7 - EL HOMBRE DE PUTNEY HILL
Aquella noche la pasé en la hostería que se halla en lo alto de Putney Hill y por primera
vez desde mi huida a Leatherhead dormí en una cama. No relataré el trabajo inútil que me
costó forzar la entrada en la hostería—después descubrí que la puerta principal estaba sin
llave— ni cómo registré todas las habitaciones en busca de alimento hasta que, ya a punto de
renunciar, encontré, al fin, un pan roído por las ratas y dos latas de ananás en conserva. La
casa ya había sido saqueada. Después descubrí en el bar algunos bizcochos y sandwiches,
que habían pasado por alto los que estuvieron allí antes que yo. Los sandwiches no pude
comerlos, pero los bizcochos estaban buenos e hice una abundante provisión de ellos.
No encendí lámparas por temor de que algún marciano se aproximara a aquella parte de
Londres durante la noche. Antes de acostarme sufrí un intervalo de inquietud y anduve de
ventana en ventana espiando hacia el exterior por si veía a los monstruos. Dormí poco.
Mientras me hallaba en la cama pude pensar como no lo hiciera desde mi última riña con el
cura. Desde entonces hasta ese momento mi condición mental había sido una rápida
sucesión de vagos estados emocionales o una especie de estúpida negación de la
inteligencia. Pero aquella noche, fortificado ya por los alimentos ingeridos, pude reflexionar
con claridad.
Tres detalles se esforzaban por lograr el predominio absoluto en mi cerebro: la muerte del
cura, el paradero de los marcianos y el posible destino corrido por mi esposa. Lo primero no
me causaba horror ni remordimiento; lo consideraba simplemente como algo terminado y
como un recuerdo desagradable, pero nada más. Me veía entonces como me veo ahora,
llevado paso a paso hacia aquel acto de violencia, víctima de una sucesión de accidentes que
me condujo a la tragedia final. No sentía remordimientos; sin embargo, me molestaba el
recuerdo. En el silencio de la noche, presa de esa sensación de la proximidad de Dios que
solemos experimentar mientras reinan el silencio y la oscuridad, me formé el único juicio por
aquel momento de ira y temor.
Revisé mentalmente cada aspecto de nuestras relaciones desde el momento en que le
hallé junto a mí, sin prestar atención a mi sed y señalando hacia el humo las llamas que se
alzaban de las ruinas de Weybridge. En ningún momento nos comprendimos. De haber
previsto lo que iba a ocurrir le hubiera dejado en Halliford. Mas no preví nada, y el crimen es
prever y obrar. Dejo constancia de esto tal como fue. No hubo testigos: bien podría haber
ocultado estas cosas. Pero lo incluyo en mi relato, como he incluido todo, y que el lector se
forme el juicio que le dicte su criterio.
Y cuando hube dejado de lado el recuerdo de su cuerpo inerte hice frente al problema de
los marcianos y al posible destino de mi esposa. Con respecto a lo primero no tenía informe
alguno; podía imaginar mil cosas, lo mismo que con lo segundo. Y de pronto, la noche me
pareció terrible. Me senté en el lecho, con la vista clavada en la oscuridad. Pedí al cielo que el
rayo calórico la hubiera matado súbitamente y sin causarle sufrimientos. Desde la noche de
mi regreso de Leatherhead no había orado. Había murmurado plegarias falsas, había orado
como los paganos profieren encantamientos en casos de apuro; pero ahora oré en realidad,
con cordura y fe, cara a cara con las tinieblas de Dios. ¡Extraña noche! Y más extraña aún en
esto: tan pronto como llegó el alba, yo, que había hablado con Dios, salí de la casa
furtivamente, como la rata abandona su cueva. Era entonces un animal inferior, tan
perseguido como el roedor al que he mencionado. Es seguro que si esta guerra no nos
enseñó otra cosa, nos hizo, por lo menos, ser comprensivos con las bestias a las que
dominamos.
Era un día magnífico y el cielo se teñía de rosa en el oriente. En el camino que se extiende
desde Putney Hill hasta Wimbledon había una serie de dolorosos vestigios del aterrorizado
torrente, que debe haber llegado a Londres el domingo por la noche, después que se
iniciaron las hostilidades.
Vi un carro de dos ruedas con una inscripción que decía: Thomas Lobb, verdulero, New
Malden. Tenía una rueda destrozada y junto al mismo había un sombrero de paja incrustado
en el barro ahora seco. En la parte superior de West Hill descubrí muchos vidrios manchados
de sangre cerca de un abrevadero derribado.
Mis movimientos eran lánguidos, mis planes muy vagos. Tenía la idea de ir hasta
Leatherhead, aunque no ignoraba que eran muy escasas las posibilidades de que hallara allí
a mi esposa. A menos que la muerte les hubiera sorprendido súbitamente, era lógico suponer
que mis primos habían huido; pero me pareció que podría enterarme allí de la dirección en
que habían marchado los habitantes de Surrey. Deseaba encontrar a mi esposa, pero no
sabía cómo hacerlo. En esos momentos caí en la cuenta de mi terrible soledad.
Desde la esquina avancé por entre los setos y árboles hacia los límites del amplio campo
comunal de Wimbledon.
Aquella extensión oscura estaba salpicada en parte por flores de retama y argomas
amarillas; no vi la hierba roja, y cuando andaba de un lado a otro, sin decidirme a salir a
campo abierto, se levantó el sol, inundándolo todo con su luz y vitalidad.
Descubrí entonces un grupo de ranas muy ocupadas en alimentarse en un charquito entre
los árboles. Me detuve para mirarlas y ellas me dieron una lección en su firme voluntad de
continuar viviendo.
Poco después me volví con la extraña impresión de que alguien me observaba y descubrí
algo acurrucado entre un matorral cercano. Me quedé mirándolo. Después di un paso en esa
dirección y del matorral se levantó un hombre armado con un machete. Me acerqué con
lentitud mientras él me observaba en silencio y sin moverse.
Al avanzar me di cuenta de que vestía ropas tan sucias como las mías. En verdad, daba la
impresión de haberse arrastrado por las zanjas del camino. Sus negros cabellos le caían
sobre los ojos y sus facciones mostrábanse oscuras, sucias y enflaquecidas, razón por la cual
no le reconocí al principio. Tenía un tajo enrojecido en la parte inferior de la cara.
—¡Deténgase!—me gritó cuando me hallaba a diez metros de él.
Me detuve de inmediato.
—¿De dónde viene?—me preguntó con voz ronca.
Me quedé pensando mientras lo examinaba con atención.
—Vengo de Mortlake—dije al fin—. Estuve sepultado cerca del pozo que hicieron los
marcianos alrededor de su cilindro. Logré salir y he escapado.
—Por aquí no hay alimentos—manifestó—. Esta región es mía. Toda esta colina hasta el
río, y por atrás, hasta Clapham y el borde del campo comunal. Hay comida para uno solo.
¿Hacia dónde va?
—No sé—le respondí con lentitud—. Estuve sepultado en las ruinas de una casa durante
trece o catorce días. No sé qué ha pasado.
Me miró con expresión dubitativa y luego dio un respingo fijándose en mí con más
atención.
—No deseo quedarme por aquí—agregué—. Creo que seguiré hacia Leatherhead, pues
allí estaba mi esposa.
Él me señaló con el dedo.
—Es usted—dijo—. El hombre de Woking. ¿Y no lo mataron en Weybridge?
Lo reconocí en el mismo momento.
—Usted es el artillero que entró en mi jardín.
—¡Qué buena suerte!—exclamó—. Somos afortunados.
¡Usted!—me tendió la diestra y se la estreché—. Yo me metí en un desagüe. Y después
que se fueron escapé por los campos hacia Walton. Pero... todavía no hace dieciséis días y
está usted lleno de canas.
Miró de pronto por encima del hombro.
—No es más que una corneja—agregó—. Estos días se entera uno de que hasta los
pájaros hacen sombra. Estamos muy al descubierto. Metámonos entre esos matorrales y
conversaremos.
—¿Ha visto a los marcianos?—inquirí—. Desde que salí...
—Se han ido al otro lado de Londres. Creo que allí tienen un campamento más grande.
Por allá, por el lado de Hampstead, el cielo se llena de luces durante la noche. Es como una
gran ciudad, y en el resplandor se los ve moverse. De día no se ve nada. Pero más cerca...,
no los he visto...—contó con los dedos—en cinco días. Vi a dos de ellos al otro lado de
Hammersmith. Llevaban algo grande. Y anteanoche...—hizo una pausa y agregó en voz más
baja—: Fue cuestión de luces, pero había algo en el aire. Creo que han construido una
máquina de volar y están experimentando con ella.
Me detuve sobre manos y rodillas. Ya habíamos llegado a los matorrales.
—¿Vuelan?
—Sí; vuelan—repuso.
Me introduje por debajo de las ramas y me senté.
—La humanidad está perdida—expresé—. Si pueden hacer eso darán la vuelta al
mundo...
Él asintió.
—Sí. Pero eso aliviará un poco las cosas por aquí. Además...—me miró a los ojos—. ¿No
está usted convencido de que la humanidad está liquidada? Yo, sí. Estamos vencidos.
Me quedé mirándole. Por extraño que parezca, no había llegado yo a esta conclusión. El
hecho me resultó perfectamente obvio al oírselo afirmar. Aún abrigaba una esperanza vaga
o, más bien, conservaba una manera de pensar desarrollada durante la costumbre de toda
una vida. Él repitió con absoluta convicción: —Estamos vencidos. Guardó silencio un
momento.
—Ha terminado todo—dijo luego—. Ellos perdieron uno. Sólo uno. Se han afianzado en la
Tierra y destrozaron a la potencia más grande del mundo. Nos aplastaron. La muerte de
aquel de Weybridge fue un accidente. Y éstos no son más que los primeros. Siguen viniendo.
Esas estrellas verdes... No he visto ninguna en los últimos cinco o seis días, pero estoy
seguro de que caen todas las noches en alguna parte. No se puede hacer nada. ¡Estamos
aplastados! ¡Vencidos!
No le respondí. Me quedé con la vista clavada en el vacío esforzándome en vano por
pensar algo que desvirtuara sus afirmaciones.
—Esto no es una guerra—continuó el artillero—. Nunca lo fue. Tampoco las hormigas
pudieron hacernos la guerra a nosotros.
Súbitamente recordé aquella noche del observatorio. —Después del tercer disparo no
hubo más... Por lo menos, hasta que llegó el primer cilindro. —¿Cómo lo sabe usted?—me
preguntó. Se lo expliqué.
—Se habrá descompuesto el cañón—dijo entonces—. ¿Pero qué importa eso? Ya lo
arreglarán. Y aunque haya una demora, el final será el mismo. Hombres contra hormigas. Las
hormigas construyen sus ciudades, viven en ellas y tienen sus guerras y sus revoluciones,
hasta que los hombres quieren quitarlas de en medio, y entonces desaparecen. Eso es lo que
somos... Hormigas. Sólo que...
—¿Sí?—le urgí.
—Somos hormigas comestibles. Nos quedamos mirándonos. —¿Y qué harán con
nosotros?—dije al fin. —En eso he estado pensando. Después de Weybridge me fui al sur,
pensando siempre. Vi lo que pasaba. La mayor parte de la gente gritaba y se excitaba. Pero
yo no soy de los que gritan. He visto la muerte de cerca una o dos veces; no soy un soldado
ornamental y la muerte no me asusta. Pues bien, el que se salva es el que piensa. Vi que
todos se iban al sur y me dije: «Por aquel lado no durarán los alimentos.» Y me volví. Fui en
busca de los marcianos, como el gorrión busca a los hombres—con un amplio ademán indicó
los alrededores—. Por todas partes se mueren de hambre a montones y se pisotean unos a
otros...
Vio mi expresión y se interrumpió un instante.
—Sin duda alguna, los que tenían dinero escaparon»a Francia—continuó al poco—. Aquí
hay comida. Latas de conservas en las tiendas de comestibles; vinos, licores, aguas
minerales, y los caños principales de desagüe y las cloacas grandes están vacíos. Ahora
bien, le estaba diciendo lo que pensaba yo. «Aquí hay seres inteligentes—me dije—. Y
parece que nos quieren como alimento.» Primero destruirán nuestros barcos, máquinas,
armas, ciudades, y terminarán con el orden y la organización. Todo eso desaparecerá. Si
fuéramos del tamaño de las hormigas podríamos salvarnos. Pero no lo somos Ésa es la
primera seguridad que tenemos, ¿eh?
Asentí.
—Así es. Ya lo he pensado. Pues bien, vamos ahora. Por el momento nos capturan
cuando quieren. Un marciano no tiene más que caminar unas millas para encontrar una
multitud en fuga. Y un día vi a uno en Wandsworth que hacía pedazos las casas y rebuscaba
entre las ruinas. Pero no seguirán haciendo eso. Tan pronto como hayan terminado con
nuestras armas y barcos, destruido nuestros ferrocarriles y finalizado las cosas que están
haciendo aquí comenzarán a cazarnos de manera sistemática, eligiendo a los mejores y
guardándonos en jaulas. Eso es lo que harán después de un tiempo. ¡Dios! todavía no han
empezado con nosotros. ¿No se da cuenta?
—¿No han empezado?—exclamé.
—No. Lo que ha pasado hasta ahora se debe a que no hemos tenido la prudencia de
quedarnos quietos y los hemos molestado con nuestros cañones y tonterías. Además,
perdimos la cabeza y huimos en grandes multitudes hacia donde no había más seguridad
que en los sitios en que estábamos.
Todavía no quieren molestarnos. Están fabricando sus cosas, todas las que no pudieron
traer consigo, y preparando lo necesario para el resto de su raza. Posiblemente se deba a
eso que hayan dejado de caer otros cilindros, pues, sin duda, temen aplastar a los que ya
están aquí. Y en lugar de correr a ciegas o de juntar dinamita con la esperanza de hacerlos
volar tenemos que prepararnos para un nuevo estado de cosas. Así es como lo pienso yo. No
está eso de acuerdo con lo que el hombre desea para su especie, pero es lo que nos
aconsejan las circunstancias. Sobre ese principio me basé para obrar. Las ciudades, las
naciones, la civilización, el progreso..., todo eso ha terminado. Finalizó la partida. Estamos
vencidos.
—Pero si es así, ¿para qué hemos de seguir viviendo?
El artillero me miró con fijeza durante un momento.
—No habrá más conciertos hasta dentro de un millón o más de años; no habrá una
academia real de artes ni restaurantes de lujo. Si son diversiones lo que le interesan puede
olvidarse de ellas. Si tiene modales delicados o le desagrada comer las arvejas con el cuchillo
o pronunciar malas palabras, le conviene dejar de lado esos reparos. Ya no servirán de nada.
—¿Quiere decir...?
—Quiero decir que los hombres como yo son los que seguirán viviendo..., para que no se
pierda la raza. Le digo que estoy firmemente dispuesto a vivir. Y si no me equivoco, usted
también demostrará lo que vale y será como yo. No vamos a permitir que nos exterminen. Y
tampoco pienso dejar que me capturen, me domestiquen y me engorden como a un cerdo o
a una vaca. ¡Uf! ¡Esos malditos bichos que se arrastran!
—No querrá decir que...
—Sí. Yo viviré bajo sus pies. Ya lo tengo proyectado a la perfección. Estamos vencidos; no
sabemos lo suficiente. Debemos aprender para lograr otra oportunidad de triunfar. Y tenemos
que vivir y mantenernos independientes mientras aprendemos. ¿Comprende? Eso es lo que
ha de hacerse.
Lo miré con fijeza, lleno de asombro y profundamente conmovido por su resolución.
—¡Dios mío!—exclamé—. ¡Es usted todo un hombre!
Acto seguido le estreché la mano.
—¿Eh?—dijo él con los ojos relucientes—. Lo pensé bien, ¿eh?
—Prosiga usted.
—Pues bien, los que no quieran ser atrapados deben prepararse. Yo ya lo he hecho. Eso
sí, no todos nosotros tenemos lo que se necesita para ser bestias salvajes, y eso es lo que
hemos de ser. Por eso le estuve observando. Tuve mis dudas al verle tan delgado. Claro que
no sabía que era usted ni que había estado sepultado. Todos éstos, los que vivían en estas
casas, y todos los condenados dependientes de comercio, que vivían por allá, no sirven. No
tienen coraje, no sueñan ni ansían nada, y el que no tiene esas cosas, no vale un ardite.
»Todos ellos solían salir corriendo para el trabajo. He visto centenares de ellos, con el
desayuno en la mano, correr para tomar su tren por temor de llegar tarde al trabajo y perder
el empleo. Se dedicaban a negocios que nunca quisieron entender. Volvían corriendo a sus
casas por temor de no llegar a tiempo para la cena. Se quedaban en sus hogares después de
comer por temor a la oscuridad de las calles. Y dormían con sus esposas no porque las
quisieran, sino porque ellas tenían un poco de dinero, que les brindaba algo de seguridad en
sus miserables vidas. Vidas aseguradas por temor a la muerte y a los accidentes.
»Y los domingos..., el miedo al Más Allá. ¡Como si el infierno quisiera conejos! Pues bien,
los marcianos serán una bendición para ellos. Bonitas jaulas, bien aireadas; alimentos de
primera; nada de preocupaciones... Después de una semana de andar corriendo por los
campos sin nada que comer irán por su propia voluntad para que los capturen. Al cabo de un
tiempo estarán contentos y se preguntarán qué hacía la gente antes que los marcianos se
hicieran cargo de las cosas.
»Y los borrachos y los holgazanes..., ya me los imagino. Todos se volverán religiosos. Hay
centenares de cosas que he visto y que sólo en estos últimos días comencé a ver con
claridad. Muchos aceptarán las cosas como se presenten y otros se afligirán porque algo
anda mal y pensarán que es necesario hacer algo.
«Ahora bien, cuando las cosas se ponen de tal manera que muchas personas opinan que
deberían hacer algo, los débiles de carácter y los que se debilitan con mucho pensar siempre
inventan una especie de religión de brazos cruzados, muy pía y superior, y se someten a la
persecución y a la voluntad del Señor. Posiblemente lo haya visto usted. En esas jaulas
resonarán los himnos y los salmos. Y los menos simples contribuirán con un poco de...,
¿cómo se llama?... Erotismo.
Hizo una pausa.
—Es muy posible que los marcianos tengan preferidos entre ellos; que les enseñen a
hacer pruebas. ¿Quién sabe? Puede que se pongan sentimentales con algún muchachito
que se crió entre ellos y deba ser sacrificado. Y es posible que enseñen a algunos a
perseguirnos.
—No—exclamé—. ¡Eso es imposible! Ningún ser humano...
—¿De qué sirven esas mentiras?—me interrumpió el artillero—. Muchos hombres lo
harían con gusto. ¿De qué vale fingir que no es así?
Y yo sucumbí a su convicción.
—Si vienen a buscarme... ¡Dios! Si vienen a buscarme...
Calló para meditar con el ceño fruncido.
Me puse a pensar en lo que había dicho. No encontré argumentos para oponer a sus
afirmaciones. En los días anteriores a la invasión nadie habría puesto en duda mi
superioridad intelectual en comparación con la suya —yo, un conocido escritor de temas
filosóficos, y él, un soldado común—y, sin embargo, él ya había delineado una situación que
yo no alcanzaba a comprender del todo.
—¿Qué hace usted?—pregunté al poco—. ¿Qué planes tiene?
Vaciló un momento antes de contestarme.
—Verá usted—dijo al fin—. ¿Qué tenemos que hacer? Tenemos que inventar una clase
de vida en la que los hombres puedan medrar y multiplicarse y estén seguros de poder criar a
sus hijos. Sí... Espere un momento y le aclararé lo que pienso que puede hacerse. Los
mansos desaparecerán como las bestias mansas; en pocas generaciones serán gordos,
estarán bien cuidados... y servirán de alimento a los marcianos. El riesgo está en que los que
sigamos sueltos nos volvamos salvajes y degeneremos para convertirnos en una especie de
raza feroz... Verá usted, pienso vivir bajo tierra. He elegido las cloacas y los desagües. Claro
que los que no los conocen creen que son algo terrible; pero debajo de Londres hay miles y
miles de conductos, y en unos cuantos días de lluvia, estando la ciudad desocupada,
quedarán perfectamente limpios. Los caños principales son lo bastante grandes y aireados
para vivir. Además, están los sótanos, las bóvedas de los bancos y de las tiendas, y desde
ellos se pueden abrir pasajes hasta los caños. Y los túneles del ferrocarril y los del tren
subterráneo. ¿Eh? ¿Comprende? Formaremos una banda de hombres fuertes e inteligentes.
No aceptaremos a cualquiera que quiera unírsenos. A los débiles, los rechazaremos.
—¿Como pensaba hacer conmigo?
—Bueno..., por lo menos, parlamenté con usted, ¿no?
—No discutiremos el punto. Prosiga.
—Los que estén con nosotros deberán obedecer órdenes. También tendremos mujeres
sanas y fuertes; madres y maestras. Nada de damas delicadas y estúpidas. No queremos
débiles y tontos. La vida vuelve a ser vida verdadera y los inútiles y torpes deben
desaparecer. Deberían estar dispuestos a morir. Al fin y al cabo, sería desleal que siguieran
viviendo para contaminar la raza. Por otra parte, no podrían ser felices.
»Nos reuniremos en todos esos lugares. Nuestro distrito será Londres. Y hasta podremos
mantener una guardia y andar al descubierto cuando se alejen los marcianos. Es posible que
hasta podamos jugar al cricket. Así salvaremos la raza. ¿Eh? ¿No es posible? Pero eso de
salvar la raza no es nada. Como le dije, así seremos ratas solamente. Lo importante es que
salvemos nuestros conocimientos y los aumentemos. En eso intervendrán los hombres como
usted. Hay libros, modelos. Debemos hacer depósitos bien profundos y obtener todos los
libros que podamos; nada de novelas y estúpidas poesías, sino libros de ideas y de ciencia.
Iremos al Museo Británico a recoger esos volúmenes. En especial tendremos que conservar
nuestra ciencia y aprender más. Debemos observar a los marcianos. Algunos de nosotros
iremos como espías. Cuando esté todo en marcha es posible que vaya yo mismo y me deje
capturar. Y lo importante es que dejaremos en paz a los marcianos. Ni siquiera robaremos. Si
vemos que los molestamos en algo, nos iremos. Hay que demostrarles que no pensamos
hacerles daño. Sí, ya lo sé. Pero son inteligentes y nos cazarán si tienen todo lo que quieren
y nos consideran alimañas inofensivas.
El artillero hizo una pausa y puso una mano sobre mi brazo.
—Al fin y al cabo, quizá no sea tanto lo que tengamos que aprender antes de... Imagínese
esto: cuatro o cinco de sus máquinas de guerra se apartan de pronto; rayos calóricos a
derecha e izquierda y ni un marciano que los maneje. Ni un marciano, sino hombres;
hombres que han aprendido a hacerlo. Quizá sea en mi tiempo. ¡Qué agradable sería tener
una de esas máquinas y su rayo calórico! ¡Qué magnífico controlar eso! ¿Que importaría que
nos hicieran pedazos, al fin, si se pudiera liquidar a unos cuantos así? Entonces sí que
abrirían los ojos esos marcianos. ¿No se lo imagina usted? ¿No los ve ya arrastrándose
trabajosamente hacia sus otros aparatos? En todos ellos encontrarían algo descompuesto. Y
mientras estuvieran arreglando los desperfectos, ¡paf!, llega el rayo calórico y el hombre
vuelve a recobrar lo suyo.
Durante un rato dominó por completo mi mente la audacia imaginativa del individuo y el
tono de coraje y seguridad con que hablaba. Creí sin ninguna vacilación en su profecía del
destino humano y en la posibilidad de llevar a cabo su asombroso plan, y el lector que me
considere susceptible y tonto debe contrastar su posición, pensar en el tema poniéndose en
mi lugar e imaginarse a sí mismo, como me hallaba yo en aquellos momentos, acurrucado
entre los matorrales y lleno de aprensión.
De esta manera hablamos durante parte de la mañana, y algo más tarde, una vez que
hubimos comprobado que no había marcianos en los alrededores, corrimos precipitadamente
hacia la casa de Putney Hill, donde mi nuevo compañero había instalado su cubil. Era el
sótano del carbón, y cuando vi el trabajo que llevara a cabo en una semana—un túnel de sólo
diez metros de largo, con el que pensaba llegar hasta la cloaca principal de Putney Hill—tuve
mi primera sospecha sobre el abismo que había entre sus sueños y su capacidad para
llevarlos a cabo. Un pozo así podía yo haberlo cavado en un día. Pero creí en él lo suficiente
como para ayudarle a trabajar aquella mañana hasta pasado el mediodía.
Teníamos una carretilla y arrojábamos a la cocina la tierra extraída. Nos refrescamos con
una lata de sopa de tortuga y vino de la despensa vecina. En esta labor encontré el curioso
alivio de la impresión que me embargaba al encontrarme en un mundo tan extraño. Mientras
trabajábamos reflexioné largamente sobre sus proyectos y, al fin, comenzaron a presentarse
objeciones y dudas; pero seguí cavando allí toda la mañana, pues me alegraba tener de
nuevo algo definido que hacer.
Al cabo de una hora comencé a pensar en la distancia que debíamos cavar antes de llegar
a la cloaca y en la posibilidad que teníamos de no dar con ella. Mi objeción primera fue que
tuviéramos que cavar un túnel tan largo cuando era posible entrar en la cloaca de inmediato
por una de las tomas de la calle y excavar desde ella hacia la casa. También me pareció que
mi amigo había elegido mal la casa y que requería un túnel demasiado largo. Y cuando
empezaba a hacerme cargo de estos detalles, el artillero dejó la pala y me miró.
—Estamos trabajando bien—dijo—. Dejémoslo por un rato. Creo que ya es hora de ir a
explorar los alrededores desde el techo.
Yo era partidario de continuar, y tras ligera vacilación, él tomó de nuevo la pala. De pronto
se me ocurrió una idea e interrumpí mi labor. Él me imitó de inmediato.
—¿Por qué andaba caminando por el campo comunal en vez de estar aquí?—le pregunté.
—Estaba tomando aire—repuso—. Ya volvía. Es menos peligroso de noche.
—Pero ¿y el trabajo?
—Uno no puede trabajar siempre—dijo.
De inmediato lo vi tal cual era. Él titubeó un instante, con la pala en la mano.
—Ahora deberíamos hacer un reconocimiento desde arriba, pues si se acerca alguno de
ellos podría oír el ruido y tomarnos de sorpresa—manifestó.
Ya no me sentí dispuesto a objetar. Juntos fuimos al techo y nos paramos sobre una
escalera para espiar desde la puerta de la azotea. No se veía marciano alguno y nos
aventuramos a salir.
Desde el parapeto no podíamos ver casi nada de Putney debido a los matorrales; pero
dominábamos el río, que era una masa de hierba roja, y las partes más bajas de Lamberth,
completamente inundadas. La enredadera marciana subía por los árboles cercanos al viejo
palacio y las ramas muertas sobresalían por entre los rojos racimos. Resultaba extraño ver
cuan por entero dependían del agua aquellas plantas para propagarse. A nuestro alrededor
ninguna de las dos había logrado medrar.
Miramos hacia el norte, y al otro lado de Kensington vimos que se elevaban grandes
nubes de humo denso.
El artillero comenzó a hablarme de la clase de gente que aún quedaba en Londres.
—Una noche de la semana pasada algunos locos pusieron en funcionamiento las
centrales eléctricas. Toda la calle Regent y el Circus se iluminaron de repente y allí se
juntaron mujeres pintadas y hombres borrachos, que estuvieron bailando y gritando hasta el
amanecer.
»Me lo contó un hombre que estuvo allí y parece que al llegar el día vieron una máquina
guerrera parada cerca de Langham mirándolos. Dios sabe cuánto tiempo había estado allí.
Bajó por el camino hacia ellos y se apoderó de cerca de cien, que estaban demasiado
borrachos y asustados para huir.
¡Grotesco vislumbre de una época que ninguna historia llegará a describir completamente!
Después de esto, y en respuesta a mis preguntas, volvió a mencionar sus grandiosos
planes. En seguida se entusiasmó y habló con tanta elocuencia de la posibilidad de capturar
una máquina guerrera, que casi estuve a punto de volverle a creer. Pero ahora, que ya
comenzaba a entender su carácter, comprendí por qué insistía en que no se hiciera nada
precipitadamente. Y noté que ahora no era cuestión de que fuera él en persona quien
capturase o hiciera frente a la máquina.
Al cabo de un rato bajamos al sótano. Ninguno de los dos estaba dispuesto a continuar el
trabajo, y cuando él sugirió que comiéramos, acepté de buen grado. Mi compañero se tornó
de pronto muy generoso, y cuando hubimos comido se fue y volvió poco después trayendo
unos cigarros excelentes. Los encendimos, y su optimismo llegó al punto culminante.
Sentíase inclinado a considerar mi llegada como algo extraordinario.
—Hay champaña en el sótano—dijo.
—Podremos cavar mejor si seguimos tomando este vino—repuse.
—No. Hoy soy yo el anfitrión. Tomaremos champaña. ¡Dios santo! Bastante grande es la
tarea que nos espera. Descansemos y cobremos fuerzas mientras podamos. Mire las
ampollas que tengo en las manos.
Y continuando la idea de tomarnos un día de descanso, jugamos a las cartas después de
la comida. Me enseñó a jugar euchre, y después de dividir a Londres entre ambos,
quedándome yo con la parte del norte y él con la del sur, nos disputamos las distintas
parroquias. Por grotesco y alocado que parezca esto al sobrio lector, es la pura verdad, y lo
más extraordinario es que el juego me resultó en extremo interesante.
¡Cuan extraña es la mente del hombre! Estando nuestra especie al borde de la muerte o
de la peor de las degradaciones, sin perspectiva clara ante nosotros, salvo la de una muerte
espantosa, pudimos estar allí sentados, siguiendo los caprichos de los cartones pintados y
jugando con gran entusiasmo.
Después me enseñó a jugar al póquer y le gané luego tres partidas de ajedrez. Al llegar la
noche estábamos tan interesados, que decidimos correr el riesgo de encender una lámpara.
Cenamos al cabo de una serie interminable de partidas y el artillero terminó con el
champaña. Continuamos fumando los cigarros. Él no era ya el enérgico regenerador de su
especie que encontrara yo en la mañana. Seguía mostrándose optimista; mas era el suyo un
optimismo más reflexivo y menos dinámico. Recuerdo que terminó con un brindis a mi salud,
expresado en un discurso de poca variedad y muchos balbuceos. Tomé entonces un cigarro
y subí para ver las luces de que me había hablado, las que según él brillaban con matices
verdosos a lo largo de las colinas Highgate.
Al principio miré hacia el Valle de Londres con cierta sorpresa. Las colinas del norte
estaban envueltas en la mayor oscuridad; los fuegos próximos a Kensington relucían con
reflejos rojizos, y de cuando en cuando se elevaba una llamarada de color naranja, que
terminaba por perderse en el azul oscuro del cielo. Todo el resto de Londres estaba en
tinieblas. Luego, algo más cerca, percibí una luz extraña, un resplandor fosforescente de
color violeta pálido, que titilaba ante los impulsos de la brisa. Por un momento no pude
identificarlo y después comprendí que debía ser la hierba roja la que lo causaba.
Al darme cuenta de esto despertóse en mí de nuevo el sentido de la proporción. Miré
entonces hacia Marte, que brillaba en Occidente, y me volví luego para contemplar
largamente las tinieblas donde se hallaban Hampstead y Highgate.
Mucho tiempo estuve sobre la azotea pensando en los grotescos cambios que viera en
ese día. Recordé mis estados mentales, desde la plegaria de la medianoche hasta las
estúpidas partidas de naipes. Experimenté entonces una repugnancia súbita y recuerdo que
arrojé el cigarro con cierto simbolismo derrochador.
Comprendí en seguida la exageración de mi locura. Era un traidor para mi esposa y para
mi raza; me sentí lleno de remordimientos.
Tomé entonces la resolución de dejar al extraño e indisciplinado soñador de grandes
cosas a solas con su bebida y alimentos y entrar en Londres. Me pareció que allí tendría más
posibilidades de enterarme de lo que hacían los marcianos y mis semejantes. Todavía me
hallaba en la azotea cuando se elevó la luna en el cielo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario