13 - MI ENCUENTRO CON EL CURA
Después de esta súbita lección sobre el poder de las armas terrestres, los
marcianos se retiraron a su posición original del campo comunal de Horsell, y en su
apresuramiento, y cargados como iban con los restos de su compañero, dejaron de ver
a muchos hombres que se encontraban en la misma situación que yo.
Si hubieran dejado al gigante destruido y continuado su marcha hacia adelante, no
habrían encontrado entonces nada que les impidiera llegar hasta Londres y es seguro
que hubiesen llegado a la capital mucho antes que se enteraran de su proximidad.
Su ataque habría sido tan súbito y destructivo como lo fue el terremoto que asoló
Lisboa hace ya un siglo.
Mas no tenían prisa. Un cilindro seguía a otro en su viaje interplanetario; cada
veinticuatro horas recibían refuerzos. Y mientras tanto, las autoridades militares y
navales, conocedoras ya del terrible poder de sus enemigos, trabajaban con furiosa
energía. Cada minuto se instalaba un nuevo cañón, hasta que antes del anochecer
había uno detrás de cada seto, de cada fila de casas, de cada loma entre Kingston y
Richmond. Y en toda la extensión de la desolada área de veinte millas cuadradas que
rodeaba el campamento marciano de Horsell se arrastraban los exploradores con los
heliógrafos, que habrían de advertir a los artilleros la llegada del enemigo.
Pero los marcianos comprendían ahora que teníamos un arma potente y que era
peligroso acercarse a los humanos, y ni un solo hombre se aventuró a menos de
una milla de los cilindros sin pagar su osadía con la vida.
Parece que los gigantes pasaron la primera parte de la tarde yendo y viniendo de
un lado a otro para trasladar toda la carga del segundo y el tercer cilindro—que
estaban en Addlestone y en Pyrford—a su pozo original de Horsell. Allí, sobre los
brezos ennegrecidos y los edificios en ruinas, se hallaba un centinela de guardia,
mientras que los demás abandonaron sus enormes máquinas guerreras para
descender al pozo. Allí estuvieron trabajando hasta muy entrada la noche, y la
densa columna de humo verde que se levantaba del lugar pudo ser vista desde las
colinas de Merrow y aun desde Banstead y Epson Downs.
Y mientras los marcianos, a mi espalda, se preparaban así para su próximo
ataque, y frente a mí se aprestaba la humanidad para la defensa, fui avanzando con
gran trabajo en dirección a Londres.
Vi un botecillo abandonado que iba sin rumbo corriente abajo. Me quité casi todas
mis ropas, alcancé la embarcación y logré alejarme de esa manera. No tenía
remos, pero logré hacer avanzar el bote con las manos, poniendo rumbo a Halliford y
Walton. Este trabajo me resultaba muy tedioso y constantemente miraba hacia atrás.
Seguí río abajo porque consideré que el agua me brindaría la única oportunidad de
salvarme si volvían los gigantes.
El agua caliente corrió conmigo río abajo, de modo que por espacio de una milla
apenas si pude ver la costa. A pesar de todo, una vez alcancé a divisar una fila de
figuras negras que cruzaban corriendo la campiña desde Weybridge.
Al parecer, Halliford estaba desierto y varias de las casas que daban al río eran
presa de las llamas. Poco más adelante, los cañaverales de la costa humeaban
y ardían y una línea de fuego avanzaba por un campo de heno.
Durante largo tiempo me dejé llevar por la corriente, pues no me fue posible hacer
esfuerzo alguno a causa del agotamiento que me dominaba. Luego me embargó de
nuevo el temor y renové la tarea de impulsar el bote con las manos. El sol me
quemaba la espalda desnuda. Al fin, cuando avisté el puente de Walton al otro
lado de la curva, quedé completamente exhausto y desembarqué en la orilla de
Middlesex, tendiéndome entre las altas hierbas. Creo que serían las cuatro o las
cinco de la tarde. Me levanté al fin, y caminé por espacio de media milla sin encontrar
a nadie, y me tendí de nuevo a la sombra de un seto.
Creo recordar que durante esa caminata estuve hablando conmigo mismo sin saber
qué decía. También sentía mucha sed y lamenté no haber bebido más agua. Lo
curioso es que me sentí furioso contra mi esposa; no sé por qué causa, pero mi
impotente deseo de llegar a Leatherhead me preocupaba en exceso.
No recuerdo claramente la llegada del cura. Quizá me quedé dormido. Lo que
sé es que le vi allí sentado con la vista fija en los resplandores que iluminaban el
cielo.
Me senté y mi movimiento atrajo su atención.
—¿Tiene agua?—le pregunté.
Negó con la cabeza.
—Hace una hora que pide usted agua—me dijo.
Por un momento guardamos silencio mientras nos contemplábamos. Me figuro
que habrá visto en mí a un ser muy extraño. No tenía otra ropa que los pantalones
y calcetines; mi espalda estaba enrojecida por el sol, y mi cara ennegrecida por
el humo.
Él, por su parte, parecía hombre de carácter muy débil a juzgar por su barbilla
hundida y sus ojos de un azul pálido incapaces de mirar de frente. Habló de pronto,
volviendo la vista hacia otro lado.
—¿Qué significa esto?—dijo—. ¿Qué significa?
Le miré sin responderle.
Él extendió una mano blanca y delgada y dijo en tono quejoso:
—¿Por qué se permiten estas cosas? ¿Qué pecados hemos cometido? Había
terminado el servicio de la mañana, iba yo caminando por el camino para aclararme
las ideas, cuando ocurrió todo esto. ¡Fuego, terremoto, muerte! Como si estuviéramos
en Sodoma y Gomorra. Deshechas todas nuestras obras... ¿Qué son estos
marcianos?
—¿Qué somos nosotros?—repliqué aclarándome la garganta.
Él se tomó las rodillas con las manos y volvióse para mirarme de nuevo. Durante
medio minuto nos contemplamos en silencio.
—Iba caminando para aclarar mis ideas—dijo—. De pronto..., ¡fuego, terremoto,
muerte!
Volvió a callar, bajando la cabeza casi hasta las rodillas.
Poco después agitó una mano.
—Todas las obras..., las escuelas dominicales. ¿Qué hemos hecho? ¿Qué hizo
Weybridge? Todo destruido. ¡La iglesia! La reconstruimos hace apenas tres años.
¡Desaparecida! ¡Aplastada! ¿Por qué?
Otra pausa y volvió a hablar como si hubiera enloquecido.
—¡El humo de su fuego se eleva por siempre jamás! —gritó.
Refulgieron sus ojos y señaló hacia Weybridge con el dedo.
Para ese entonces ya me había dado cuenta de lo que le ocurría. Evidentemente,
era un fugitivo de Weybridge, y la tremenda tragedia en la que se viera envuelto
habíale privado, en parte, de la razón.
—¿Estamos lejos de Sunbury?—le pregunté en el tono más natural posible.
—¿Qué podemos hacer?—dijo él—. ¿Están en todas partes esos monstruos? ¿Es
que la Tierra les pertenece ahora?
—¿Estamos lejos de Sunbury?
—Esta misma mañana celebré una misa...
—Las cosas han cambiado—le dije en tono sereno—. No debemos perder la
cabeza. Todavía quedan esperanzas.
—¡Esperanzas!
—Sí, y muchas..., a pesar de toda esta destrucción.
Comencé a explicarle mi punto de vista respecto a nuestra situación. Al
principio me escuchó; mas a medida que yo continuaba, sus ojos volvieron a tornarse
opacos y apartó la vista.
—Esto debe ser el principio del fin—dijo interrumpiéndome—. ¡El fin! ¡El día terrible
del Señor! Cuando los hombres pidan a las montañas y las rocas que les caigan
encima y les oculten para no ver el rostro de Él, que estará sentado sobre su trono.
Cesé entonces en mis laboriosos razonamientos, me puse de pie y, parado junto
a él, le apoyé una mano sobre el hombro.
—Sea hombre—le dije—. El miedo le hace desvariar. ¿De qué sirve la religión si
deja de existir ante las calamidades? Piense en lo que ya hicieron a los hombres los
terremotos, inundaciones, guerras y volcanes. ¿Creía usted que Dios había
exceptuado a Weybridge?... ¡Vamos, hombre, Dios no es un agente de seguros!
Por un rato estuvimos callados.
—¿Pero cómo podemos escapar?—me preguntó él de pronto—. Son invulnerables,
no conocen la piedad...
—Ni lo uno ni quizá lo otro—repuse—. Y cuanto más poderosos sean, más sensatos
y precavidos debemos ser nosotros. Hace menos de tres horas lograron matar
auno de ellos no muy lejos de aquí.
—¿Lo mataron?—exclamó mirando a su alrededor—. ¿Cómo es posible que se
pueda matar a un enviado del Señor?
—Yo mismo lo vi—manifesté, y le narré el incidente—. Nosotros nos encontramos
en lo peor de la batalla, eso es todo.
—¿Qué son esos destellos en el cielo?—me preguntó de pronto.
Le expliqué que era un heliógrafo, que hacía señales.
—Estamos en el centro de las actividades bélicas, aunque esté todo tan tranquilo—
manifesté—. Ese destello en el cielo indica que se aproxima una batalla. De aquella
parte están los marcianos y hacia el lado de Londres, donde se levantan las colinas
alrededor de Richmond y Kinston, están cavando trincheras y formando terraplenes que
sirvan de parapeto a los cañones y las tropas. Dentro de poco volverán por aquí los
marcianos...
Mientras hablaba yo así, el cura se levantó de un salto y me interrumpió con un
ademán.
—¡Escuche!—dijo.
Desde el otro lado de las colinas, más allá del agua, nos llegó el estampido
apagado de los cañones distantes y gritos apenas audibles.
Luego reinó el silencio. Un escarabajo pasó zumbando sobre el seto y siguió su vuelo.
En el oeste veíase la luna, que brillaba débilmente sobre el humo procedente de
Weybridge y Shepperton.
—Será mejor que sigamos este sendero hacia el norte —dije.
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