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jueves, 14 de octubre de 2010

LA GUERRA DE LOS MUNDOS - LIBRO 1 - PARTE 12



12 - LA DESTRUCCIÓN DE WEYBRIDGE Y SHEPPERTON
Al acrecentarse la luz del día nos alejamos de la ventana, desde la que habíamos
observado a los marcianos, y descendimos a la planta baja.
El artillero concordó conmigo que no era conveniente permanecer en la casa. Tenía
pensado seguir viaje hacia Londres y unirse de nuevo a su batería, que era la número
doce de la Artillería Montada. Por mi parte, yo me proponía regresar de inmediato a
Leatherhead, y tanto me había impresionado el poder destructivo de los marcianos, que
decidí llevar a mi esposa a Newhaven y salir con ella del país. Ya me daba cuenta de
que la región cercana a Londres debía ser por fuerza el escenario de una guerra
desastrosa antes que se pudiera terminar con los monstruos.
Pero entre nosotros y Leatherhead se hallaba el tercer cilindro con los gigantes
que lo guardaban. De haber estado solo creo que hubiera corrido el riesgo de cruzar
por allí. Pero el artillero me disuadió.
—No estaría bien que dejara viuda a su esposa—me dijo.
Al fin accedí a ir con él por entre los bosques hasta Street Chobham, donde nos
separaríamos. Desde allí trataría yo de dar un rodeo por Epsom hasta llegar a
Leatherhead.
Debí haber partido en seguida; pero mi compañero era hombre ducho en esas cosas y
me hizo buscar un frasco, que llenó de whisky. Después nos llenamos los bolsillos con
bizcochos y trozos de carne.
Salimos al fin de la casa y corrimos lo más rápidamente posible por el camino por el
que viniera yo durante la noche. Las casas parecían abandonadas. En el camino vimos
un grupo de tres cadáveres carbonizados por el rayo calórico y aquí y allá
encontramos cosas que había dejado caer la gente en su huida: un reloj, una chinela,
una cuchara de plata y otros objetos por el estilo. En la esquina del correo había un
carrito con una rueda rota y cargado de cajas y muebles. Entre los restos descubrimos
una caja para guardar dinero que había sido forzada.
Excepción hecha del orfanato, que todavía estaba quemándose, ninguna de las casas
había sufrido mucho en esa parte. El rayo calórico había tocado la parte superior de las
chimeneas y pasado de largo. Pero, salvo nosotros, no parecía haber un alma viviente
en Maybury Hill. La mayoría de los habitantes habían huido o estaban ocultos.
Descendimos por el sendero, pasando junto al cuerpo del hombre vestido de negro y
empapado ahora a causa de la lluvia de la noche. Al fin entramos en el bosque al pie
de la cuesta. Por allí avanzamos hasta el ferrocarril sin encontrar a nadie. El bosque del
otro lado de los rieles estaba en ruinas: la mayoría de los árboles habían caído, aunque
aún quedaban algunos que elevaban hacia el cielo sus troncos desnudos y
ennegrecidos.
Por nuestro lado, el fuego no había hecho más que chamuscar los árboles más
próximos sin extenderse mucho. En un sitio vimos que los leñadores habían estado
trabajando el sábado; en un claro había troncos aserrados formando pilas, así como
también una sierra con su máquina de vapor. No muy lejos se veía una choza
improvisada.
No soplaba viento aquella mañana y reinaba un silencio extraordinario. Hasta los
pájaros callaban, y nosotros, al avanzar, hablábamos en voz muy baja, mirando a cada
momento sobre nuestros hombros. Una o dos veces nos detuvimos para escuchar.
Al cabo de un tiempo nos acercamos al camino y oímos ruido de cascos. Vimos
entonces por entre los árboles a tres soldados de caballería que cabalgaban
lentamente hacia Woking. Los llamamos y se detuvieron para esperarnos. Eran un
teniente y dos reclutas del octavo de húsares, que llevaban un heliógrafo.
—Son ustedes los primeros hombres que vemos por aquí esta mañana—expresó
el teniente—. ¿Qué pasa?
Su voz y su expresión denotaban entusiasmo. Los dos soldados miraban con
curiosidad. El artillero saltó al camino y se cuadró militarmente.
—Anoche quedó destruido nuestro cañón, señor. Yo me estuve ocultando y ahora
iba en busca de mi batería. Creo que avistará a los marcianos a media milla de
aquí.
—¿Qué aspecto tienen?—inquirió el teniente.
—Son gigantes con armaduras, señor. Miden treinta metros; tienen tres patas y un
cuerpo como de aluminio, con una gran cabeza cubierta por una especie de
capuchón.
—¡Vamos, vamos!—exclamó el oficial—. ¡Qué tontería!
—Ya verá usted, señor. Llevan una caja que dispara fuego y mata a todo el
mundo.
—¿Un arma de fuego?
—No, señor—repuso el artillero, y describió vividamente el rayo calórico.
El teniente le interrumpió en mitad de su explicación y me dirigió una mirada. Yo
me hallaba todavía a un costado del camino.
—¿Lo vio usted?—me preguntó el oficial.
—Es la verdad—contesté.
—Bien, supongo que también tendré que verlo yo —volvióse hacia el artillero—:
Nosotros tenemos orden de hacer salir a la gente de sus casas. Siga usted su
camino y preséntese al brigadier general Marvin. Dígale a él todo lo que sabe. Está
en Weybridge. ¿Conoce el camino?
—Lo conozco yo—intervine. Él volvió de nuevo su caballo hacia el sur. —¿Media
milla dijo?—preguntó. —Más o menos—le indiqué hacia el sur con la mano.
Él me dio las gracias, partió con sus soldados y no volvimos a verlos más.
Algo más adelante nos encontramos en el camino con un grupo de tres mujeres y
dos niños, que estaban desocupando una casucha. Habíanse provisto de un carrito
de mano y lo cargaban con toda clase de atados y muebles viejos. Estaban
demasiado atareados para dirigirnos la palabra cuando pasamos.
Cerca de la estación Byfleet salimos de entre los pinos y vimos que reinaba la
calma en la campiña. Estábamos muy lejos del alcance del rayo calórico, y de no
haber sido por las casas abandonadas y el grupo de soldados de pie en el puente
ferroviario, el día nos habría parecido corno cualquier otro domingo.
Varios carros avanzaban rechinantes por el camino de Addlestone, y de pronto
vimos por un portón que daba a un campo seis cañones de doce libras situados a
igual distancia uno de otro y apuntando hacia Woking. Los artilleros estaban
esperando junto a los cañones y los carros de municiones se hallaban a poca
distancia de ellos. —Así me gusta—dije—. Por lo menos, harán blanco una vez. El
artillero se paró un momento junto al portón.
—Seguiré viaje—dijo.
Más adelante, en camino hacia Weybridge y al otro lado del puente, había un
número de reclutas que estaban haciendo un largo terraplén, tras del cual vimos más
cañones.
—Arcos y flechas contra el rayo—comentó el artillero—. Todavía no he visto ese
rayo de fuego.
Los oficiales que no estaban ocupados miraban hacia el sur con atención y los
soldados interrumpían a veces su labor para mirar en la misma dirección.
En Byfleet reinaba el mayor desorden. La gente empacaba sus efectos, y una
veintena de húsares, algunos desmontados y otros a caballo, llamaban a las puertas
para advertir a todos que desocuparan sus casas. En la calle de la villa estaban
cargando tres o cuatro carretones del gobierno y un viejo ómnibus, así como también
otros vehículos. Había mucha gente y la mayor parte vestía sus ropas domingueras.
A los soldados les costaba mucho hacerles comprender la gravedad de la situación.
Vimos a un anciano con una enorme caja y una veintena o más de tiestos de
orquídeas. El viejo reñía al cabo que se negaba a cargar sus tesoros. Yo me detuve
y le tomé del brazo.
—¿Sabe lo que hay allá?—le dije indicando hacia los pinos que ocultaban a los
marcianos.
—¿Eh?—exclamó volviéndose—. Estaba explicando al cabo que estas flores son
valiosas. —¡La muerte!—le grité—. ¡Llega la muerte! ¡La muerte! Y dejándole que lo
entendiera, si le era posible, seguí tras del artillero. Al llegar a la esquina volví la
cabeza. El soldado habíase apartado y el anciano seguía junto a sus orquídeas,
mientras que miraba perplejo hacia los árboles.
En Weybridge nadie pudo decirnos dónde estaba el cuartel general. En el pueblo
reinaba la mayor confusión. Por todas partes se veían vehículos de lo más variados.
Los habitantes del lugar empacaban sus cosas con la ayuda de la gente del río.
Mientras tanto, el vicario celebraba una misa temprana y su campana se hacía oír
a cada momento.
El artillero y yo nos sentamos junto a la fuente y comimos lo que llevábamos
encima. Patrullas de granaderos vestidos de blanco advertían al pueblo que se
fueran o se refugiaran en sus sótanos tan pronto como comenzaran los disparos.
Al cruzar el puente ferroviario vimos que se había reunido gran cantidad de
personas en la estación y sus alrededores y el andén estaba atestado de cajas y
paquetes. Creo que se había detenido el tránsito ordinario de trenes para dar paso a
las tropas y cañones de Chertsey. Después me enteré que se libró una verdadera
batalla para conseguir entrar en los trenes especiales que salieron algo más tarde.
Nos quedamos en Weybridge hasta el mediodía y a esa hora nos encontramos en
el lugar próximo a Shepperton Lock, donde se unen el Wey y el Támesis. Parte del
tiempo lo pasamos ayudando a dos ancianas a cargar un carro de mano.
La desembocadura del Wey es triple y en ese punto se pueden alquilar
embarcaciones. Además, había un transbordador al otro lado del río. Sobre la
margen que da a Shepperton había una posada, y algo más allá se elevaba la torre
de la iglesia de Shepperton.
Allí encontramos una ruidosa multitud de fugitivos. La huida no se había convertido
todavía en pánico; pero vimos ya mucha más gente de la que podía cruzar en las
embarcaciones. Muchos llegaban cargados con pesados fardos; hasta vimos a un
matrimonio llevando entre ambos la puerta de un excusado en la que habían apilado
sus posesiones. Un hombre nos dijo que pensaba irse desde la estación Shepperton.
Oíanse muchos gritos y algunos hasta bromeaban. Todos parecían tener la idea
de que los marcianos eran simplemente seres humanos formidables que podrían
atacar y saquear la población, pero que al fin serían exterminados. A cada momento
miraban algunos hacia la campiña de Chertsey, pero por ese lado reinaba la calma.
Al otro lado del Támesis, excepto en los lugares donde llegaban las embarcaciones,
todo estaba tranquilo, lo cual contrastaba con la margen de Surrey. Los que
desembarcaban allí se iban andando por el camino. El transbordador acababa de
hacer uno de sus viajes. Tres soldados se hallaban en el prado bromeando con los
fugitivos sin ofrecerles la menor ayuda. La hostería estaba cerrada debido a la hora.
—¿Qué es eso?—gritó de pronto un botero.
En ese momento se repitió el sonido procedente de Chertsey. Era el estampido
lejano de un cañonazo.
Comenzaba la lucha. Casi inmediatamente empezaron a disparar una tras otra las
baterías ocultas detrás de los árboles. Una mujer lanzó un grito y todos se inmovilizaron
ante la iniciación de las hostilidades. No se veía nada, salvo la campiña y las vacas que
pastaban en las cercanías.
—Los soldados los detendrán—expresó en tono dubitativo una mujer que se hallaba
próxima a mí.
Sobre los árboles se elevaba una especie de neblina.
De pronto vimos una gran columna de humo hacia la parte superior del río, e
inmediatamente tembló el suelo a nuestros pies y se oyó una terrible explosión, cuyas
vibraciones hicieron añicos dos o tres ventanas de las casas vecinas.
—¡Allí están!—gritó un hombre de azul—. ¡Allá! ¿No los ven?
Aparecieron uno tras otro cuatro marcianos con sus armaduras, al otro lado de los
árboles que bordeaban el prado de Chertsey. Iban caminando rápidamente hacia el río.
Al principio parecían figuras pequeñas que avanzaban con paso bamboleante y tan
raudo como el vuelo de un pájaro.
Luego apareció el quinto, que avanzaba en línea oblicua hacia nosotros. Sus
gigantescos cuerpos relucían a la luz del sol al avanzar hacia los cañones, tornándose
cada vez más grandes a medida que se aproximaban. El más lejano blandía una enorme
caja, y el espantoso rayo calórico, que ya viera yo en acción el viernes por la noche,
partió hacia Chertsey y dio de lleno en la villa.
Al ver aquellas criaturas extrañas y terribles, la multitud que se encontraba a orillas del
agua quedóse paralizada de horror. Por un momento reinó el silencio. Después se oyó
un ronco murmullo y un movimiento de pies, así como un chapoteo en el agua. Un
hombre, demasiado asustado para soltar el bulto que llevaba, se volvió y me hizo temblar
al golpearme con su carga. Una mujer me dio un empellón y pasó corriendo por mi lado.
Yo también me volví con todos, mas no era tan grande mi terror como para impedirme
pensar. Tenía en cuenta el mortífero rayo calórico. La solución era meterse bajo el agua.
—¡Al agua!—grité sin que me prestaran atención. Me volví de nuevo y eché a correr
hacia el marciano que se aproximaba y me arrojé al agua. Otros hicieron lo mismo.
Todo el pasaje de una embarcación que volvía saltó hacia nosotros cuando pasé yo
corriendo. Las piedras a mis pies eran muy resbaladizas y el río estaba tan bajo que
corrí por espacio de seis metros sin hundirme más que hasta la cintura.
Luego, cuando el marciano se hallaba apenas a doscientos metros de distancia, me
introduje bajo la superficie. En mis oídos resonaron como truenos los chapoteos de los
otros que se lanzaron al río desde ambas orillas.
Pero el monstruo marciano nos prestó entonces tanta atención como la que hubiera
otorgado un hombre a las hormigas del hormiguero cuyo pie ha destrozado. Cuando volví
a sacar la cabeza del agua, el capuchón del gigante mecánico apuntaba hacia las
baterías, que continuaban haciendo fuego desde el otro lado del río, y al avanzar puso en
funcionamiento lo que debe haber sido el generador del rayo calórico.
Un momento después estaba en la orilla y de un paso salvó la mitad de la anchura
del río. Las rodillas de sus dos patas delanteras se doblaron en la otra margen y
después se volvió a erguir en toda su estatura, cerca ya de la villa de Shepperton.
Entonces dispararon simultáneamente los seis cañones que estaban ocultos tras los
últimos edificios de la aldea.
Las súbitas detonaciones casi paralizaron mi corazón. El monstruo levantaba ya la
caja del rayo calórico cuando la primera granada estalló seis metros más arriba del
capuchón.
Lancé un grito de asombro. Vi a los otros marcianos, mas no les presté atención. Lo
que me interesaba era el incidente más próximo. Simultáneamente estallaron otras dos
granadas cerca del cuerpo en el momento en que el capuchón se volvía para ver la
cuarta granada, que no pudo esquivar.
El proyectil hizo explosión en la misma cara del monstruo. El capuchón pareció
hincharse y voló en numerosos fragmentos de carne roja y metal reluciente.
—¡Hizo blanco!—grité yo con entusiasmo.
Oí los gritos de júbilo de los que me rodeaban y en ese momento hubiera
saltado del agua a causa de la alegría.
El coloso decapitado se tambaleó como un gigante ebrio, mas no cayó. Por
milagro recobró el equilibrio y, sin saber ya por dónde iba, avanzó rápidamente hacia
Shepperton con la caja del rayo calórico sostenida en alto.
La inteligencia viviente, el marciano que ocupaba el capuchón, estaba muerto y
hecho trizas, y el monstruo no era ahora más que un complicado aparato de metal
que iba hacia su destrucción. Adelantóse en línea recta, incapaz de guiarse; tropezó
con la torre de la iglesia, derribándola con la fuerza de su impulso; se desvió a un
costado, siguió andando y cayó, al fin, con tremendo estrépito, en las aguas del río.
Una violenta explosión hizo temblar la tierra, y un manantial de agua, vapor, barro y
metal destrozado voló hacia el cielo. Al caer en el río la caja del rayo calórico, el
agua habíase convertido en seguida en vapor. Un momento después avanzó río
arriba una tremenda ola de agua casi hirviente. Vi a la gente que trataba de alcanzar
la costa y oí sus gritos por el tremendo ruido causado por la caída del marciano.
Por un instante no presté atención al agua caliente y olvidé que debía tratar de
salvarme. Avancé a saltos por el río, apartando de mi paso a un hombre, y llegué
hasta la curva. Desde allí vi una docena de botes abandonados que se mecían
violentamente sobre las olas. El marciano yacía de través en el río y estaba
sumergido casi por entero. Espesas nubes de vapor se levantaban de los restos, y
por entre ellas pude ver vagamente las piernas gigantescas que golpeaban el agua y
hacían volar el barro por el aire. Los tentáculos se movían y golpeaban como brazos
de un ser viviente y, salvo por lo incierto de estos movimientos, era como si un ser
herido se debatiera entre las olas esforzándose por salvar la vida. Enormes
cantidades de un fluido color castaño salían a chorros de la máquina.
Desvió entonces mi atención un sonido agudo semejante al de una sirena. Un
hombre que se hallaba cerca me gritó algo y señaló con la mano. Al mirar hacia
atrás vi a los otros marcianos que avanzaban con trancos gigantescos por la orilla del
río desde la dirección de Chertsey. Los cañones de Shepperton volvieron a funcionar,
pero esta vez sin hacer ningún blanco.
Al ver esto volví a meterme de nuevo en el agua y, conteniendo la respiración lo
más que pude, avancé por debajo de la superficie hasta que ya no pude más. El
agua se agitaba a mi alrededor y cada vez se tornaba más caliente.
Cuando levanté la cabeza para poder respirar y me quité el agua y los cabellos
de los ojos, el vapor se elevaba como una niebla blanca, que ocultó al principio a
los marcianos. El ruido era ensordecedor. Después los vi vagamente. Eran colosales
figuras grises, magnificadas por la neblina. Habían pasado junto a mí y dos de ellos
se estaban agachando junto a los restos de su compañero.
El tercero y el cuarto se hallaban parados junto a ellos en el agua, uno a
doscientos metros de donde estaba yo, y el otro, hacia Laleham. Levantaban los
generadores del rayo calórico y barrían con él los alrededores.
Todo a mi alrededor reinaba un desorden de ruidos ensordecedores: el metálico son
de los marcianos, el estrépito de casas que caían, el golpe sordo de los árboles al dar
en tierra y el crujir y bramar de las llamas. Un humo negro muy denso se mezclaba
ahora con el vapor procedente del río, y al moverse el rayo calórico sobre Neybridge,
su paso era marcado por relámpagos de luz blanca que dejaba una estela de
llamaradas. Las casas más próximas seguían aún intactas, aguardando su fin, mientras
que el fuego se paseaba tras ellas de un lado a otro.
Por unos minutos me quedé allí, con el agua casi hirviente hasta la altura del pecho,
aturdido por mi situación y sin esperanzas de poder salvarme. Vi a la gente que salía
del agua por entre los cañaverales, como ranas que escaparan ante el avance del
hombre.
Y de pronto saltó hacia mí el resplandor del rayo calórico. Las casas se
desplomaban al disolverse bajo sus efectos; los árboles se incendiaban
instantáneamente. Corrió de un lado a otro por el caminillo, tocando a los fugitivos y
llegando al borde del agua, a menos de cincuenta metros de donde me hallaba yo. Cruzó
el río hacia Shepperton y el agua se elevó en una columna de vapor ante su paso. Yo
me volví hacia la costa.
Un momento más y una ola enorme de agua en ebullición corrió hacia mí. Lancé un
grito de dolor, y escaldado, medio ciego y aturdido avancé tambaleándome por el
hirviente líquido para ir a la orilla. De haber tropezado hubiera muerto allí mismo. Casi
indefenso, a la vista de los marcianos, sobre el cabo desnudo que indica la unión del
Wey y el Támesis. Sólo esperaba la muerte.
Tengo el recuerdo vago de que el pie de un marciano se asentó a una veintena de
metros de mi cabeza, clavándose en la arena, girando hacia uno y otro lado, y
levantándose de nuevo. Hubo un lapso de suspenso; después cargaron los cuatro los
restos de su camarada y se alejaron, al fin, por entre el humo para perderse en la
distancia.
Entonces, poco a poco, me fui dando cuenta de que había escapado por milagro.

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