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jueves, 14 de octubre de 2010

LA GUERRA DE LOS MUNDOS - LIBRO 1 - PARTE 9


9 - COMIENZA LA LUCHA
El sábado ha quedado grabado en mi memoria como un día de incertidumbre. Fue
también una jornada calurosa y pesada y el termómetro fluctuó constantemente.
Yo había dormido poco, aunque mi esposa logró descansar bien. Por la mañana me
levanté muy temprano. Salí al jardín antes de desayunar y me quedé escuchando,
pero del lado del campo comunal no se oía nada más que el canto de una alondra.
El lechero llegó como de costumbre. Oí el estrépito de su carro y fui hacia la puerta
lateral para pedirle las últimas noticias. Me informó que durante la noche los marcianos
habían sido rodeados por las tropas y que se esperaban cañones.
En ese momento oí algo que me tranquilizó. Era el tren que iba hacia Woking.
—No los van a matar si pueden evitarlo—dijo el lechero.
Vi a mi vecino que estaba trabajando en su jardín y charlé con él durante un rato.
Después fui a desayunar. Aquella mañana no ocurrió nada excepcional. Mi vecino
opinaba que las tropas podrían capturar o destruir a los marcianos durante el
transcurso del día.
—Es una pena que no quieran tratos con nosotros —observó—. Sería interesante
saber cómo viven en otro planeta. Quizá aprenderíamos algunas cosas.
Acercóse a la cerca y me dio un puñado de fresas. Al mismo tiempo me contó que
se había incendiado el bosque de pinos próximo al campo de golf de Byfleet.
—Dicen que ha caído allí otro de los condenados proyectiles. Es el número dos. Pero
con uno basta y sobra. Esto le costará mucho dinero a las compañías de seguros.
Rió jovialmente al decir esto y agregó que el bosque estaba todavía en llamas.
—El terreno estará muy caliente durante varios días debido a las agujas de pino—
agregó. Se puso serio, y luego dijo—: ¡Pobre Ogilvy!
Después del desayuno decidí ir hasta el campo comunal. Bajo el puente ferroviario
encontré a un grupo de soldados del Cuerpo de Zapadores, que lucían gorros pequeños,
sucias chaquetillas rojas, camisas azules, pantalones oscuros y botas de media caña.
Me dijeron que no se permitía pasar al otro lado del canal, y al mirar hacia el puente
vi a uno de los soldados del Regimiento de Cardigan que montaba allí la guardia.
Durante un rato estuve conversando con estos hombres y les conté que la noche
anterior había visto a los marcianos. Ellos tenían ideas muy vagas acerca de los
visitantes, de modo que me interrogaron con vivo interés. Dijeron que ignoraban quién
había autorizado la movilización de las tropas; opinaban que se había producido una
disputa al respecto en los Guardias Montados. El zapador ordinario es mucho más
culto que el soldado común y comentaron las posibilidades de la lucha en perspectiva
con bastante justeza. Les describí el rayo calórico y comenzaron a discutir entre ellos.
—Lo mejor sería arrastrarnos hasta encontrar refugio y tirotearlos—expresó uno.
—¡Bah!—dijo otro—. ¿Cómo se puede encontrar refugio contra ese calor? ¡Si te
cocinan! Lo que hay que hacer es llegar lo más cerca posible y cavar una trinchera.
—¡Tú y tus trincheras! Siempre las quieres. Ni que fueras un conejo.
—¿Es verdad que no tienen cuello?—dijo de pronto un tercero.
Repetí la descripción que hiciera un momento antes.
—Octopus—dijo él—. Así que esta vez tendremos que pelear con peces.
—No es un crimen matar bestias así—manifestó el que hablara primero.
—¿Por qué no los cañonean de una vez y terminan con ellos?—preguntó otro—. No se
sabe lo que son capaces de hacer.
—¿Y dónde están las balas? No hay tiempo. Creo que deberíamos atacarlos ahora
sin perder ni un minuto.
Así continuaron discutiendo. Al cabo de un rato me alejé de ellos y fui a la estación
para buscar tantos diarios matutinos como hubiera.
Mas no fatigaré al lector con una descripción de aquella mañana tan larga y de la
tarde, más larga aún. No logré ver el campo comunal, pues incluso las torres de las
iglesias de Horsell y Chobham estaban ocupadas por las autoridades militares. Los
soldados con quienes hablé no sabían nada: los oficiales estaban muy ocupados y no
quisieron darme informes. La gente del pueblo se sentía nuevamente segura ante la
presencia del ejército, y por primera vez me enteré de que el hijo del cigarrero Marshall
era uno de los muertos en el campo. Los soldados habían obligado a los que vivían en
las afueras de Horsell a cerrar sus casas y salir de ellas.
Volví a casa alrededor de las dos. Estaba muy cansado, pues, como ya he dicho,
el día era muy caluroso y pesado, y por la tarde me refresqué con un baño frío.
Alrededor de las cuatro y media fui a la estación para adquirir un diario vespertino, pues
los de la mañana habían publicado una descripción muy poco detallada de la muerte
de Stent, Henderson, Ogilvy y los otros. Pero no encontré en ellos nada que no
supiera.
Los marcianos no se mostraron para nada. Parecían muy ocupados en su pozo y se
oía el resonar de los martillazos, mientras que las columnas de humo eran constantes.
Aparentemente, estaban preparándose para una lucha.
«Se han hecho nuevas tentativas de comunicarse con ellos, mas no se obtuvo el
menor éxito», era la fórmula empleada por los diarios.
Un zapador me dijo que las señales las hacía un soldado ubicado en una zanja con una
bandera atada a una vara muy larga. Los marcianos le prestaron tanta atención como
la que prestaríamos nosotros a los mugidos de una vaca.
Debo confesar que la vista de todo este armamento y de los preparativos me excitó
en extremo. Me torné beligerante y en mi indignación derroté a los invasores de
diversas maneras. Volvieron a mí parte de los sueños de batalla y heroísmo que tuviera
durante mi niñez. En esos momentos me pareció una batalla desigual. Los marcianos
daban la impresión de encontrarse totalmente indefensos en su pozo.
Alrededor de las tres comenzaron a oírse las detonaciones de un cañón que estaba en
Chertsey o Addlestone. Me enteré de que estaban cañoneando el bosque de pinos
donde había caído el segundo cilindro, pues deseaban destruirlo antes que se
abriera. Mas eran ya las cinco cuando llegó a Chobham el cañón que habría de usarse
contra el primer grupo de marcianos.
A eso de las seis, cuando estaba tomando el té con mi esposa en la glorieta y
hablaba con entusiasmo acerca de la batalla que se libraba a nuestro alrededor, oí una
detonación ahogada procedente del campo comunal. A esto siguió una descarga
cerrada. Luego se oyó un estruendo violentísimo muy cerca de nosotros y tembló la
tierra a nuestros pies. Vi entonces que las copas de los árboles que rodeaban el
colegio «Oriental» estallaban en llamas rojas, mientras que el campanario de la iglesia
se desmoronaba hecho una ruina.
La parte superior de la torre había desaparecido y los techos del colegio daban la
impresión de haber sido víctimas de una bomba de cien toneladas. Se resquebrajó una
de nuestras chimeneas como si le hubieran dado un cañonazo, y un trozo de la misma
cayó abajo arruinando un macizo de flores que había junto a la ventana de mi estudio.
Mi esposa y yo nos quedamos anonadados. Después me hice cargo de que la
cumbre de Maybury Hill debía estar al alcance del rayo calórico ahora que no estaba
el edificio del colegio en su camino.
Al comprender esto tomé a mi esposa del brazo y sin la menor ceremonia la llevé al
camino. Después llamé a la criada, diciéndole que yo mismo iría arriba a buscar el
cofre que tanto pedía.
—No podemos quedarnos aquí—exclamé, y en ese mismo momento se reanudaron
los disparos en el campo comunal.
—¿Pero dónde podemos ir?—preguntó mi esposa llena de terror.
Por un instante estuve perplejo. Luego recordé a nuestros primos de Leatherhead.
—¡Leatherhead!—grité por sobre el tronar lejano del cañón.
Ella miró hacia la parte inferior de la cuesta. La gente salía de sus casas para ver
qué pasaba.
—¿Y cómo vamos a llegar a Leatherhead?—preguntó.
Colina abajo vi a un grupo de húsares que pasaba por debajo del puente
ferroviario. Tres galoparon por los portales abiertos del colegio «Oriente»; otros dos
desmontaron para correr de casa en casa.
El sol que brillaba a través de las columnas de humo que se alzaban sobre los
árboles parecía de color rojo sangre e iluminaba todo con una luz extraña.
—Quédate aquí—dije a mi esposa—. Por ahora estarás a salvo.
Partí en seguida hacia el «Perro Manchado», pues sabía que el posadero tenía un
coche y un caballo. Eché a correr al darme cuenta de que en un momento
comenzarían a trasladarse todos los que se hallaran en ese lado de la colina.
Hallé al hombre en su granero y vi que no se había hecho cargo de lo que pasaba
detrás de su casa. Con él estaba otro hombre, que me daba la espalda.
—Tendrá que darme una libra—decía el posadero—. Y yo no tengo a nadie que lo
lleve.
—Yo le daré dos—dije por encima del hombro del desconocido.
—¿A cambio de qué?
—Y lo traeré de vuelta para medianoche—agregué.
—¡Caramba!—exclamó el posadero—. ¿Qué apuro tiene? Estoy vendiendo mi cerdo.
¿Dos libras y me lo trae de vuelta? ¿Qué pasa aquí?
Le expliqué apresuradamente que debía irme de mi casa y así obtuve el vehículo en
alquiler. En ese momento no me pareció tan importante que el posadero se fuera de la
suya. Me aseguré de que me diera el coche sin más demora, y dejándolo a cargo de
mi esposa y de la criada, corrí al interior de la casa para empacar algunos objetos de
valor que teníamos.
Las hayas de la zona comenzaron a arder mientras me ocupaba yo de esto y las
cercanas del camino quedaron iluminadas por una luz rojiza. Uno de los húsares llegó
entonces a la casa para advertirnos que nos fuéramos. Estaba por seguir su camino
cuando salí yo con mis tesoros envueltos en un mantel.
—¿Qué novedades hay?—le grité.
Se volvió entonces para contestarme algo respecto a que «salen de una cosa
que parece la tapa de una fuente», y continuó su camino hacia la puerta de la casa
situada en la cima. Una nube de humo negro que cruzó el camino lo ocultó por un
instante. Yo corrí hasta la puerta de mi vecino y llamé para convencerme de lo que ya
sabía. Él y su esposa habían partido para Londres, cerrando la casa hasta su vuelta.
Volví a entrar para buscar el cofre de la criada, lo cargué en la parte trasera del
coche y salté luego al pescante. Un momento más tarde dejábamos atrás el humo y el
desorden y descendíamos por la ladera opuesta de Maybury Hill en dirección a Old
Woldng.
Frente a nosotros se veía el paisaje tranquilo e iluminado por el sol; a ambos lados
estaba la campiña sembrada de trigo y la hostería Maybury con su cartel sobre la
puerta. En la parte inferior de la cuesta me volví para mirar lo que dejábamos atrás.
Espesas columnas de humo y llamas se alzaban en el aire tranquilo proyectando
sombras oscuras sobre los árboles del este. El humo se extendía ya hacia el este y el
oeste. El camino estaba salpicado de gente que corría hacia nosotros. Y muy
levemente oímos el repiqueteo de las ametralladoras, que al final callaron. También nos
llegaron las detonaciones intermitentes de los fusiles. Al parecer, los marcianos
incendiaban todo lo que había dentro del alcance del rayo calórico.
No soy muy experto en guiar caballos y tuve que prestar atención al camino.
Cuando volví a mirar hacia atrás, la segunda colina había ocultado ya el humo negro.
Castigué al equino con el látigo y aflojé las riendas hasta que Woking y Send quedaron
entre nosotros y el campo de batalla. Entre ambas poblaciones alcancé y pasé al
doctor.

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