16 - EL ÉXODO DE LONDRES
Ya habrá imaginado el lector la rugiente ola de miedo que azotó la ciudad más grande
del mundo al amanecer del lunes: la corriente de fuga, que se fue convirtiendo con
rapidez en un torrente enfurecido en los alrededores de las estaciones ferroviarias, se
convirtió en una lucha a muerte en los muelles del Támesis y buscó salida por todos los
canales disponibles del norte y del este. A las diez de la mañana perdía coherencia la
organización policial, y a mediodía se desplomaba por completo la de los ferrocarriles.
Todas las líneas ferroviarias del norte del Támesis y los habitantes del sudeste
habían sido advertidos del peligro a la medianoche del domingo, y los trenes se llenaban
con rapidez, mientras que la gente luchaba con salvajismo por conseguir espacio en los
vagones.
A las tres de la tarde muchos eran aplastados y pisoteados, aun en la calle
Bishipsgate; a doscientos metros de la estación de la calle Liverpool se disparaban
revólveres, se apuñalaba a muchos y los agentes de policía que fueron enviados a
dirigir el tránsito dejábanse llevar por la cólera y rompían las cabezas de las personas
a las que debían proteger.
Y al avanzar el día y negarse los maquinistas y fogoneros a regresar a Londres, la
presión del éxodo obligó a la multitud a alejarse de las estaciones y volcarse por los
caminos que iban hacia el norte.
A mediodía habíase visto un marciano en Barnes y una nube de vapor negro, que
se hundía lentamente, avanzaba por el Támesis y los llanos de Lambeth, impidiendo
la huida por los puentes. Otra nube negra presentóse sobre Ealing y rodeó a un
grupito de sobrevivientes que se hallaba en Castle Hill y que de allí no pudo
descender.
Después de una inútil tentativa por subir a un tren del noroeste en Chalk Farm,
mi hermano salió a ese camino, cruzó por entre un enjambre de vehículos y tuvo la
suerte de ser uno de los primeros que saquearon un negocio de venta de bicicletas.
El neumático delantero de la máquina que obtuvo se abrió al sacarlo por el
escaparate; pero sin darle importancia, montó en ella y partió sin otra herida que un
golpe recibido en la muñeca.
La parte inferior de la empinada Haverstook Hill era impasable, debido a los
cadáveres de numerosos caballos allí caídos, y mi hermano tomó entonces por el
camino Belsize.
Así logró salvarse de lo peor del pánico, soslayando el camino Edgware y llegar a
esta población alrededor de las siete, fatigado y con mucho apetito, pero muchísimo
antes que la multitud.
A lo largo del camino se hallaba la gente apiñada, observando con gran curiosidad
a los fugitivos. Allí le pasó un grupo de ciclistas, varios jinetes y dos automóviles. A
una milla de Edgware se rompió la llanta delantera de su bicicleta y tuvo que
abandonar la máquina y seguir camino a pie.
En la calle principal de la aldea había algunos comercios abiertos y los pobladores se
agrupaban en las aceras, los portales y ventanas, mirando asombrados a la
extraordinaria procesión de fugitivos que llegaba allí. Mi hermano consiguió obtener algo
de alimento en una hostería.
Por un tiempo quedóse en Edgware, sin saber qué rumbo tomar. Los refugiados
aumentaban en número. Muchos de ellos, como mi hermano, parecían dispuestos a
quedarse en la aldea. No había nuevas noticias de los invasores de Marte.
A esa hora el camino estaba atestado, pero la congestión no era grave. La mayoría de
los fugitivos montaban bicicletas, pero pronto se vieron algunos automóviles, coches de
plaza y carruajes cerrados, que levantaban el polvo en grandes nubes por el camino
hacia St. Albans.
La idea de ir hasta Chelmsford, donde tenía unos amigos, impulsó, al fin, a mi
hermano a partir por un camino tranquilo que se extendía hacia el este. Poco después
llegó a un portillo de molinete, y luego de transponerlo siguió un sendero que iba hacia el
noroeste. Pasó cerca de varias granjas y algunas aldeas cuyos nombres ignoraba. Vio a
pocos fugitivos, hasta que se encontró en el sendero de High Barnet con dos damas,
que fueron luego sus compañeras de viaje. Llegó al lugar a tiempo para salvarlas.
Oyó sus gritos, y al correr para dar vuelta a la curva vio a un par de individuos que
se esforzaban por arrancarlas del cochecillo en el que viajaban, mientras que un tercero
trataba de contener al nervioso caballo.
Una de las damas, mujer baja y vestida de blanco, no hacía más que gritar; pero la
otra, una joven morena y esbelta, golpeaba con su látigo al hombre que la tenía sujeta
por una muñeca.
Mi hermano se hizo cargo de la situación al instante, lanzó un grito y corrió hacia el
lugar en que se desarrollaba la lucha. Uno de los hombres desistió de sus intenciones y
volvióse hacia él. Al ver la expresión del otro, mi hermano comprendió que era
inevitable una pelea, y como era un pugilista experto, lo atacó inmediatamente,
derribándolo contra la rueda del vehículo.
No era ése el momento apropiado para mostrarse caballeresco, y acto seguido lo
desmayó de un puntapié. Tomó luego por el cuello al que aprisionaba la muñeca de la
dama. Oyó entonces ruido de cascos, sintió que el látigo le golpeaba entre los ojos, y el
hombre al que asía se liberó y echó a correr por el camino.
Medio atontado, se encontró frente al que había contenido al caballo, y vio entonces
que el coche se alejaba camino abajo meciéndose de un lado a otro y con ambas mujeres
vueltas hacia él.
Su antagonista, que era un sujeto fornido, trató de abrazarlo, y él le contuvo con un
golpe a la cara. El otro se dio cuenta entonces de que estaba solo y dio un salto para
esquivarlo y correr tras del coche.
Mi hermano le siguió y cayó al suelo. Otro de los sujetos, que había echado a correr
tras él, cayó también. Un momento después se acercó el tercero de los individuos y
entre los dos lo ataron. Mi hermano se habría visto en un grave apuro si la dama
delgada no hubiera vuelto en su ayuda con gran audacia. Parece que tenía un revólver,
pero el arma estaba debajo del asiento cuando las atacaron. Disparó desde seis metros
de distancia y la bala pasó a escasos centímetros de la cabeza de mi hermano. El
menos valeroso de los ladrones echó a correr seguido por su compañero, que le
reprochaba su cobardía. Ambos se detuvieron junto al que yacía tendido en el camino.
—¡Tome esto!—dijo la joven a mi hermano dándole el revólver.
—Vuelva al coche—le ordenó él mientras se enjugaba la sangre que manaba de sus
labios.
Ella se volvió sin decir palabra y ambos marcharon hacia donde la mujer de blanco se
esforzaba por contener al atemorizado caballo. Los ladrones parecían haberse dado
por vencidos y se alejaron.
—Me sentaré aquí, si me permiten—dijo entonces, y subió al pescante.
La dama miró sobre su hombro.
—Deme las riendas—dijo, y azuzó al caballo de un latigazo.
Un momento más tarde, una curva del camino ocultó a los tres ladrones, que se
iban.
De esta manera completamente inesperada, mi hermano se encontró, jadeante,
con un corte en un labio, la barbilla magullada y los nudillos lastimados, viajando
por un camino desconocido con estas dos mujeres.
Se enteró de que eran la esposa y la hermana menor de un cirujano que vivía en
Stanmore y que había vuelto en la madrugada de atender un caso urgente en
Pinner. Al enterarse en una estación del camino de que avanzaban los marcianos fue
apresuradamente a su casa, despertó a las mujeres, empaquetó algunas provisiones,
puso su revólver debajo del asiento—por suerte para mi hermano—y les dijo que
fueran a Edgware, donde podrían tomar un tren. Quedóse atrás para avisar a los
vecinos y dijo que las alcanzaría a las cuatro y media de la mañana. Pero eran ya
cerca de las nueve y no habían vuelto a verle. En Edgware no pudieron detenerse
debido al intenso tránsito que pasaba por la aldea y por eso fueron hasta ese camino
lateral.
Esto fue lo que contaron a mi hermano poco a poco, cuando volvieron a detenerse
cerca de New Barnet. Él les prometió hacerles compañía, por lo menos, hasta que
decidieran lo que iban a hacer o hasta que llegara el médico. Manifestó ser experto en
el manejo del revólver —arma desconocida para él—, a fin de infundirles confianza.
Hicieron una especie de campamento al lado del camino y el caballo se puso a
mordisquear un seto. Él les contó su huida de Londres y todo lo que sabía de los
marcianos. El sol fue ascendiendo en el cielo y al cabo de un tiempo dejaron de
hablar y quedáronse esperando.
Varios caminantes pasaron por allí, y por ellos supo mi hermano algunas noticias.
Cada respuesta que recibía acrecentaba su impresión del gran desastre sufrido por
la humanidad y aumentaba su convicción de que era necesario proseguir la huida
inmediatamente. Por este motivo lo sugirió a sus acompañantes.
—Tenemos dinero—dijo la más delgada, y vaciló un poco. Miró a mi hermano a los
ojos y desapareció su incertidumbre.
—Yo también lo tengo—dijo él.
Ella le explicó que llevaban treinta libras en oro, además de un billete de cinco, y
sugirió que con eso podrían tomar un tren en St. Albans o en New Barnet. Mi
hermano creyó imposible hacerlo, ya que había visto lo ocurrido en Londres con los
trenes, y expresó su idea de cruzar Essex hacia Harwich y así escapar del país.
La señora Elphinstone, que era la dama de blanco, no quiso escuchar razones y
siguió llamando a «George»; pero su cuñada era muy decidida y, finalmente, accedió
a la sugestión de mi hermano.
Así, pues, siguieron hacia Barnet con la intención de cruzar el Gran Camino del
Norte. Mi hermano iba caminando junto al coche para cansar al caballo lo menos
posible.
A medida que avanzaba el día acrecentábase el calor y la arena blancuzca sobre
la que pisaban se tornó cegadora y ardiente, de modo que sólo pudieron viajar con
mucha lentitud. Los setos estaban cubiertos de polvo, y mientras avanzaban hacia
Barnet oyeron cada vez más claramente un tumulto extraordinario.
Comenzaron a encontrarse con más gente. En su mayoría miraban todos hacia
adelante con la vista fija; iban murmurando por lo bajo; estaban fatigados, pálidos
y sucios. Un hombre vestido de etiqueta se cruzó con ellos. Iba caminando y con los
ojos fijos en el suelo. Oyeron su voz y, al volverse para mirarle, le vieron llevarse una
mano a los cabellos y golpear con la otra algo invisible. Pasado su paroxismo de ira
continuó camino sin mirar hacia atrás ni una sola vez.
Cuando siguieron hacia la encrucijada al sur de Barnet vieron a una mujer que se
aproximaba al camino por un campo de la izquierda llevando un niño en brazos y
seguida por otros dos. Luego apareció un hombre vestido de negro, con un grueso
bastón en una mano y una maleta en la otra. Después vieron llegar por la curva un
carrito arrastrado por un sudoroso caballo negro y guiado por un joven de sombrero
hongo cubierto de polvo. Viajaban con él tres muchachas y un par de niños.
—¿Por aquí podremos dar la vuelta por Edgware? —preguntó el conductor, que
estaba muy pálido.
Cuando mi hermano le hubo contestado afirmativamente tomó hacia la izquierda,
azotó al caballo y se fue sin darle las gracias.
Mi hermano notó un humo gris pálido que se levantaba entre las casas que tenía
frente a sí y que velaba la fachada blanca de un edificio que se hallaba detrás de las
villas. La señora Elphinstone lanzó un grito al ver una masa de llamas rojas que
saltaban de las viviendas hacia el cielo. El ruido tumultuoso resultó ser ahora una
cacofonía de voces, el rechinar de muchas ruedas, el crujir de vehículos y el golpear de
cascos sobre el suelo. El camino describía allí una curva cerrada, a menos de cincuenta
metros de la encrucijada.
—¡Dios mío!—gritó la señora Elphinstone—. ¿Adonde nos lleva usted?
Mi hermano se detuvo.
El camino principal estaba lleno de gente, era un torrente de seres humanos que
avanzaban apresuradamente hacia el norte, mientras unos empujaban a otros. Una gran
nube de polvo blanco y luminoso por el resplandor del sol tornaba indistinto el
espectáculo y era constantemente renovado por las patas de gran cantidad de caballos,
los pies de hombres y mujeres y las ruedas de vehículos de toda clase.
—¡Paso!—gritaban las voces—. ¡Abran paso!
Tratar de llegar al cruce del sendero por el camino principal era como querer avanzar
hacia las llamas y el humo de un incendio; la multitud rugía como las llamas, y el polvo
era tan cálido y penetrante como el humo. Y, en verdad, algo más adelante ardía una
villa, cuyo humo aumentaba la confusión reinante.
Dos hombres se cruzaron con ellos. Después pasó una mujer muy sucia, que llevaba
un atado de ropas y lloraba sin cesar.
Todo lo que pudieron ver del camino de Londres entre las casas de la derecha era
una tumultuosa corriente de personas sucias, que avanzaban apretujadas entre las
casas de ambos lados; las cabezas negras, las formas indefinibles, tornábanse claras al
llegar a la esquina; pasar y perder de nuevo su individualidad en la confusa multitud, que
desaparecía entre una nube de polvo.
—¡Adelante! ¡Adelante!—gritaban las voces—. ¡Paso! ¡Paso!
Las manos de uno presionaban sobre las espaldas de otro. Mi hermano quedóse
parado junto al caballo. Luego, irresistiblemente atraído, avanzó paso a paso por el
sendero.
Edgware había sido una escena de confusión; Chalk Farm, un tumulto indescriptible;
pero esto era toda una población en movimiento. Resulta difícil imaginar a aquella
multitud. No tenía carácter propio. Las figuras salían de la esquina y se perdían dando
la espalda al grupo parado en el sendero. Por los costados iban los que marchaban a
pie, amenazados por las ruedas, cayendo a cada momento a las zanjas y tropezando
unos con otros.
Los vehículos iban unos tras otros, dejando poco espacio para los otros coches más
veloces, que de cuando en cuando se adelantaban al presentárseles una abertura
propicia, obligando así a los caminantes a diseminarse contra las cercas y portales de
las casas.
—¡Adelante!—era el grito—. ¡Adelante! ¡Ya vienen!
Sobre un carro viajaba un ciego, que vestía el uniforme del Ejército de Salvación.
Iba haciendo ademanes vagos y gritaba:
—¡Eternidad! ¡Eternidad!
Su voz era ronca y muy potente, de modo que mi hermano le oyó hasta mucho
después que el ciego se hubo perdido en el polvo del sur. Algunos de los que iban en
los carros castigaban a sus caballos y reñían con los demás conductores; otros
estaban inmóviles, con la vista fija en el vacío; otros se mordían las uñas o yacían
postrados en el fondo de sus vehículos. Los caballos tenían los hocicos cubiertos de
espuma y los ojos enrojecidos.
Había coches de plaza, carruajes cerrados, carros y carretas en número infinito. El
carretón de un cervecero pasó rechinando con sus dos ruedas de ese lado
salpicadas de sangre fresca.
—¡Abran paso!—gritaban todos—. ¡Abran paso!
—¡Eternidad!—continuaba exclamando el ciego.
Veíanse mujeres bien vestidas con niños que lloraban y avanzaban a tropezones,
con las ropas elegantes cubiertas de polvo y los rostros bañados en lágrimas. Con
muchas de ellas avanzaban hombres: algunos, atentos; otros, salvajes y
desconfiados. Al lado de ellos iban algunas mujeres de la calle, que vestían deslucidos
trajes negros hechos jirones y proferían gruesas palabrotas. Había también obreros
fornidos, hombres desaliñados vistiendo como dependientes, un soldado herido,
individuos vestidos con el uniforme de empleados del ferrocarril y uno que sólo tenía
puesto un camisón con un abrigo encima.
Pero a pesar de lo variado de su composición, aquella hueste tenía algo en
común. Notábase el miedo y el dolor en todos los rostros y el terror los impulsaba. Un
tumulto en el camino, una pelea por un poco de espacio, hacía que todos
apresuraran el paso. El calor y el polvo habían hecho ya su efecto en la multitud.
Tenían el cutis reseco y los labios ennegrecidos y resquebrajados. Todos estaban
sedientos, cansados y doloridos. Y entre los gritos diversos se oían disputas,
reproches, gemidos de fatiga; las voces de casi todos eran roncas y débiles. Y
continuamente se repetían estas palabras:
—¡Paso! ¡Paso! ¡Llegan los marcianos!
Pocos se detenían o se apartaban de la corriente. El sendero tocaba el camino
carretero de manera oblicua y daba la impresión de llegar desde Londres. No
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obstante, muchos entraron en él; los más débiles salieron del montón para descansar
un rato e introducirse nuevamente. A cierta distancia de la entrada yacía un hombre
con una pierna al descubierto y envuelto en trapos ensangrentados. Lo acompañaban
dos amigos.
Un viejo de menguada estatura, que lucía un bigote de corte militar y un sucio
levitón negro, salió para sentarse junto al seto; se quitó un zapato—tenía el calcetín
ensangrentado—, lo sacudió para sacarle un guijarro y volvió a reanudar la marcha.
Poco después se arrojó bajo el seto una niñita de ocho o nueve años y rompió a
llorar:
—¡No puedo seguir! ¡No puedo seguir!
Mi hermano salió de su estupefacción y la alzó en brazos para llevársela a la
señorita Elphinstone. Tan pronto como la tocó él, la niña quedóse completamente
inmóvil, como si la dominara el miedo.
—¡Ellen!—chilló una mujer de la multitud—. ¡Ellen!
La niña apartóse entonces del coche para ir hacia el camino carretero gritando:
—¡Mamá!
—Ya vienen—dijo un jinete que cruzó frente a la entrada del sendero.
—¡Apártese del paso!—gritó un cochero desde lo alto de su vehículo, y mi
hermano vio un carruaje cerrado que entraba en el caminillo.
La gente se apretujó para no ser aplastada por el caballo. Mi hermano retiró su
coche hacia el seto y el cochero pasó para detenerse junto a la curva. El vehículo
tenía una lanza para dos caballos, pero sólo uno iba atado a las riendas.
Mi hermano vio por entre el polvo que dos hombres bajaban del coche una
camilla y la ponían sobre el césped.
Uno de ellos se le acercó a todo correr.
—¿Dónde hay agua?—preguntó—. Está moribundo y tiene sed. Es lord Garrick.
—¿Lord Garrick?—exclamó mi hermano—. ¿El juez supremo?
—¿Dónde hay agua?
—Quizá haya algún grifo en una de las casas. Nosotros no llevamos y no me atrevo
a dejar a mi gente.
El otro se abrió paso por entre la multitud hasta la puerta de la casa de la esquina.
—¡Adelante!—le gritaban todos dándole empellones—. ¡Ya vienen! ¡Adelante!
Luego llamó la atención de mi hermano un hombre barbudo y de rostro afilado que
llevaba un maletín de mano. El maletín se abrió en ese momento y de su interior cayó
una masa de soberanos de oro, que se diseminó al dar en tierra. Las monedas
rodaron por entre los pies de los hombres y las patas de los caballos. El hombre se
detuvo y miró estúpidamente las monedas. En ese momento le golpeó la vara de un
coche y le hizo trastabillar. Lanzó un aullido, volvió hacia atrás y la rueda de un carro
le pasó rozando el cuerpo.
—¡Paso!—gritaron los que marchaban a su alrededor—. ¡Abran paso!
Tan pronto como hubo pasado el coche, el individuo se arrojó sobre la pila de
monedas y comenzó a llevarlas a puñados a sus bolsillos. Un caballo llegó hasta él y un
momento después el hombre se levantaba a medias para ser aplastado luego por los
cascos.
—¡Cuidado!—gritó mi hermano, y apartando del paso a una mujer esforzóse por
asir las riendas del animal.
Antes que pudiera lograrlo oyó un grito bajo las ruedas y vio por entre el polvo que
la llanta pasaba sobre la espalda del pobre desgraciado. El conductor del carro asestó
un latigazo a mi hermano. Éste corrió en seguida hacia la parte posterior del vehículo.
Los gritos le aturdieron un tanto. El hombre se debatía en el polvo, entre su dinero, e
incapaz de levantarlo, porque la rueda habíale quebrado la columna vertebral y sus
piernas no tenían movimiento. Mi hermano se irguió entonces, gritándole al conductor
del coche siguiente, y un hombre que montaba en un caballo negro adelantóse para
prestarle ayuda.
—Sáquelo del camino—dijo el jinete.
Tomándolo por el cuello de la levita, mi hermano comenzó a arrastrar al pobre
hombre. Pero el otro seguía empeñado en recoger su dinero y miró a su benefactor con
expresión colérica, mientras que lo golpeaba con el puño lleno de monedas.
—¡Adelante! ¡Adelante!—gritaban las voces de todos—. ¡Paso! ¡Paso!
Oyóse un ruido estrepitoso al golpear la vara de un carruaje contra la parte posterior
del carro que detuviera el jinete.
Mi hermano levantó la vista y el hombre del oro volvió la cabeza para morderle la
mano con que le tenía sujeto del cuello. Hubo un choque y el caballo negro se desvió
de costado, mientras que avanzaba rápidamente. Uno de los cascos rozó el pie de mi
hermano. Éste soltó al caído y dio un salto atrás. Vio entonces que la cólera era
reemplazada por el terror en la cara del caído, y un momento después el pobre
desgraciado quedaba oculto a su vista; mi hermano se vio arrastrado más allá de la
entrada del sendero y debió hacer grandes esfuerzos para volver allí.
Vio que la señorita Elphinstone se cubría los ojos y que un niño miraba fijamente
algo oscuro e inmóvil que había en el suelo y era aplastado cada vez más por las
ruedas que pasaban.
—¡Volvamos atrás!—gritó entonces, e hizo volver al caballo—. No podemos cruzar
este infierno.
Se alejaron por el sendero por espacio de unos cien metros, hasta que quedó
oculta a su vista la vociferante multitud. Al pasar por la curva del camino vio mi
hermano la cara del moribundo tendido en la zanja. Las dos mujeres se estremecieron
al verlo.
Más allá de la curva se detuvo de nuevo mi hermano. La señorita Elphinstone estaba
muy pálida y su cuñada lloraba desconsoladamente y habíase olvidado ya de llamar a
«George». Mi hermano sintióse horrorizado y perplejo a la vez. Tan pronto como hubieron
retrocedido comprendió lo inevitable y urgente que era intentar el cruce. Volvióse
entonces hacia la joven.
—Debemos ir por allí—declaró, y de nuevo hizo volver al caballo.
Por segunda vez en ese día demostró la joven su fortaleza de carácter. Para abrirse
paso por el torrente humano, mi hermano se internó en él y detuvo a un coche,
mientras guiaba a su caballo hacia el otro lado. Un carro enganchó sus ruedas con las de
ellos y siguió después de arrancar una larga astilla del cochecillo. Un momento después
quedaban prisioneros del torrente y eran arrastrados hacia adelante. Con las marcas de
los latigazos que le asestara el cochero, mi hermano saltó al cochecillo y tomó las
riendas de mano de la joven.
—Apunte al hombre que está detrás si nos empuja mucho—ordenó dándole el
revólver—. No..., apúntele al caballo.
Después comenzó a buscar la oportunidad de desviarse hacia la derecha del camino.
Pero una vez en la corriente pareció perder el control y formar parte de la caravana
interminable. Cruzaron Chipping Barnet con los demás, y estaban casi una milla más
allá del pueblo antes que pudieran abrirse paso hacia el otro lado del camino. El ruido y
la confusión eran indescriptibles; pero en el pueblo y más allá había varios caminos
secundarios que, en cierto modo, aliviaron la presión de la marcha.
Tomaron hacia el este por Hadley, y allí y algo más adelante se encontraron con una
gran multitud que bebía en el arroyo y muchos de cuyos componentes luchaban por
llegar hasta el agua.
Luego, desde una colina próxima a Sast Barnet, vieron dos trenes que avanzaban
lentamente, uno tras otro, sin señales ni orden, llenos de pasajeros, muchos de los cuales
iban hasta sobre los carbones del tender. Ambos convoyes viajaban hacia el norte por
las vías del Gran Norteño.
Mi hermano supone que deben haberse llenado fuera de Londres, pues en aquel
entonces el terror incontrolable de la población había imposibilitado la entrada en las
terminales.
Cerca de ese lugar se detuvieron para descansar por el resto de la tarde, pues la
violencia del día habíalos agotado por completo. Comenzaban ya a sufrir los rigores del
hambre: la noche estaba fría y ninguno de ellos se atrevió a dormir. Y al caer la noche
vieron pasar por el camino a muchas personas, que huían de peligros desconocidos e
iban en la dirección de la que llegara mi hermano.
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