta misma idea. De la novela de Wells se han hecho adaptaciones a diferentes medios: películas, programas de radio, videojuegos, cómics y series de televisión. (WIKIPEDIA).


LA GUERRA DE LOS MUNDOS - STEVEN SPILBERG (2005)

 
LA GUERRA DE LOS MUNDOS - VERSIÓN CLÁSICA (1953)

 
DOCUMENTAL: LA GUERRA DE LOS MUNDOS - HISTORY CHANNEL






LA GUERRA DE LOS
MUNDOS




H. G. Wells

Título del original inglés: The war of the worlds
Traducción: Julio Vacareza
© 1897 by H. G. Wells
© 1973 EDAF ediciones
ISBN: 84-7166-350-3
Edición digital: Umbriel
R6 03/03



ÍNDICE
LIBRO PRIMERO - LA LLEGADA DE LOS MARCIANOS
1 - LA VÍSPERA DE LA GUERRA
2 - LA ESTRELLA FUGAZ
3 - EN EL CAMPO COMUNAL DE HORSELL
4 - SE ABRE EL CILINDRO
5 - EL RAYO CALÓRICO
6 - EL RAYO CALÓRICO EN EL CAMINO DE CHOBHAM
7 - CÓMO LLEGUÉ A CASA
8 - LA NOCHE DEL VIERNES
9 - COMIENZA LA LUCHA
10 - DURANTE LA TORMENTA
11 - DESDE LA VENTANA
12 - LA DESTRUCCIÓN DE WEYBRIDGE Y SHEPPERTON
13 - MI ENCUENTRO CON EL CURA
14 - EN LONDRES
15 - LO QUE SUCEDIÓ EN SURREY
16 - EL ÉXODO DE LONDRES
17 - EL THUNDER CHILD
LIBRO SEGUNDO - LA TIERRA DOMINADA POR LOS MARCIANOS
1 - APLASTADOS
2 - LO QUE VIMOS DESDE LAS RUINAS
3 - LOS DÍAS DE ENCIERRO
4 - LA MUERTE DEL CURA
5 - EL SILENCIO
6 - DESPUÉS DE QUINCE DÍAS
7 - EL HOMBRE DE PUTNEY HILL
8 - LA CIUDAD MUERTA
9 - LOS RESTOS
10 - EPILOGO

LA GUERRA DE LOS MUNDOS - LIBRO 1 - PARTE 1


LIBRO PRIMERO - LA LLEGADA DE LOS MARCIANOS
1 - LA VÍSPERA DE LA GUERRA
En los últimos años del siglo diecinueve nadie habría creído que los asuntos humanos
eran observados aguda y atentamente por inteligencias más desarrolladas que la del
hombre y, sin embargo, tan mortales como él; que mientras los hombres se ocupaban de
sus cosas eran estudiados quizá tan a fondo como el sabio estudia a través del
microscopio las pasajeras criaturas que se agitan y multiplican en una gota de agua.
Con infinita complacencia, la raza humana continuaba sus ocupaciones sobre este
globo, abrigando la ilusión de su superioridad sobre la materia. Es muy posible que los
infusorios que se hallan bajo el microscopio hagan lo mismo. Nadie supuso que los
mundos más viejos del espacio fueran fuentes de peligro para nosotros, o si pensó en
ellos, fue sólo para desechar como imposible o improbable la idea de que pudieran
estar habitados. Resulta curioso recordar algunos de los hábitos mentales de aquellos
días pasados. En caso de tener en cuenta algo así, lo más que suponíamos era que
tal vez hubiera en Marte seres quizá inferiores a nosotros y que estarían dispuestos a
recibir de buen grado una expedición enviada desde aquí. Empero, desde otro punto
del espacio, intelectos fríos y calculadores y mentes que son en relación con las
nuestras lo que éstas son para las de las bestias, observaban la Tierra con ojos
envidiosos mientras formaban con lentitud sus planes contra nuestra raza. Y a
comienzos del siglo veinte tuvimos la gran desilusión.
Casi no necesito recordar al lector que el planeta Marte gira alrededor del Sol a una
distancia de ciento cuarenta millones de millas y que recibe del astro rey apenas la mitad
de la luz y el calor que llegan a la Tierra. Si es que hay algo de verdad en la hipótesis
corriente sobre la formación del sistema planetario, debe ser mucho más antiguo que
nuestro mundo, y la vida nació en él mucho antes que nuestro planeta se solidificara. El
hecho de que tiene apenas una séptima parte del volumen de la Tierra debe haber
acelerado su enfriamiento, dándole una temperatura que permitiera la aparición de la
vida sobre su superficie. Tiene aire y agua, así como también todo lo necesario para
sostener la existencia de seres animados.
Pero tan vano es el hombre y tanto lo ciega su vanidad, que hasta fines del siglo
diecinueve ningún escritor expresó la idea de que allí se pudiera haber desarrollado una
raza de seres dotados de inteligencia que pudiese compararse con la nuestra. Tampoco
se concibió la verdad de que siendo Marte más antiguo que nuestra Tierra y dotado sólo
de una cuarta parte de la superficie de nuestro planeta, además de hallarse situado
más lejos del Sol, era lógico admitir que no sólo está más distante de los comienzos de
la vida, sino también mucho más cerca de su fin.
El enfriamiento que algún día ha de sufrir nuestro mundo ha llegado ya a un punto
muy avanzado en nuestro vecino. Su estado material es todavía en su mayor parte un
misterio; pero ahora sabemos que aun en su región ecuatorial la temperatura del
mediodía no llega a ser la que tenemos nosotros en nuestros inviernos más crudos. Su
atmósfera es mucho más tenue que la nuestra, sus océanos se han reducido hasta
cubrir sólo una tercera parte de su superficie, y al sucederse sus lentas estaciones se
funde la nieve de los polos para inundar periódicamente las zonas templadas. Esa
última etapa de agotamiento, que todavía es para nosotros increíblemente remota, se
ha convertido ya en un problema actual para los marcianos. La presión constante de
la necesidad les agudizó el intelecto, aumentando sus poderes perceptivos y
endureciendo sus corazones. Y al mirar a través del espacio con instrumentos e
inteligencias con los que apenas si hemos soñado, ven a sólo treinta y cinco millones de
millas de ellos una estrella matutina de la esperanza: nuestro propio planeta, mucho más
templado, lleno del verdor de la vegetación y del azul del agua, con una atmósfera
nebulosa que indica fertilidad
vida en gran número.
Y nosotros, los hombres que habitamos esta Tierra, debemos ser para ellos tan
extraños y poco importantes como lo son los monos y los lémures para el hombre. El
intelecto del hombre admite ya que la vida es una lucha incesante, y parece que ésta es
también la creencia que impera en Marte. Su mundo se halla en el período del
enfriamiento, y el nuestro está todavía lleno de vida, pero de una vida que ellos
consideran como perteneciente a animales inferiores. Así, pues, su única esperanza de
sobrevivir al destino fatal que les amenaza desde varias generaciones atrás reside en
llevar la guerra hacia su vecino más próximo.
Y antes de juzgarlos con demasiada dureza debemos recordar la destrucción
cruel y total que nuestra especie ha causado no sólo entre los animales, como el
bisonte y el dido, sino también entre las razas inferiores, A pesar de su apariencia
humana, los tasmanios fueron exterminados por completo en una guerra de extinción
llevada a cabo por los inmigrantes europeos durante un lapso que duró escasamente
cincuenta años. ¿Es que somos acaso tan misericordiosos como para quejarnos si
los marcianos guerrearan con las mismas intenciones con respecto a nosotros?
Los marcianos deben haber calculado su llegada con extraordinaria justeza —sus
conocimientos matemáticos exceden en mucho a los nuestros— y llevado a cabo sus
preparativos de una manera perfecta. De haberlo permitido nuestros instrumentos
podríamos haber visto los síntomas del mal ya en el siglo dieciocho. Hombres como
Schiaparelli observaron el planeta rojo —que durante siglos ha sido la estrella de la
guerra—, pero no llegaron a interpretar las fluctuaciones en las marcas que tan bien
asentaron sobre sus mapas. Durante ese tiempo los marcianos deben haber estado
preparándose.
Durante la oposición de mil ochocientos noventa y cuatro se vio una gran luz en la parte
iluminada del disco, primero desde el Observatorio Lick. Luego la notó Perrotin, en Niza, y
después otros astrónomos. Los lectores ingleses se enteraron de la noticia en el
ejemplar de
haber sido el disparo del cañón gigantesco, un vasto túnel excavado en su planeta, y
desde el cual hicieron fuego sobre nosotros. Durante las dos oposiciones siguientes se
avistaron marcas muy raras cerca del lugar en que hubo el primer estallido luminoso.
Hace ya seis años que se descargó la tempestad en nuestro planeta. Al aproximarse
Marte a la oposición, Lavelle, de Java, hizo cundir entre sus colegas del mundo la noticia
de que había una enorme nube de gas incandescente sobre el planeta vecino. Esta nube
se hizo visible a medianoche del día doce, y el espectroscopio, al que apeló de inmediato,
indicaba una masa de gas ardiente, casi todo hidrógeno, que se movía a enorme
velocidad en dirección a la Tierra. Este chorro de fuego se tornó invisible alrededor de las
doce y cuarto. Lavelle lo comparó a una llamarada colosal lanzada desde el planeta con
la violencia súbita con que escapa el gas de pólvora de la boca de un cañón.
Esta frase resultó singularmente apropiada. Sin embargo, al día siguiente no
apareció nada de esto en los diarios, excepción hecha de una breve nota publicada en
el
amenazó a la raza humana. Es posible que yo no me hubiera enterado de lo que
antecede si no hubiese encontrado en Ottershaw con el famoso astrónomo Ogilvy.
Éste se hallaba muy entusiasmado ante la noticia, y debido a la exuberancia de su
reacción, me invitó a que le acompañara aquella noche a observar el planeta rojo.
A pesar de todo lo que sucedió desde entonces, todavía recuerdo con toda claridad
la vigilia de aquella noche: el observatorio oscuro y silencioso, la lámpara cubierta que
arrojaba sus débiles rayos de luz sobre un rincón del piso, la delgada abertura del
techo por la que se divisaba un rectángulo negro tachonado de estrellas.
y con amplias extensiones de tierra capaz de sostener laNature que apareció el dos de agosto. Me inclino a creer que la luz debeDaily Telegraph, y el mundo continuó ignorando uno de los peligros más graves que
Ogilvy andaba de un lado a otro; le oía sin verle. Por el telescopio se veía un círculo
azul oscuro y el pequeño planeta que entraba en el campo visual. Parecía algo muy
pequeño, brillante e inmóvil, marcado con rayas transversales y algo achatado en los
polos. ¡Pero qué pequeño era! Apenas si parecía un puntito de luz. Daba la impresión de
que temblara un poco. Mas esto se debía a que el telescopio vibraba a causa de la
maquinaria de relojería que seguía el movimiento del astro.
Mientras lo observaba, Marte pareció agrandarse y empequeñecerse, avanzar y
retroceder, pero comprendí que la impresión la motivaba el cansancio de mi vista. Se
hallaba a cuarenta millones de millas, al otro lado del espacio. Pocas personas
comprenden la inmensidad del vacío en el cual se mueve el polvo del universo material.
En el mismo campo visual recuerdo que vi tres puntitos de luz, estrellitas infinitamente
remotas, alrededor de las cuales predominaba la negrura insondable del espacio. Ya
sabe el lector qué aspecto tiene esa negrura durante las noches estrelladas. Vista por el
telescopio parece aún más profunda. E invisible para mí, porque era; tan pequeño y
se hallaba tan lejos, volando con velocidad constante a través de aquella distancia
increíble, acercándose minuto a minuto, llegaba el objeto que nos mandaban, ese
objeto que habría de causar tantas luchas, calamidades y muertes en nuestro mundo.
No soñé siquiera en él mientras miraba; nadie en la Tierra podía imaginar la presencia
del certero proyectil.
También aquella noche hubo otro estallido de gas en el distante planeta. Yo lo vi.
Fue un resplandor rojizo en los bordes según se agrandó levemente al dar el cronómetro
las doce. Al verlo se lo dije a Ogilvy y él ocupó mi lugar. Hacía calor y sintiéndome
sediento avancé a tientas por la oscuridad en dirección a la mesita sobre la que se
hallaba el sifón, mientras que Ogilvy lanzaba exclamaciones de entusiasmo al estudiar
el chorro de gas que venía hacia nosotros.
Aquella noche partió otro proyectil invisible en su viaje desde Marte. Iniciaba su
trayectoria veinticuatro horas después del primero. Recuerdo que me quedé sentado a
la mesa, deseoso de tener una luz para poder fumar y ver el humo de mi pipa, y sin
sospechar el significado del resplandor que había descubierto y de todo el cambio que
traería a mi vida. Ogilvy estuvo observando hasta la una, hora en que abandonó el
telescopio. Encendimos entonces el farol y fuimos a la casa. Abajo, en la oscuridad, se
hallaban Ottershaw y Chertsey, donde centenares de personas dormían plácidamente.
Ogilvy hizo numerosos comentarios acerca del planeta Marte y se burló de la idea de
que tuviese habitantes y de que éstos nos estuvieran haciendo señas. Su opinión era
que estaba cayendo sobre el planeta una profusa lluvia de meteoritos o que se había
iniciado en su superficie alguna gigantesca explosión volcánica. Me manifestó lo difícil
que era que la evolución orgánica hubiera seguido el mismo camino en los dos
planetas vecinos.
—La posibilidad de que existan en Marte seres parecidos a los humanos es muy
remota—me dijo. Centenares de observadores vieron la llamarada de aquella noche y
de las diez siguientes. Por qué cesaron los disparos después del décimo nadie ha
intentado explicarlo. Quizá sea que los gases producidos por las explosiones causaron
inconvenientes a los marcianos. Densas nubes de humo o polvo, visibles como pequeños
manchones grises en el telescopio, se diseminaron por la atmósfera del planeta y
oscurecieron sus detalles más familiares.
Al fin se ocuparon los diarios de esas anormalidades, y en uno y otro aparecieron
algunas notas referentes a los volcanes de Marte. Recuerdo que la revista
Punch
aprovechó el tema para presentar una de sus acostumbradas caricaturas políticas. Y sin
que nadie lo sospechara, aquellos proyectiles disparados por los marcianos
aproximábanse hacia la Tierra a muchas millas por segundo, avanzando
constantemente, hora tras hora y día tras día, cada vez más próximos. Paréceme ahora
casi increíblemente maravilloso que con ese peligro pendiente sobre nuestras cabezas
pudiéramos ocuparnos de nuestras mezquinas cosillas como lo hacíamos. Recuerdo el
júbilo de Markham cuando consiguió una nueva fotografía del planeta para el diario
ilustrado que editaba en aquellos días. La gente de ahora no alcanza a darse cuenta de
la abundancia y el empuje de nuestros diarios del siglo diecinueve. Por mi parte, yo
estaba muy entretenido en aprender a andar en bicicleta y ocupado en una serie de
escritos sobre el probable desarrollo de las ideas morales a medida que progresara la
civilización.
Una noche, cuando el primer proyectil debía hallarse apenas a diez millones de millas,
salía a pasear con mi esposa. Brillaban las estrellas en el cielo y le describí los signos del
Zodiaco, indicándole a Marte, que era un puntito de luz brillante en el cénit y hacia el cual
apuntaban entonces tantos telescopios. Era una noche cálida, y cuando regresábamos a
casa se cruzaron con nosotros varios excursionistas de Chertsey e Isleworth, que
cantaban y hacían sonar sus instrumentos musicales. Veíanse luces en las ventanas
de las casas. Desde la estación nos llegó el sonido de los trenes y el rugir de sus
locomotoras convertíase en melodía debido a la magia de la distancia. Mi esposa me
señaló el resplandor de las señales rojas, verdes y amarillas, que se destacaban en el
cielo como sobre un fondo de terciopelo. Parecían reinar por doquier la calma y la
seguridad.

LA GUERRA DE LOS MUNDOS - LIBRO 1 - PARTE 2


2 - LA ESTRELLA FUGAZ
Luego llegó la noche en que cayó la primera estrella. Se la vio por la mañana
temprano volando sobre Winchester en dirección al este. Pasó a gran altura, dejando a
su paso una estela llameante. Centenares de personas deben haberla divisado,
tomándola por una estrella fugaz. Albin comentó que dejaba tras de sí una estela
verdosa que resplandecía durante unos segundos. Denning, que era nuestra autoridad
máxima en la materia, afirmó que, al parecer, se hallaba a una altura de noventa o cien
millas, y agregó que cayó a la Tierra a unas cien millas al este de donde él se hallaba.
Yo me encontraba en casa a esa hora. Estaba escribiendo en mi estudio, y aunque
mis ventanas dan hacia Ottershaw y tenía corridas las cortinas, no vi nada fuera de
lugar. Empero, ese objeto extraño que llegó a nuestra Tierra desde el espacio debe haber
caído mientras me encontraba yo allí sentado, y es seguro que lo habría visto si
hubiera levantado la vista en el momento oportuno. Algunos de los que la vieron pasar
afirman que viajaba produciendo un zumbido especial. Por mi parte, yo no oí nada.
Muchos de los habitantes de Berkshire, Surrey y Middlesex deben haberla observado
caer y en su mayoría la confundieron con un meteorito común.
Nadie parece haberse molestado en ir a verla esa noche.
Pero a la mañana siguiente, muy temprano, el pobre Ogilvy, que había visto la estrella
fugaz y que estaba convencido de que el meteorito se hallaba en campo abierto, entre
Horsell, Ottershaw y Woking, se levantó de la cama con la idea de hallarlo. Y lo
encontró, en efecto, poco después del amanecer y no muy lejos de los arenales. El
impacto del proyectil había hecho un agujero enorme y la arena y la tierra fueron
arrojadas en todas direcciones sobre los brezos, formando montones que eran visibles
desde una milla y media de distancia. Hacia el este habíase incendiado la hierba y el
humo azul elevábase al cielo.
El objeto estaba casi enteramente sepultado en la arena, entre los restos astillados
de un abeto que había destrozado en su caída. La parte descubierta tenía el aspecto
de un enorme cilindro cubierto de barro y sus líneas exteriores estaban suavizadas por
unas incrustaciones como escamas de color parduzco. Su diámetro era de unos treinta
metros.
Ogilvy acercóse al objeto, sorprendiéndose ante su tamaño y más aún de su forma, ya
que la mayoría de los meteoritos son casi completamente esféricos. Pero estaba
todavía tan recalentado por su paso a través de la atmósfera, que era imposible
aproximarse. Un ruido raro que le llegó desde el interior del cilindro lo atribuyó al
enfriamiento desigual de su superficie, pues en aquel entonces no se le había ocurrido
que pudiera ser hueco.
Permaneció de pie al borde del pozo que el objeto cavara para sí, estudiando con
gran atención su extraño aspecto, y muy asombrado debido a su forma y color
desusados. Al mismo tiempo sospechó que había cierta evidencia de que su llegada no
era casual. Reinaba el silencio a esa hora y el sol, que se elevaba ya sobre los pinos
de Weybridge, comenzaba a calentar la Tierra. No recordó haber oído pájaros aquella
mañana y es seguro que no corría el menor soplo de brisa, de modo que los únicos
sonidos que percibió fueron los muy leves que llegaban desde el interior del cilindro.
Se encontraba solo en el campo.
Súbitamente notó con sorpresa que parte de las cenizas solidificadas que cubrían el
meteorito estaban desprendiéndose del extremo circular. Caían en escamas y llovían
sobre la arena. De pronto cayó un pedazo muy grande, produciendo un ruido que le
paralizó el corazón.
Por un momento no comprendió lo que significaba esto, y aunque el calor era
excesivo, bajó al pozo y acercóse todo lo posible al objeto para ver las cosas con más
claridad. Le pareció entonces que el enfriamiento del cuerpo debía explicar aquello;
mas lo que dio el mentís a esa idea fue el hecho de que la ceniza caía sólo de un
extremo del cilindro.
Entonces percibió que el extremo circular del cilindro rotaba con gran lentitud. Era tan
gradual este movimiento, que lo descubrió sólo al fijarse que una marca negra que
había estado cerca de él unos cinco minutos antes se hallaba ahora al otro lado de la
circunferencia. Aun entonces no interpretó lo que esto significaba hasta que oyó un
rechinamiento raro y vio que la marca negra daba otro empujón. Entonces comprendió
la verdad. ¡El cilindro era artificial, estaba hueco y su extremo se abría! Algo que estaba
dentro del objeto hacía girar su tapa.
—¡Dios mío!—exclamó Ogilvy—. Allí dentro hay hombres. Y estarán semiquemados.
Quieren escapar.
Instantáneamente relacionó el cilindro con las explosiones de Marte.
La idea de las criaturas allí confinadas resultóle tan espantosa, que olvidó el calor y
adelantóse para ayudar a los que se esforzaban por desenroscar la tapa. Pero
afortunadamente, las radiaciones calóricas le contuvieron antes que pudiera quemarse
las manos sobre el metal, todavía candente. Aun así, quedóse irresoluto por un
momento; luego giró sobre sus talones, trepó fuera del pozo y partió a toda carrera en
dirección a Woking. Debían ser entonces las seis de la mañana. Encontróse con un
carretero y trató de hacerle comprender lo que sucedía; mas su relato era tan
increíble y su aspecto tan poco recomendable, que el otro siguió viaje sin prestarle
atención. Lo mismo le ocurrió con el tabernero que estaba abriendo las puertas de su
negocio en Horsell Bridge. El individuo creyó que era un loco escapado del manicomio y
trató vanamente de encerrarlo en su taberna. Esto calmó un tanto a Ogilvy, y cuando vio
a Henderson, el periodista londinense, que acababa de salir a su jardín, le llamó
desde la acera y logró hacerse entender.
—Henderson—dijo—, ¿vio usted la estrella fugaz de anoche?
—Sí.
—Pues ahora está en el campo de Horsell.
—¡Cielos!—exclamó el periodista—. Un meteorito, ¿eh? ¡Magnífico!
—Pero es algo más que un meteorito. ¡Es un cilindro artificial!... Y hay algo dentro.
Henderson se irguió con su pala en la mano.
—¿Cómo?—inquirió, pues era sordo de un oído.
Ogilvy le contó entonces todo lo que había visto y Henderson tardó unos minutos en
asimilar el significado de su relato. Soltó luego la pala, tomó su chaqueta y salió al
camino. Los dos hombres corrieron en seguida al campo comunal y encontraron el
cilindro todavía en la misma posición. Pero ahora habían cesado los ruidos interiores y
un delgado círculo de metal brillante se mostraba entre el extremo y el cuerpo del
objeto. Con un ruido sibilante entraba o salía el aire por el borde de la tapa.
Escucharon un rato, golpearon el metal con un palo, y al no obtener respuesta
sacaron en conclusión que el ser o los seres que se hallaban en el interior debían estar
desmayados o muertos.
Naturalmente, no pudieron hacer nada. Gritaron expresiones de consuelo y promesas
y regresaron a la villa en busca de auxilio. Es fácil imaginarlos cubiertos de arena, con
los cabellos desordenados y presas de la excitación corriendo por la calle a la hora en
que los comerciantes abrían sus negocios y la gente asomaba a las ventanas de sus
dormitorios. Henderson fue de inmediato a la estación ferroviaria, a fin de telegrafiar la
noticia a Londres. Los artículos periodísticos habían preparado a los hombres para
recibir la idea sin demasiado escepticismo.
Alrededor de las ocho había partido ya hacia el campo comunal un número de
muchachos y hombres desocupados, que deseaban ver a «los hombres muertos de
Marte». Tal fue la interpretación que se dio al relato. A mí me lo contó el repartidor de
diarios a eso de las nueve menos cuarto, cuando salí para buscar mi
Daily Chronicle.
Por supuesto, me sobresalté, y no perdí tiempo en salir y cruzar el puente de
Ottershaw para dirigirme a los arenales.

LA GUERRA DE LOS MUNDOS - LIBRO 1 - PARTE 3


3 - EN EL CAMPO COMUNAL DE HORSELL
Encontré un grupo de unas veinte personas que rodeaba el enorme pozo en el cual
reposaba el cilindro. Ya he descrito el aspecto de aquel cuerpo colosal sepultado en el
suelo. El césped y la tierra que lo rodeaban parecían chamuscados como por una
explosión súbita. Sin duda alguna habíase producido una llamarada por la fuerza del
impacto. Henderson y Ogilvy no estaban allí. Creo que se dieron cuenta de que no se
podía hacer nada por el momento y fueron a desayunar a casa del primero.
Había cuatro o cinco muchachos sentados sobre el borde del pozo y todos ellos se
divertían arrojando piedras a la gigantesca masa. Puse punto final a esa diversión, y
después de explicarles de qué se trataba, se pusieron a jugar a la mancha corriendo
entre los curiosos.
En el grupo de personas mayores había un par de ciclistas, un jardinero que solía
trabajar en casa, una niña con un bebé en brazos, el carnicero Gregg y su hijito y dos
o tres holgazanes que tenían la costumbre de vagabundear por la estación. Se hablaba
poco. En aquellos días el pueblo inglés poseía conocimientos muy vagos sobre
astronomía. Casi todos ellos miraban en silencio el extremo chato del cilindro, el cual
estaba aún tal como lo dejaran Ogilvy y Hender son. Me figuro que se sentían
desengañados al no ver una pila de cadáveres chamuscados.
Algunos se fueron mientras me hallaba yo allí y también llegaron otros. Entré en el
pozo y me pareció oír vagos movimientos a mis pies. Era evidente que la tapa había
dejado de rotar.
Sólo entonces, cuando me acerqué tanto al objeto, me di cuenta de lo extraño que
era. A primera vista, no resultaba más interesante que un carro tumbado o un árbol
derribado a través del camino. Ni siquiera eso. Más que nada parecía un tambor de
gas oxidado y semienterrado. Era necesario poseer cierta medida de educación
científica para percibir que las escamas grises que cubrían el objeto no eran de
óxido común, y que el metal amarillo blancuzco que relucía en la abertura de la tapa
tenía un matiz poco familiar. El término «extraterrestre» no tenía significado alguno
para la mayoría de los mirones.
Al mismo tiempo me hice cargo perfectamente de que el objeto había llegado desde el
planeta Marte, pero creí improbable que contuviera seres vivos. Pensé que la tapa se
desenroscaba automáticamente. A pesar de las afirmaciones de Ogilvy, era partidario
de la teoría de que había habitantes en Marte. Comencé a pensar en la posibilidad de
que el cilindro contuviera algún manuscrito, y en seguida imaginé lo difícil que resultaría
su traducción, para preguntarme luego si no habría dentro monedas y modelos u otras
cosas por el estilo. No obstante, me dije que era demasiado grande para tales propósitos
y sentí impaciencia por verlo abierto.
Alrededor de las nueve, al ver que no ocurría nada, regresé a mi casa de Maybury,
pero me fue muy difícil ponerme a trabajar en mis investigaciones abstractas.
En la tarde había cambiado mucho el aspecto del campo comunal. Las primeras
ediciones de los diarios vespertinos habían sorprendido a Londres con enormes
titulares, como el que sigue:
«SE RECIBE UN MENSAJE DE MARTE»
Extraordinaria noticia de Woking
Además, el telegrama enviado por Ogilvy a la Sociedad Astronómica había despertado
la atención de todos los observatorios del reino.
Había más de media docena de coches de la estación de Woking parados en el
camino cerca de los arenales, un
aspecto majestuoso. Además, vi un gran número de bicicletas. Y a pesar del calor
reinante, gran cantidad de personas debía haberse trasladado a pie desde Woking y
Chettsey, de modo que encontré allí una multitud considerable.
Hacía mucho calor, no se veía una sola nube en el cielo, no soplaba la más leve
brisa y la única sombra proyectada en el suelo era la de los escasos pinos. Habíase
extinguido el fuego en los brezos, pero el terreno llano que se extendía hacia Ottershaw
estaba ennegrecido en todo lo que alcanzaba a divisar la vista, y del mismo elevábase
todavía el humo en pequeñas volutas.
Un comerciante emprendedor había enviado a su hijo con una carretilla llena de
manzanas y botellas de gaseosas.
Acercándome al borde del pozo, lo vi ocupado por un grupo constituido por media
docena de hombres. Estaban allí Henderson, Ogilvy y un individuo alto y rubio que—
según supe después—era Stent, astrónomo del Observatorio Real, con varios obreros
que blandían palas y picos. Stent daba órdenes con voz clara y aguda. Se hallaba de
pie sobre el cilindro, el cual parecía estar ya mucho más frío; su rostro mostrábase
enrojecido y lleno de transpiración, y algo parecía irritarle.
Una gran parte del cilindro estaba ya al descubierto, aunque su extremo inferior se
encontraba todavía sepultado. Tan pronto como me vio Ogilvy entre los curiosos, me
invitó a bajar y me preguntó si tendría inconveniente en ir a ver a lord Hilton, el señor
del castillo.
Agregó que la multitud, y en especial los muchachos, dificultaban los trabajos de
excavación. Deseaban colocar una barandilla para que la gente se mantuviera a
distancia. Me dijo que de cuando en cuando se oía un ruido procedente del interior del
casco, pero que los obreros no habían podido destornillar la tapa, ya que ésta no
presentaba protuberancia ni asidero alguno. Las paredes del cilindro parecían ser
extraordinariamente gruesas y era posible que los leves sonidos que oían fueran en
realidad gritos y golpes muy fuertes procedentes del interior.
Me alegré de hacerle el favor que me pedía, ganando así el derecho de ser uno de
los espectadores privilegiados que serían admitidos dentro del recinto proyectado. No
hallé a lord Hilton en su casa; pero me informaron que lo esperaban en el tren que
llegaría de Londres a las seis. Como aún eran las cinco y cuarto me fui a casa a tomar
sulky procedente de Chobham y un carruaje deel té y eché luego a andar hacia la estación para recibirlo.

LA GUERRA DE LOS MUNDOS - LIBRO 1 - PARTE 4


4 - SE ABRE EL CILINDRO
Se ponía ya el sol cuando volví al campo comunal. Varios grupos diseminados
llegaban apresuradamente desde Woking, y una o dos personas regresaban a sus
hogares. La multitud que rodeaba el pozo habíase acrecentado y se recortaba contra el
cielo amarillento. Eran quizá unas doscientas personas. Oí voces y me pareció notar
movimientos como de lucha alrededor de la excavación. Esto hizo que imaginara cosas
raras.
Al acercarme más oí la voz de Stent:
—¡Atrás! ¡Atrás!
Un muchacho adelantóse corriendo hacia mí.
—Se está moviendo—me dijo al pasar—. Se desenrosca. No me gusta y me voy a
casa.
Seguí avanzando hacia la multitud. Tuve la impresión de que había doscientas o
trescientas personas dándose codazos y empujándose unas a otras, y entre ellas no
eran las mujeres las menos activas.
—¡Se ha caído al pozo!—gritó alguien.
—¡Atrás!—exclamaron varios.
La muchedumbre se apartó un tanto y aproveché la oportunidad para abrirme paso a
codazos. Todos parecían muy excitados y oí un zumbido procedente del pozo.
—¡Oiga!—exclamó Ogilvy en ese momento—. Ayúdenos a mantener a raya a estos
idiotas. Todavía no sabemos lo que hay dentro de este condenado casco.
Vi a un joven dependiente de una tienda de Woking que se hallaba parado sobre el
cilindro y trataba de salir del pozo. El gentío le había hecho caer con sus empujones.
Desde el interior del casco estaban desenroscando la tapa y ya se veían unos
cincuenta centímetros de la reluciente rosca. Alguien se tropezó conmigo y estuve a punto
de caer sobre la tapa. Me volví, y al hacerlo debió haberse terminado de efectuar la
abertura y la tapa cayó a tierra con un sonoro golpe. Di un codazo a la persona que
estaba detrás de mí y volví de nuevo la cabeza hacia el objeto. Por un momento me
pareció que la cavidad circular era completamente negra. Tenía entonces el sol frente a
los ojos.
Creo que todos esperaban ver salir a un hombre, quizá algo diferente de los
terrestres, pero, en esencia, un ser como los humanos. Estoy seguro de que tal fue mi
idea, Pero mientras miraba vi algo que se movía entre las sombras. Era de color gris
y se movía sinuosamente, y después percibí dos discos luminosos parecidos a ojos,
Un momento más tarde se proyectó en el aire y hacia mí algo que se asemejaba a
una serpiente gris no más gruesa que un bastón. A ese primer tentáculo siguió
inmediatamente otro.
Me estremecí súbitamente. Una de las mujeres que estaban más atrás lanzó un
grito agudo. Me volví a medias, sin apartar los ojos del cilindro, del cual se proyectaban
otros tentáculos más, y comencé a empujar a la gente para alejarme del borde del
pozo. Vi que el terror reemplazaba al asombro en los rostros de los que me rodeaban. Oí
exclamaciones inarticuladas procedentes de todas las gargantas y hubo un movimiento
general hacia atrás. El dependiente seguía esforzándose por salir del agujero. Me
encontré solo y noté que la gente del lado opuesto del pozo echaba a correr. Entre ellos
iba Stent. Miré de nuevo hacia el cilindro y me dominó un temor incontrolable, que me
obligó a quedarme inmóvil y con los ojos fijos en el proyectil que llegara de Marte.
Un bulto redondeado, grisáceo y del tamaño aproximado al de un oso se levantaba
con lentitud y gran dificultad saliendo del cilindro.
Al salir y ser iluminado por la luz relució como el cuero mojado. Dos grandes ojos
oscuros me miraban con tremenda fijeza. Era redondo y podría decirse que tenía cara.
Había una boca bajo los ojos: la abertura temblaba, abriéndose y cerrándose
convulsivamente mientras babeaba. El cuerpo palpitaba de manera violenta. Un delgado
apéndice tentacular se aferró al borde del cilindro; otro se agitó en el aire.
Los que nunca han visto un marciano vivo no pueden imaginar lo horroroso de su
aspecto. La extraña boca en forma de uve, con su labio superior en punta; la ausencia
de frente; la carencia de barbilla debajo del labio inferior, parecido a una cuña; el
incesante palpitar de esa boca; los tentáculos, que le dan el aspecto de una gorgona; el
laborioso funcionamiento de sus pulmones en nuestra atmósfera; la evidente pesadez de
sus movimientos, debido a la mayor fuerza de gravedad de nuestro planeta, y en
especial la extraordinaria intensidad con que miran sus ojos inmensos... Todo ello
produce un efecto muy parecido al de la náusea.
Hay algo profundamente desagradable en su piel olivácea, y algo terrible en la torpe
lentitud de sus tediosos movimientos. Aun en aquel primer encuentro, y a la primera
mirada, me sentí dominado por la repugnancia y el terror.
Súbitamente desapareció el monstruo. Había rebasado el borde del cilindro cayendo a
tierra con un golpe sordo, como el que podría producir una gran masa de cuero al dar
con fuerza en el suelo. Le oí lanzar un grito ronco, y de inmediato apareció otra de las
criaturas en la sombra profunda de la boca del cilindro.
Ante eso me sentí liberado de mi inmovilidad, giré sobre mis talones y eché a correr
desesperadamente hacia el primer grupo de árboles, que se hallaba a unos cien
metros de distancia; pero corrí a tropezones y medio de costado, pues me fue imposible
dejar de mirar a los monstruos.
Una vez entre los pinos y matorrales me detuve jadeante y aguardé el desarrollo de
los acontecimientos. El campo comunal alrededor de los arenales estaba salpicado de
gente que, como yo, miraba con terror y fascinación a esas criaturas, o mejor dicho, al
montón de tierra levantado al borde del pozo en el cual se hallaban, Y luego, con
renovado terror, vi un objeto redondo y negro que sobresalía del pozo. Era la cabeza
del dependiente, que cayera en él. De pronto logró levantarse y apoyar una rodilla en el
borde, pero volvió a deslizarse hacia abajo hasta que sólo quedó visible su cabeza.
Súbitamente desapareció y me pareció oír un grito lejano. Tuve el impulso momentáneo
de correr a prestarle ayuda, pero fue más fuerte mi pánico que mi voluntad.
Luego no se vio nada más que los montones de arena proyectados hacia afuera por la
caída del cilindro. Cualquiera que llegara desde Chobham o Woking se habría
asombrado ante el espectáculo: una multitud de unas cien o más personas paradas en
un amplio círculo irregular, en zanjas, detrás de matorrales, portones y setos, hablando
poco y mirando con fijeza hacia unos cuantos montones de arena. La carretilla de
gaseosas destacábase contra el cielo carmesí y en los arenales había una hilera de
vehículos cuyos caballos pateaban el suelo o comían tranquilamente el grano de los
morrales pendientes de sus cabezas.

LA GUERRA DE LOS MUNDOS - LIBRO 1 - PARTE 5


5 - EL RAYO CALÓRICO
Después que hube visto a los marcianos salir del cilindro en el que llegaran a la Tierra,
una especie de fascinación paralizó por completo mi cuerpo. Me quedé parado entre los
brezos con la vista fija en el montículo que los ocultaba. En mi alma librábase una
batalla entre el miedo y la curiosidad.
No me atrevía a volver hacia el pozo, pero sentía un extraordinario deseo de observar
su interior. Por esta causa comencé a caminar describiendo una amplia curva en busca
de algún punto ventajoso y mirando continuamente hacia los montones de arena tras
los cuales se ocultaban los recién llegados. En cierta oportunidad vi el movimiento de
una serie de apéndices delgados y negros, parecidos a los tentáculos de un pulpo, que
de inmediato desaparecieron. Después se elevó una delgada vara articulada que tenía
en su parte superior un disco, el cual giraba con un movimiento bamboleante. ¿Qué
estarían haciendo?
La mayoría de los espectadores había formado dos grupos: uno de ellos se
hallaba en dirección a Woking y el otro hacia Chobham. Evidentemente, estaban
pasando por el mismo conflicto mental que yo. Había algunos cerca de mí y me
acerqué a un vecino mío cuyo nombre ignoro.
—¡Qué bestias horribles!—me dijo—. ¡Dios mío! ¡Qué bestias horribles!
Y volvió a repetir esto una y otra vez.
—¿Vio al hombre que cayó al pozo?—le pregunté.
Mas no me respondió. Nos quedamos en silencio observando los arenales y me
figuro que ambos encontrábamos cierto consuelo en la compañía mutua.
Después me desvié hacia una pequeña elevación de tierra, que tendría un metro
o más de altura, y cuando le busqué con la vista vi que se iba camino de Woking.
Comenzó a oscurecer antes que ocurriera nada más. El grupo situado a la
izquierda, en dirección a Woking, parecía haber crecido en número y oí murmullos
procedentes de ese lugar. El que se encontraba hacia Chobham se dispersó. En el
pozo no había movimiento alguno.
Fue esto lo que dio coraje a la gente. También supongo que los que acababan de
llegar desde Woking ayudaron a todos a recobrar su confianza. Sea como fuere, al
comenzar a oscurecer se inició un movimiento lento e intermitente en los arenales.
Este movimiento pareció cobrar fuerza a medida que continuaba el silencio y la
calma en los alrededores del cilindro. Avanzaban grupitos de dos o tres, se
detenían, observaban y volvían a avanzar, dispersándose al mismo tiempo en un
semicírculo irregular que prometía encerrar el pozo entre sus dos extremos. Por
mi parte, yo también comencé a marchar hacia el cilindro.
Vi entonces algunos cocheros y otras personas que habían entrado sin miedo en
los arenales y oí ruido de cascos y ruedas. Avisté de pronto a un muchacho que
se iba con la carretilla de manzanas y gaseosas. Y luego descubrí un grupito de
hombres que avanzaban desde la dirección en que se hallaba Horsell. Se
encontraban ya a unos treinta metros del pozo y el primero de ellos agitaba una
bandera blanca.
Era la delegación. Habíase efectuado una apresurada consulta, y como los
marcianos eran, sin duda alguna, inteligentes, a pesar de su aspecto repulsivo, se
resolvió tratar de comunicarse con ellos y demostrarles así que también nosotros
poseíamos facultades razonadoras.
La bandera se agitaba de derecha a izquierda. Yo me encontraba demasiado lejos
para reconocer a ninguno de los componentes del grupo; pero después supe que
Ogilvy, Stent y Henderson estaban entre ellos. La delegación había arrastrado tras de
sí en su avance a la circunferencia del que era ahora un círculo casi completo de
curiosos, y un número de figuras negras la seguían a distancia prudente.
Súbitamente se vio un resplandor de luz y del pozo salió una cantidad de humo
verde y luminoso en tres bocanadas claramente visibles. Estas bocanadas se
elevaron una tras otra hacia lo alto de la atmósfera.
El humo (llama sería quizá la palabra correcta) era tan brillante que el cielo y los
alrededores parecieron oscurecerse momentáneamente y quedar luego más negros al
desaparecer la luz. Al mismo tiempo se oyó un sonido sibilante.
Más allá del pozo estaba el grupito de personas con la bandera blanca a la
cabeza. Ante el extraño fenómeno todos se detuvieron. Al elevarse el humo verde,
sus rostros mostráronse fugazmente a mi vista con un matiz pálido verdoso y
volvieron a desaparecer al apagarse el resplandor.
El sonido sibilante se fue convirtiendo en un zumbido agudo y luego en un ruido
prolongado y quejumbroso. Lentamente se levantó del pozo una forma extraña y de
ella pareció emerger un rayo de luz.
De inmediato saltaron del grupo de hombres grandes llamaradas, que fueron de
uno a otro. Era como si un chorro de fuego invisible los tocara y estallase en una
blanca llama. Era como si cada hombre se hubiera convertido súbitamente en una tea.
Luego, a la luz misma que los destruía, los vi tambalearse y caer, mientras que los
que estaban cerca se volvían para huir.
Me quedé mirando la escena sin comprender aún que era la muerte lo que saltaba
de un hombre a otro en aquel gentío lejano. Todo lo que sentí entonces era que se
trataba de algo raro. Un silencioso rayo de luz cegadora y los hombres caían para
quedarse inmóviles, y al pasar sobre los pinos la invisible ola de calor, éstos estallaban
en llamas y cada seto y matorral convertíase en una hoguera. Y hacia la dirección de
Knaphill vi el resplandor de los árboles y edificios de madera que ardían violentamente.
Esa muerte ardiente, esa inevitable ola de calor, se extendía en los alrededores con
rapidez. La noté acercarse hacia mí por los matorrales que tocaba y encendía y me
quedé demasiado aturdido para moverme. Oí el crujir del fuego en los arenales y el
súbito chillido de un caballo, que murió instantáneamente. Después fue como si un dedo
invisible y ardiente pasara por los brezos entre el lugar en que me encontraba y el sitio
ocupado por los marcianos, y a lo largo de la curva
comenzó a humear y resquebrajarse el terreno. Algo cayó con un ruido estrepitoso en el
lugar en que el camino de la estación de Woking llega al campo comunal. Luego cesó el
zumbido, y el objeto negro, parecido a una cúpula, se hundió dentro del pozo
perdiéndose de vista.
Todo esto había ocurrido con tal rapidez, que estuve allí inmóvil y atontado por los
relámpagos de luz sin saber qué hacer. De haber descrito el rayo un círculo completo
es seguro que me hubiera alcanzado por sorpresa. Pero pasó sin tocarme y dejó los
terrenos de mi alrededor ennegrecidos y casi irreconocibles.
El campo parecía ahora completamente negro, excepto donde sus caminos se
destacaban como franjas grises bajo la luz débil reflejada desde el cielo por los últimos
resplandores del sol. En lo alto comenzaban a brillar las estrellas y hacia el oeste
veíanse aún los destellos del día moribundo.
Las copas de los pinos y los techos de Horsell destacáronse claramente contra esos
últimos resplandores en occidente. Los marcianos y sus aparatos eran ya completamente
invisibles, excepción hecha del delgado mástil, en cuyo extremo continuaba girando el
espejo.
Aquí y allá se veían setos y árboles que humeaban todavía, y desde las casas de
Woking se elevaban grandes llamaradas hacia lo alto del cielo.
Con excepción de esto y el tremendo asombro que me embargaba, nada había
cambiado. El grupito de puntos negros con su bandera blanca había sido exterminado
sin que se turbara mucho la paz del anochecer.
Hasta entonces no comprendí que me encontraba allí indefenso y solo. Súbitamente,
como algo que me cayera de encima, me asaltó el miedo.
Con un gran esfuerzo me volví y comencé a correr a tropezones por entre los
brezos.
El miedo que me dominaba no era un miedo racional, sino un terror pánico, no sólo a
causa de los marcianos, sino también debido a la tranquilidad y el silencio que me
rodeaban. Tal fue su efecto, que corrí llorando como un niño. Cuando hube
emprendido la carrera ni una sola vez me atreví a volver la cabeza.
Recuerdo que tuve la impresión de que estaban jugando conmigo y que en pocos
minutos, cuando estuviera a punto de salvarme, esa muerte misteriosa, tan rápida como
trazada más allá de los arenalesel paso de la luz, saltaría tras de mí para matarme.

LA GUERRA DE LOS MUNDOS - LIBRO 1 - PARTE 6



6 - EL RAYO CALÓRICO EN EL CAMINO DE CHOBHAM
Todavía no se ha podido aclarar cómo lograban los marcianos matar hombres con
tanta rapidez y tal silencio. Muchos opinan que en cierto modo pueden generar un calor
intensísimo en una cámara completamente aislada. Este calor intenso lo proyectan en un
rayo paralelo por medio de un espejo parabólico de composición desconocida, tal como
funcionaba el espejo parabólico de los faros.
Pero nadie ha podido comprobar estos detalles. Sea como fuere, es seguro que lo
esencial en el aparato es el rayo calórico. Calor y luz invisible. Todo lo que sea
combustible se convierte en llamas al ser tocado por el rayo: el plomo corre como
agua, el hierro se ablanda, el vidrio se rompe y se funde, y cuando toca el agua, ésta
estalla en una nube de vapor.
Aquella noche unas cuarenta personas quedaron tendidas alrededor del pozo,
quemadas y desfiguradas por completo, y durante las horas de la oscuridad el campo
comunal que se extiende entre Horsell y Maybury quedó desierto e iluminado por las
llamas.
Es probable que la noticia de la hecatombe llegara a Chobham, Woking y
Ottershaw, más o menos, al mismo tiempo. En Woking se habían cerrado ya los
negocios cuando ocurrió la tragedia, y un número de empleados, atraídos por los relatos
que oyeran, cruzaban el puente de Horsell y marchaban por el camino flanqueado de
setos que va hacia el campo comunal. Ya podrá imaginar el lector a los más jóvenes,
acicalados después de su trabajo y aprovechando la novedad como excusa para
pasear juntos y flirtear durante el paseo.
Naturalmente, hasta ese momento eran pocas las personas que sabían que el cilindro
se había abierto, aunque el pobre Henderson había enviado un mensajero al correo con
un telegrama especial para un diario vespertino.
Cuando estas personas salieron de a dos y de a tres al campo abierto, vieron
varios grupitos que hablaban con vehemencia y miraban al espejo giratorio que
sobresalía del pozo. Sin duda alguna, los recién llegados se contagiaron de la excitación
reinante.
Alrededor de las ocho y media, cuando fue destruida la delegación, debe haber
habido una muchedumbre de unas trescientas personas o más en el lugar, aparte de
los que salieron del camino para acercarse más a los marcianos. También había tres
agentes de policía, uno de ellos a caballo, que, en obediencia a las órdenes de Stent,
hacían todo lo posible por alejar a la gente e impedirles que se aproximaran al cilindro.
Algunos de los menos sensatos protestaron a voz en grito y se burlaron de los
representantes de la ley.
Stent y Ogilvy, que temían la posibilidad de un desorden, habían telegrafiado al
cuartel para pedir una compañía de soldados que protegiera a los marcianos de
cualquier acto de violencia por parte de la multitud. Después regresaron para guiar al
grupo que se adelantó para parlamentar con los visitantes.
La descripción de su muerte, tal como la presenció la multitud, concuerda con mis
propias impresiones: las tres nubéculas de humo verde, el zumbido penetrante y las
llamaradas.
Ese grupo de personas escapó de la muerte por puro milagro. Sólo les salvó el hecho
de que una loma arenosa interceptó la parte inferior del rayo calórico. De haber estado
algo más alto el espejo parabólico, ninguno de ellos hubiera vivido para contar lo que
pasó.
Vieron los destellos y los hombres que caían y luego les pareció que una mano
invisible encendía los matorrales mientras se dirigía hacia ellos. Luego, con un zumbido
que ahogó al procedente del pozo, el rayo pasó por encima de sus cabezas,
encendiendo las copas de las hayas que flanquean el camino, quebrando los ladrillos,
destrozando vidrios, incendiando marcos de ventanas y haciendo desmoronar una
parte del altillo de una casa próxima a la esquina.
Al ocurrir todo esto, el grupo, dominado por el pánico, parece haber vacilado unos
momentos.
Chispas y ramillas ardientes comenzaron a caer al camino. Sombreros y vestidos se
incendiaron. Luego oyeron los gritos del campo comunal.
Resonaban alaridos y gritos, y de pronto llegó hasta ellos el policía montado, que se
tomaba la cabeza con ambas manos y aullaba como un endemoniado.
—¡Ya viene!—chilló una mujer.
Acto seguido se volvieron todos y empezaron a empujarse unos a otros desesperados
por escapar hacia Woking. Deben haber huido tan ciegamente como un rebaño de
ovejas. Donde el camino se angosta y pasa por entre dos barrancos de cierta altura se
apiñó la multitud y se libró una lucha desesperada. No todos escaparon; dos mujeres y
un niño fueron aplastados y pisoteados, quedando allí abandonados para morir en
medio del terror y la oscuridad.

LA GUERRA DE LOS MUNDOS - LIBRO 1 - PARTE 7



7 - CÓMO LLEGUÉ A CASA
Por mi parte, no recuerdo nada de mi huida, excepto las sacudidas que me llevé al
chocar contra los árboles y tropezar entre los brezos. A mi alrededor parecían cernirse
los terrores traídos por los marcianos. Aquella cruel ola de calor parecía andar de un
lado para otro, volando sobre mi cabeza, para descender de pronto y quitarme la
vida. Llegué al camino entre la encrucijada y Horsell y corrí por allí en loca carrera.
Al fin no pude seguir adelante, estaba agotado por la violencia de mis emociones y
por mi fuga, y fui a caer a un costado del camino, muy cerca donde el puente cruza el
canal a escasa distancia de los gasómetros. Caí y allí me quedé.
Debo haber estado en ese sitio durante largo rato.
De pronto me senté sintiéndome perplejo. Por un momento no pude comprender cómo
había llegado allí. Mi terror habíase desvanecido súbitamente. No tenía sombrero y noté
que mi cuello estaba desprendido. Unos minutos había tenido frente a mí sólo tres
cosas: la inmensidad de la noche, del espacio y de la Naturaleza; mi propia debilidad y
angustia, y la cercanía de la muerte. Ahora era como si algo se hubiese dado vuelta y
mi punto de vista se alteró por completo. No tuve conciencia de la transición de un
estado mental al otro. Volví a ser de pronto la persona de todos los días, el ciudadano
común y decente. El campo silencioso, el impulso de huir y las llamaradas me
parecieron cosa de pesadilla. Me pregunté entonces si habrían ocurrido en realidad,
mas no pude creerlo.
Me puse de pie y ascendí con paso inseguro la empinada curva del puente. Mi mente
estaba en blanco, mis músculos y nervios parecían carentes de energía y creo que mis
pasos eran tambaleantes. Una cabeza apareció sobre la parte superior de la curva, y al
rato vi subir un obrero que llevaba un canasto. A su lado corría un niño. El hombre me
saludó al pasar a mi lado. Estuve tentado de dirigirle la palabra, mas no lo hice y
respondí a su saludo con una inclinación de cabeza.
Sobre el puente ferroviario de Maybury pasó un tren echando humo y pitando
constantemente. Un grupo de personas conversaban a la entrada de una de las casas
que constituyen el grupo llamado Oriental Terrace. Todo esto era real y conocido. ¡Y lo
que dejaba atrás! Aquello era fantástico. Me dije que no podía ser.
Tal vez mis estados de ánimo sean excepcionales. A veces experimento una
extraña sensación de desapego y me separo de mi cuerpo y del mundo que me
rodea, observándolo todo desde afuera, desde un punto inconcebiblemente remoto,
fuera del tiempo y del espacio. Esta impresión era muy fuerte en mí aquella noche.
Allí tenía ahora otro aspecto de mi sueño.
Pero lo malo era la incongruencia entre esta serenidad y la muerte cierta que se
hallaba a menos de dos millas de distancia. Oí el ruido de la gente que trabajaba en
los gasómetros y vi encendidas todas las luces eléctricas. Me detuve junto al grupito.
—¿Qué novedades hay del campo comunal?—pregunté.
Había allí dos hombres y una mujer.
—¿Eh?—dijo uno de los hombres.
—¿Qué novedades hay del campo comunal?—repetí.
—¿No viene usted de allí?—inquirieron ambos hombres.
—La gente que ha ido al campo comunal se ha vuelto tonta—declaró la mujer—.
¿De qué se trata?
—¿No ha oído hablar de los hombres de Marte?—exclamé.
—Más de lo necesario—dijo ella, y los tres rompieron a reír.
Me sentí aturdido y furioso. Hice un esfuerzo, pero me fue imposible contarles lo
ocurrido. De nuevo se rieron ante mis frases inconexas.
—Ya oirán más al respecto—dije, y seguí mi camino.
Mi esposa me esperaba a la puerta y se sobresaltó al verme tan pálido. Entré en
el comedor, tomé asiento, bebí un poco de vino, y tan pronto me hube recobrado lo
suficiente le conté lo que había visto. La cena, fría ya, estaba servida y quedó
olvidada sobre la mesa mientras relataba yo los acontecimientos.
—Hay algo importante—expresé para calmar los temores de mi esposa—. Son las
criaturas más torpes que he visto en mi vida. Quizá retengan la posesión del pozo
y maten a los que se acerquen, pero de allí no pueden salir... ¡Pero qué horribles
son!
—Cálmate, querido—me dijo mi esposa tomándome de la mano.
—¡Pobre Ogilvy! ¡Pensar que debe estar allí sin vida!
Por lo menos, a mi esposa no le resultó increíble el relato. Cuando vi lo pálida
que estaba, callé de pronto.
—Podrían venir aquí—dijo ella una y otra vez.
La obligué a tomar un poco de vino y traté de tranquilizarla.
—Apenas si pueden moverse—le dije.
Comencé a calmarla repitiendo todo lo que me dijera Ogilvy acerca de la
imposibilidad de que los marcianos se establecieran en la Tierra. Mencioné
especialmente la dificultad presentada por nuestra fuerza de gravedad. Sobre la
superficie de la Tierra la atracción es tres veces mayor que sobre Marte. Por tanto,
los marcianos debían pesar aquí tres veces más que en su planeta, aunque su
fuerza muscular fuera la misma. En verdad, ésta era la opinión general. Tanto el
Times
siguiente, y ambos diarios pasaron por alto, como lo hice yo, dos influencias que
evidentemente habrían de modificar esta situación para los visitantes.
Ahora sabemos que la atmósfera de la Tierra contiene mucho más oxígeno o mucho
menos argón que la de Marte. La influencia vigorizadora de este exceso de oxígeno
debe, sin duda, haber contrarrestado el efecto del aumento de peso en sus cuerpos.
Además, todos olvidamos el hecho de que los marcianos poseían suficiente habilidad
mecánica como para no verse obligados a hacer más esfuerzos musculares que los
necesarios.
Mas yo no tuve en cuenta esos puntos en aquel momento, y, por tanto, mi
razonamiento resultó fallido. Una vez que me hube alimentado y me vi ante la
necesidad de tranquilizar a mi esposa, fui cobrando más valor.
como el Daily Telegraph, por ejemplo, insistieron sobre el punto la mañana
—Han cometido un error—comenté—. Son peligrosos porque seguramente están
aterrorizados. Tal vez no esperaban encontrar aquí seres vivientes y mucho menos
dotados de inteligencia. Una granada en el pozo terminará con todos ellos si es
necesario.
La intensa excitación producida por los acontecimientos presenciados puso a mis
poderes perceptivos en un estado de eretismo. Aun ahora recuerdo con toda claridad
todos los detalles de la mesa a la que estuve sentado. El rostro ansioso de mi esposa,
que me contemplaba a la luz de la lámpara; el mantel blanco y el servicio de platería y
cristal—pues en aquel entonces hasta los escritores de temas filosóficos teníamos
ciertos lujos—; el vino en mi copa... Todo ello está claramente grabado en mi cerebro.
Al terminar la cena me puse a fumar un cigarrillo, mientras lamentaba el arrojo de
Ogilvy y hacía comentarios sobre la exterminación de los marcianos.
Lo mismo habrá hecho algún respetable elido de la isla de Francia cuando
comentó en su nido la llegada de aquel barco lleno de marineros que necesitaban
alimentos. «Mañana los mataremos a picotazos, querida».
Yo lo ignoraba, pero aquélla fue mi última cena civilizada en un período de muchos
días extraños y terribles.

LA GUERRA DE LOS MUNDOS - LIBRO 1 - PARTE 8


8 - LA NOCHE DEL VIERNES
En mi opinión, lo más extraordinario de todo lo extraño y maravilloso que ocurrió
aquel viernes fue el encadenamiento de los hábitos comunes de nuestro orden social con
los primeros comienzos de la serie de acontecimientos que habrían de echar por tierra
aquel orden.
Si el viernes por la noche se hubiera tomado un par de compases y trazado un
círculo con un radio de cinco millas alrededor de los arenales de Woking, dudo que se
hubiera encontrado fuera de ese círculo ningún ser humano—a menos que fuera
algún pariente de Stent o de los tres o cuatro ciclistas y londinenses que yacían
muertos en el campo comunal—cuyas emociones o costumbres fueran afectadas en lo
mínimo por los visitantes del espacio.
Muchas personas habían oído hablar del cilindro y lo comentaban en sus momentos
de ocio; pero es seguro que el extraño objeto no produjo la sensación que habría
causado un ultimátum dado a Alemania.
El telegrama que mandó Henderson a Londres describiendo la abertura del proyectil
fue considerado como una invención, y después de telegrafiar pidiendo que lo ratificara
sin obtener respuesta, su diario decidió no imprimir una edición especial.
Dentro del círculo de cinco millas la mayoría de la gente no hizo nada. Yo he
descrito la conducta de los hombres y mujeres con quienes hablé. En todo el distrito la
gente cenaba tranquilamente; los trabajadores atendían sus jardines después de la
labor del día; los niños eran llevados a la cama; los jóvenes paseaban por los senderos
haciéndose el amor; los estudiantes leían sus textos.
Quizá hubiera ciertos murmullos en las calles de la villa y un tópico dominante en las
tabernas. Aquí y allá aparecía un mensajero o algún testigo ocular, causando gran
entusiasmo y muchos corros. Pero en su mayor parte continuó como siempre la rutina
de trabajar, comer, beber y dormir... Parecía que el planeta Marte no existiera en el
universo. Aun en la estación de Woking y en Horsell y Chobham ocurría esto.
En el empalme Woking, hasta horas muy avanzadas, los trenes paraban y seguían
viaje; los pasajeros descendían y subían a los vagones y todo marchaba como de
costumbre. Un muchacho de la ciudad vendía diarios con las noticias de la tarde. El
ruido seco de los parachoques al chocar y el agudo silbato de las locomotoras se
mezclaban con sus gritos de «Hombres de Marte».
Hombres muy nerviosos entraron a las nueve en la estación con noticias increíbles y
no causaron más turbación que la que podrían haber provocado algunos ebrios. La
gente que viajaba hacia Londres asomábase a las ventanillas y sólo veían algunas
chispas que danzaban en el aire en dirección a Horsell, un resplandor rojizo y una nube
de humo en lo alto, y pensaban que no ocurría nada más serio que un incendio entre
los brezos. Sólo alrededor del campo comunal se notaba algo fuera de lugar. Había
media docena de aldeas que ardían en los límites de Woking. Veíanse luces en todas
las casas que daban al campo y la gente estuvo despierta hasta el amanecer.
Una multitud de curiosos se hallaba en los puentes de Chobham y de Horsell.
Más tarde se supo que dos o tres arrojados individuos partieron en la oscuridad y
se acercaron, arrastrándose, hasta el pozo; pero no volvieron más, pues de cuando en
cuando un rayo de luz como el de un faro recorría el campo comunal, y tras de él
seguía el rayo calórico. Salvo estos dos o tres infortunados, el campo estaba silencioso y
desierto, y los cadáveres quemados estuvieron tendidos allí toda la noche y todo el día
siguiente. Muchos oyeron el resonar de martillos procedentes del pozo.
Así estaban las cosas el viernes por la noche. En el centro, y clavado en nuestro viejo
planeta como un dardo envenenado, se hallaba el cilindro. Mas el veneno no había
comenzado a surtir efecto todavía. A su alrededor había una extensión de terreno que
ardía en partes y en el que se veían algunos objetos oscuros que yacían en diversas
posiciones. Aquí y allá había un seto o un árbol en llamas. Más allá se extendía una línea
ocupada por personas dominadas por el terror, y al otro lado de esa línea no se había
extendido aún el pánico. En el resto del mundo continuaba fluyendo la vida como lo
hiciera durante años sin cuento. La fiebre de la guerra, que poco después habría de
endurecer venas y arterias, matar nervios y destruir cerebros, no se había
desarrollado aún.
Durante toda la noche estuvieron los marcianos martillando y moviéndose, infatigables
en su trabajo, con máquinas que preparaban. A veces levantábase hacia el cielo
estrellado una nubécula de humo verdoso.
Alrededor de las once pasó por Horsell una compañía de soldados, que se desplegó
por los bordes del campo comunal para formar un cordón. Algo más tarde pasó otra
compañía por Chobham para ocupar el límite norte del campo. Más temprano habían
llegado allí varios oficiales del cuartel de Inkerman y se lamentaba la desaparición del
mayor Edén. El coronel del regimiento llegó hasta el puente de Chobham y estuvo
interrogando a la multitud hasta la medianoche. Las autoridades militares comprendían
la seriedad de la situación. Según anunciaron los diarios de la mañana siguiente, a eso
de las once de la noche partieron de Aldershot un escuadrón de húsares, dos
ametralladoras Maxim y unos cuatrocientos hombres del Regimiento de Cardigan.
Pocos segundos después de medianoche, el gentío que se hallaba en el camino de
Chertsey vio caer otra estrella, que fue a dar entre los pinos del bosquecillo que hay
hacia el noroeste. Cayó con una luz verdosa y produjo un destello similar al de los
relámpagos de verano. Era el segundo cilindro.

LA GUERRA DE LOS MUNDOS - LIBRO 1 - PARTE 9


9 - COMIENZA LA LUCHA
El sábado ha quedado grabado en mi memoria como un día de incertidumbre. Fue
también una jornada calurosa y pesada y el termómetro fluctuó constantemente.
Yo había dormido poco, aunque mi esposa logró descansar bien. Por la mañana me
levanté muy temprano. Salí al jardín antes de desayunar y me quedé escuchando,
pero del lado del campo comunal no se oía nada más que el canto de una alondra.
El lechero llegó como de costumbre. Oí el estrépito de su carro y fui hacia la puerta
lateral para pedirle las últimas noticias. Me informó que durante la noche los marcianos
habían sido rodeados por las tropas y que se esperaban cañones.
En ese momento oí algo que me tranquilizó. Era el tren que iba hacia Woking.
—No los van a matar si pueden evitarlo—dijo el lechero.
Vi a mi vecino que estaba trabajando en su jardín y charlé con él durante un rato.
Después fui a desayunar. Aquella mañana no ocurrió nada excepcional. Mi vecino
opinaba que las tropas podrían capturar o destruir a los marcianos durante el
transcurso del día.
—Es una pena que no quieran tratos con nosotros —observó—. Sería interesante
saber cómo viven en otro planeta. Quizá aprenderíamos algunas cosas.
Acercóse a la cerca y me dio un puñado de fresas. Al mismo tiempo me contó que
se había incendiado el bosque de pinos próximo al campo de golf de Byfleet.
—Dicen que ha caído allí otro de los condenados proyectiles. Es el número dos. Pero
con uno basta y sobra. Esto le costará mucho dinero a las compañías de seguros.
Rió jovialmente al decir esto y agregó que el bosque estaba todavía en llamas.
—El terreno estará muy caliente durante varios días debido a las agujas de pino—
agregó. Se puso serio, y luego dijo—: ¡Pobre Ogilvy!
Después del desayuno decidí ir hasta el campo comunal. Bajo el puente ferroviario
encontré a un grupo de soldados del Cuerpo de Zapadores, que lucían gorros pequeños,
sucias chaquetillas rojas, camisas azules, pantalones oscuros y botas de media caña.
Me dijeron que no se permitía pasar al otro lado del canal, y al mirar hacia el puente
vi a uno de los soldados del Regimiento de Cardigan que montaba allí la guardia.
Durante un rato estuve conversando con estos hombres y les conté que la noche
anterior había visto a los marcianos. Ellos tenían ideas muy vagas acerca de los
visitantes, de modo que me interrogaron con vivo interés. Dijeron que ignoraban quién
había autorizado la movilización de las tropas; opinaban que se había producido una
disputa al respecto en los Guardias Montados. El zapador ordinario es mucho más
culto que el soldado común y comentaron las posibilidades de la lucha en perspectiva
con bastante justeza. Les describí el rayo calórico y comenzaron a discutir entre ellos.
—Lo mejor sería arrastrarnos hasta encontrar refugio y tirotearlos—expresó uno.
—¡Bah!—dijo otro—. ¿Cómo se puede encontrar refugio contra ese calor? ¡Si te
cocinan! Lo que hay que hacer es llegar lo más cerca posible y cavar una trinchera.
—¡Tú y tus trincheras! Siempre las quieres. Ni que fueras un conejo.
—¿Es verdad que no tienen cuello?—dijo de pronto un tercero.
Repetí la descripción que hiciera un momento antes.
—Octopus—dijo él—. Así que esta vez tendremos que pelear con peces.
—No es un crimen matar bestias así—manifestó el que hablara primero.
—¿Por qué no los cañonean de una vez y terminan con ellos?—preguntó otro—. No se
sabe lo que son capaces de hacer.
—¿Y dónde están las balas? No hay tiempo. Creo que deberíamos atacarlos ahora
sin perder ni un minuto.
Así continuaron discutiendo. Al cabo de un rato me alejé de ellos y fui a la estación
para buscar tantos diarios matutinos como hubiera.
Mas no fatigaré al lector con una descripción de aquella mañana tan larga y de la
tarde, más larga aún. No logré ver el campo comunal, pues incluso las torres de las
iglesias de Horsell y Chobham estaban ocupadas por las autoridades militares. Los
soldados con quienes hablé no sabían nada: los oficiales estaban muy ocupados y no
quisieron darme informes. La gente del pueblo se sentía nuevamente segura ante la
presencia del ejército, y por primera vez me enteré de que el hijo del cigarrero Marshall
era uno de los muertos en el campo. Los soldados habían obligado a los que vivían en
las afueras de Horsell a cerrar sus casas y salir de ellas.
Volví a casa alrededor de las dos. Estaba muy cansado, pues, como ya he dicho,
el día era muy caluroso y pesado, y por la tarde me refresqué con un baño frío.
Alrededor de las cuatro y media fui a la estación para adquirir un diario vespertino, pues
los de la mañana habían publicado una descripción muy poco detallada de la muerte
de Stent, Henderson, Ogilvy y los otros. Pero no encontré en ellos nada que no
supiera.
Los marcianos no se mostraron para nada. Parecían muy ocupados en su pozo y se
oía el resonar de los martillazos, mientras que las columnas de humo eran constantes.
Aparentemente, estaban preparándose para una lucha.
«Se han hecho nuevas tentativas de comunicarse con ellos, mas no se obtuvo el
menor éxito», era la fórmula empleada por los diarios.
Un zapador me dijo que las señales las hacía un soldado ubicado en una zanja con una
bandera atada a una vara muy larga. Los marcianos le prestaron tanta atención como
la que prestaríamos nosotros a los mugidos de una vaca.
Debo confesar que la vista de todo este armamento y de los preparativos me excitó
en extremo. Me torné beligerante y en mi indignación derroté a los invasores de
diversas maneras. Volvieron a mí parte de los sueños de batalla y heroísmo que tuviera
durante mi niñez. En esos momentos me pareció una batalla desigual. Los marcianos
daban la impresión de encontrarse totalmente indefensos en su pozo.
Alrededor de las tres comenzaron a oírse las detonaciones de un cañón que estaba en
Chertsey o Addlestone. Me enteré de que estaban cañoneando el bosque de pinos
donde había caído el segundo cilindro, pues deseaban destruirlo antes que se
abriera. Mas eran ya las cinco cuando llegó a Chobham el cañón que habría de usarse
contra el primer grupo de marcianos.
A eso de las seis, cuando estaba tomando el té con mi esposa en la glorieta y
hablaba con entusiasmo acerca de la batalla que se libraba a nuestro alrededor, oí una
detonación ahogada procedente del campo comunal. A esto siguió una descarga
cerrada. Luego se oyó un estruendo violentísimo muy cerca de nosotros y tembló la
tierra a nuestros pies. Vi entonces que las copas de los árboles que rodeaban el
colegio «Oriental» estallaban en llamas rojas, mientras que el campanario de la iglesia
se desmoronaba hecho una ruina.
La parte superior de la torre había desaparecido y los techos del colegio daban la
impresión de haber sido víctimas de una bomba de cien toneladas. Se resquebrajó una
de nuestras chimeneas como si le hubieran dado un cañonazo, y un trozo de la misma
cayó abajo arruinando un macizo de flores que había junto a la ventana de mi estudio.
Mi esposa y yo nos quedamos anonadados. Después me hice cargo de que la
cumbre de Maybury Hill debía estar al alcance del rayo calórico ahora que no estaba
el edificio del colegio en su camino.
Al comprender esto tomé a mi esposa del brazo y sin la menor ceremonia la llevé al
camino. Después llamé a la criada, diciéndole que yo mismo iría arriba a buscar el
cofre que tanto pedía.
—No podemos quedarnos aquí—exclamé, y en ese mismo momento se reanudaron
los disparos en el campo comunal.
—¿Pero dónde podemos ir?—preguntó mi esposa llena de terror.
Por un instante estuve perplejo. Luego recordé a nuestros primos de Leatherhead.
—¡Leatherhead!—grité por sobre el tronar lejano del cañón.
Ella miró hacia la parte inferior de la cuesta. La gente salía de sus casas para ver
qué pasaba.
—¿Y cómo vamos a llegar a Leatherhead?—preguntó.
Colina abajo vi a un grupo de húsares que pasaba por debajo del puente
ferroviario. Tres galoparon por los portales abiertos del colegio «Oriente»; otros dos
desmontaron para correr de casa en casa.
El sol que brillaba a través de las columnas de humo que se alzaban sobre los
árboles parecía de color rojo sangre e iluminaba todo con una luz extraña.
—Quédate aquí—dije a mi esposa—. Por ahora estarás a salvo.
Partí en seguida hacia el «Perro Manchado», pues sabía que el posadero tenía un
coche y un caballo. Eché a correr al darme cuenta de que en un momento
comenzarían a trasladarse todos los que se hallaran en ese lado de la colina.
Hallé al hombre en su granero y vi que no se había hecho cargo de lo que pasaba
detrás de su casa. Con él estaba otro hombre, que me daba la espalda.
—Tendrá que darme una libra—decía el posadero—. Y yo no tengo a nadie que lo
lleve.
—Yo le daré dos—dije por encima del hombro del desconocido.
—¿A cambio de qué?
—Y lo traeré de vuelta para medianoche—agregué.
—¡Caramba!—exclamó el posadero—. ¿Qué apuro tiene? Estoy vendiendo mi cerdo.
¿Dos libras y me lo trae de vuelta? ¿Qué pasa aquí?
Le expliqué apresuradamente que debía irme de mi casa y así obtuve el vehículo en
alquiler. En ese momento no me pareció tan importante que el posadero se fuera de la
suya. Me aseguré de que me diera el coche sin más demora, y dejándolo a cargo de
mi esposa y de la criada, corrí al interior de la casa para empacar algunos objetos de
valor que teníamos.
Las hayas de la zona comenzaron a arder mientras me ocupaba yo de esto y las
cercanas del camino quedaron iluminadas por una luz rojiza. Uno de los húsares llegó
entonces a la casa para advertirnos que nos fuéramos. Estaba por seguir su camino
cuando salí yo con mis tesoros envueltos en un mantel.
—¿Qué novedades hay?—le grité.
Se volvió entonces para contestarme algo respecto a que «salen de una cosa
que parece la tapa de una fuente», y continuó su camino hacia la puerta de la casa
situada en la cima. Una nube de humo negro que cruzó el camino lo ocultó por un
instante. Yo corrí hasta la puerta de mi vecino y llamé para convencerme de lo que ya
sabía. Él y su esposa habían partido para Londres, cerrando la casa hasta su vuelta.
Volví a entrar para buscar el cofre de la criada, lo cargué en la parte trasera del
coche y salté luego al pescante. Un momento más tarde dejábamos atrás el humo y el
desorden y descendíamos por la ladera opuesta de Maybury Hill en dirección a Old
Woldng.
Frente a nosotros se veía el paisaje tranquilo e iluminado por el sol; a ambos lados
estaba la campiña sembrada de trigo y la hostería Maybury con su cartel sobre la
puerta. En la parte inferior de la cuesta me volví para mirar lo que dejábamos atrás.
Espesas columnas de humo y llamas se alzaban en el aire tranquilo proyectando
sombras oscuras sobre los árboles del este. El humo se extendía ya hacia el este y el
oeste. El camino estaba salpicado de gente que corría hacia nosotros. Y muy
levemente oímos el repiqueteo de las ametralladoras, que al final callaron. También nos
llegaron las detonaciones intermitentes de los fusiles. Al parecer, los marcianos
incendiaban todo lo que había dentro del alcance del rayo calórico.
No soy muy experto en guiar caballos y tuve que prestar atención al camino.
Cuando volví a mirar hacia atrás, la segunda colina había ocultado ya el humo negro.
Castigué al equino con el látigo y aflojé las riendas hasta que Woking y Send quedaron
entre nosotros y el campo de batalla. Entre ambas poblaciones alcancé y pasé al
doctor.