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jueves, 14 de octubre de 2010

LA GUERRA DE LOS MUNDOS - LIBRO 2 - PARTE 4


4 - LA MUERTE DEL CURA
Fue el sexto día de nuestro encierro cuando espié por última vez y a poco me encontré
solo. En lugar de mantenerse cerca de mí y tratar de ganar la ranura, el cura había vuelto al
lavadero.
Se me ocurrió una idea súbita y regresé con rapidez y en silencio. En la oscuridad le oí
beber. Tendí las manos y alcancé a asir una botella de vino.
Luchamos durante unos minutos. La botella cayó al suelo y se hizo añicos; yo desistí de
mis esfuerzos y me puse en pie. Nos quedamos jadeantes, amenazándonos mutuamente. Al
fin, me planté entre él y los alimentos y le expresé mi determinación de iniciar una disciplina
rígida. Dividí los alimentos de la alacena en raciones que nos durasen diez días. Esa mañana
no le permití comer nada más. Por la tarde hizo un esfuerzo por apoderarse de las
provisiones. Yo había estado durmiendo, pero desperté de inmediato.
Durante todo el día y toda la noche estuvimos sentados el uno frente al otro: yo, agotado,
pero resuelto, y él, sollozante y quejándose de que tenía hambre. Sé que fue un día y una
noche, pero a mí me pareció una eternidad.
Y así terminó al fin, en lucha abierta, nuestra creciente incompatibilidad. Durante dos días
luchamos en silencio. Hubo momentos en que le golpeé furiosamente, y otros en que traté de
persuadirle, y en cierta oportunidad quise sobornarle con la última botella de vino, ya que
había un caño de desagüe del que podía yo obtener agua de lluvia.
Pero ni la fuerza ni la bondad me sirvieron de nada; el hombre había rebasado ya los
límites de la razón. No desistía ni de los ataques contra los alimentos ni de sus ruidosos
monólogos. Las precauciones más rudimentarias para hacer habitable nuestra prisión no
quiso observarlas. Lentamente comencé a notar el derrumbe total de su inteligencia y me
hice cargo de que mi compañero de encierro era un enfermo.
Por ciertos recuerdos vagos que conservo, me inclino a pensar que también mi mente
fallaba a veces. Solía tener pesadillas horribles cada vez que me dormía. Parece extraño,
pero creo que la debilidad y la locura del cura me advirtieron del peligro y me obligaron a
mantenerme cuerdo.
El octavo día comenzó a hablar en alta voz en lugar de susurrar y nada pude hacer para
que moderase el tono.
—¡Es justo, oh Dios!—decía una y otra vez—. Es muy justo. Seamos castigados todos.
Hemos pecado y te fallamos. Había pobreza y desdicha; los pobres eran aplastados en el
polvo y yo no dije nada. Prediqué locuras aceptables cuando debí haberme impuesto, aunque
muriera por ello, y pedido que se arrepintieran... Opresores del pobre y necesitado... ¡El vino
del Señor!
Luego volvía de pronto a recordar el alimento de que yo le privaba y se ponía a llorar, pedir
y, al fin, a amenazar. Comenzó a elevar la voz. Le rogué que no lo hiciera. Notó que tenía
entonces una ventaja sobre mí y amenazó con gritar y atraer así a los marcianos.
Por un tiempo me asustó eso; pero cualquier concesión habría limitado nuestras
posibilidades de salvación. Le desafié, aunque no estaba muy seguro de que no era capaz de
cumplir su amenaza. Pero aquel día no lo hizo. Habló cada vez más alto durante la mayor
parte de los días octavo y noveno. Sus amenazas y ruegos se mezclaban con un torrente en
el que expresaba su arrepentimiento por no haber cumplido con su deber para con Dios.
Todo esto hizo que le compadeciera. Luego durmió un rato y al despertar empezó de nuevo
con mayores energías y en voz tan alta, que por fuerza debí hacerle desistir.
—¡Calle!—le imploré.
Se levantó sobre sus rodillas, pues había estado sentado cerca del fregadero.
—He callado demasiado tiempo—manifestó en tono que debió haber llegado hasta el
pozo—. Ahora debo hacer mi declaración. ¡Pobre de esta ciudad infiel! ¡Calamidad! ¡Ay de
nosotros! ¡Ay de los habitantes de la Tierra, que no oyen la voz de la trompeta!...
—¡Calle!—dije poniéndome en pie, temeroso de que nos oyeran los marcianos—. ¡Por
amor de Dios!...
—¡No!—exclamó el cura a voz en grito, parándose también y levantando los brazos—.
¡Hablaré! La palabra del Señor sale por mi boca.
En tres saltos llegó hasta la puerta que daba a la cocina.
—Debo hablar. Me voy. Ya me he demorado demasiado.
Extendí la mano y toqué la cuchilla colgada de la pared. Casi en seguida salí detrás de él.
Me enloquecía el temor. Antes que hubiera cruzado la cocina le había alcanzado.
Obedeciendo a un último rasgo humanitario volví la pesada cuchilla y le golpeé con el mango.
Cayó boca abajo y quedóse tendido en el suelo. Yo tropecé con él y me quedé jadeante.
De pronto oí un ruido proveniente de afuera. Era el golpe del revoque al deslizarse y caer,
y la abertura triangular se oscureció de inmediato. Al levantar la vista vi la parte inferior de la
máquina de trabajo. Uno de sus tentáculos se abría paso sobre los escombros, otro tentó
entre los tirantes caídos.
Me quedé petrificado. Luego vi a través de una plancha de vidrio cerca del borde del
cuerpo la cara y los grandes ojos oscuros de un marciano que miraba. Después se extendió
un largo tentáculo hacia el interior.
Me volví con un esfuerzo, tropecé con el cura y salté para llegar hasta la puerta del
lavadero. El tentáculo habíase introducido ya dos metros en el recinto y se movía de un lado
a otro con movimientos algo bruscos.
Por un momento me quedé fascinado ante su avance. Luego, lanzando un débil grito
ahogado, entré en el lavadero. Temblaba violentamente y a duras penas pude mantenerme
en pie. Abrí la puerta del depósito de carbón y me quedé allí, en las tinieblas, mirando hacia
la puerta de la cocina. ¿Me habría visto el marciano? ¿Qué haría ahora?
Algo se movía allí de un lado a otro con gran cuidado; a ratos golpeaba contra la pared o
hacía un movimiento repentino acompañado de un leve tintinear metálico, como los
movimientos de una llave en un llavero.
Luego un pesado cuerpo—supe muy bien lo que era— fue arrastrado por el piso de la
cocina hacia la ranura.
Sin poder resistir, me deslicé hasta la puerta y espié desde allí. En el triángulo de luz
exterior estaba el marciano dentro de la máquina de trabajo observando la cabeza del cura.
De inmediato pensé que deduciría mi presencia por la marca del golpe que le aplicara.
Volví al depósito de carbón, cerré la puerta y comencé a cubrirme lo más posible con la
leña y los trozos de carbón que había allí. A cada instante interrumpía esta tarea para
escuchar si el marciano había vuelto a introducir su tentáculo por la abertura.
Oí entonces el leve sonido metálico. Lo sentí palpar por toda la cocina. Luego llegó más
cerca y calculé que se hallaba en el lavadero. Me dije que su longitud no sería suficiente para
alcanzarme y me puse a orar. El tentáculo pasó rascando la puerta del depósito.
Transcurrió entonces un tiempo de suspenso intolerable y lo oí luego tocando el cierre.
Había encontrado la puerta y los marcianos sabían abrirlas.
Estuvo tentando un minuto el cierre y, al fin, la abrió.
Pude ver el tentáculo, que se parecía a la trompa de un elefante. Serpenteó hacia mí y
tocó las paredes, los carbones, la leña y el techo. Era como un gusano negro que meciera su
ciega cabeza de un lado a otro.
Una vez tocó el tacón de mi zapato. Estuve a punto de gritar y me contuve mordiéndome
la mano. Por un momento reinó el silencio. Casi me pareció que se había retirado. Después
oí un ruido seco y el tentáculo apresó algo. ¡Creí que era a mí! Luego salió del depósito. Por
un momento no estuve seguro de esto último. Al parecer, se había llevado un trozo de carbón
para examinarlo.
Aproveché la oportunidad para cambiar de posición, pues me estaba acalambrando, y me
puse a escuchar.
Poco después oí el sonido lento y deliberado del tentáculo, que se aproximaba de nuevo.
Poco a poco se fue acercando, rascando las paredes y golpeando los muebles.
Mientras me hallaba así pendiente de sus movimientos, golpeó la puerta del depósito y la
cerró. Le oí entrar en la alacena; rompió una botella y golpeó la lata de los bizcochos.
Después resonó un fuerte golpe contra la puerta del depósito y luego el silencio.
¿Se habría ido?
Al fin, me dije que sí.
No volvió a entrar en el lavadero; pero estuve todo el décimo día allí metido, tapado casi
enteramente por el carbón y la leña, sin atreverme a salir ni para calmar la sed, que me
torturaba. Fue el undécimo día cuando me aventuré a salir de mi refugio.

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