3 - LOS DÍAS DE ENCIERRO
La llegada de la segunda máquina guerrera nos alejó de nuestro mirador obligándonos a
ocultarnos en el lavadero, pues temíamos que desde su elevación el marciano pudiera
vernos por encima de nuestra barrera. Más adelante comenzamos a no temer tanto el peligro
de que nos vieran, ya que ellos se hallaban a plena luz del sol, y por fuerza nuestro refugio
debería parecerles completamente oscuro. Pero al principio, la menor sugestión de
proximidad de su parte nos hacía correr al lavadero con el corazón en la boca.
Sin embargo, a pesar del riesgo terrible que corríamos, la atracción de la ranura era
irresistible para ambos. Y ahora recuerdo con no poca admiración que a pesar del peligro
infinito en que nos hallábamos entre la muerte por hambre y la muerte más terrible en manos
del enemigo luchábamos, no obstante, por el horrible privilegio de espiar a los marcianos.
Corríamos por la cocina con paso grotesco, en el que se notaba el apuro y el sigilo, y nos
golpeábamos con los puños y los pies a escasos centímetros de la ranura.
El caso es que éramos incompatibles, tanto en carácter como en manera de pensar y
obrar, y nuestro peligro y aislamiento sólo servían para acentuar aquella incompatibilidad.
En Halliford ya había notado su costumbre de lanzar exclamaciones y su estúpida rigidez
mental. Sus interminables monólogos, proferidos entre dientes, impedían todos los esfuerzos
que hacía yo por hallar un plan de acción y, a veces, me llevaba hasta el borde de la locura.
En lo concerniente a la falta de control, se parecía a una mujer tonta. Solía llorar horas
enteras y creo que hasta el fin pensó ese niño mimado de la vida que sus débiles lágrimas
tenían cierta eficacia. Y yo me quedaba sentado en la oscuridad, incapaz de no pensar en él,
debido a lo importuno que era. Comía más que yo y en vano fue que le señalara que nuestra
única posibilidad de salvación residía en permanecer en la casa hasta que los marcianos
hubieran terminado en el pozo, que durante esa larga espera llegaría el momento en que nos
harían falta los alimentos. Comía y bebía impulsivamente, atiborrándose a cada minuto.
Dormía muy poco.
A medida que pasaban los días, su completa falta de cuidado y de consideraciones para
conmigo acrecentó tanto nuestro malestar y peligro que, a pesar de no agradarme el método,
tuve que apelar a las amenazas y, al fin, a los golpes. Esto le hizo recobrar la cordura por un
tiempo. Pero era una de esas personas débiles y llenas de estulcia furtiva, que no hacen
frente ni a Dios ni al hombre y ni siquiera a sí mismos, carentes de orgullo, timoratas y con
almas anémicas y odiosas.
Me resulta desagradable recordar y escribir estas cosas; pero las menciono a fin de que no
falte nada a mi relato. Los que han escapado a los momentos malos de la vida no vacilarán
en condenar mi brutalidad y mi estallido de cólera de nuestra tragedia final, pues conocen tan
bien como yo la diferencia entre el bien y el mal, mas no saben hasta qué límites puede llegar
una persona torturada. Pero aquellos que han sufrido y han llegado hasta las cosas
elementales serán más comprensivos conmigo.
Y mientras que adentro librábamos nuestras luchas en silencio, nos arrebatábamos la
comida y la bebida y cambiábamos golpes, en el exterior se sucedía la maravilla
extraordinaria, la rutina desconocida para nosotros de los marcianos del pozo. Pero volvamos
a aquellas primeras impresiones mías.
Después de largo rato volví a la ranura para descubrir que los recién llegados habían
recibido el refuerzo de los ocupantes de tres máquinas guerreras. Estos últimos habían
llevado consigo nuevos aparatos, que se hallaban alineados en orden alrededor del cilindro.
La segunda máquina de trabajo estaba ya completa y se ocupaba en servir a uno de los
nuevos aparatos. Era éste un cuerpo parecido a un recipiente de leche en sus formas
generales, y sobre el mismo oscilaba un receptáculo en forma de pera, del cual fluía una
corriente de polvo blanco que iba a caer a un hoyo circular de más abajo.
El movimiento oscilatorio era impartido al aparato por la máquina de trabajo. Con dos
manos espatuladas, la máquina de trabajo extraía masas de arcilla y las arrojaba al interior
del receptáculo superior, mientras que con su otro brazo abría periódicamente una portezuela
y sacaba de la parte media de la máquina la escoria ennegrecida. Otro tentáculo metálico
dirigía el polvo del hoyo circular a lo largo de un canal en dirección a un receptáculo que
estaba oculto a mi vista por un montón de polvo azulino. De ese receptáculo invisible se
levantaba hacia el cielo una delgada columna de humo verdoso.
Mientras me hallaba mirando, la máquina de trabajo extendió, a manera de un telescopio y
con un sonido musical, un tentáculo, que un momento antes era sólo una especie de muñón.
El tentáculo se alargó hasta que su extremo quedó oculto detrás del montón de arcilla. Un
segundo después sacaba a la vista una barra de aluminio blanco y reluciente y la depositaba
entre otras barras, que formaban una pila a un costado del pozo. Entre el amanecer y la
noche aquella máquina maravillosa debe haber hecho más de cien barras similares sin otra
materia prima que la arcilla, y el montón de polvo azulino se fue levantando paulatinamente
hasta que sobrepasó el borde del foso.
El contraste entre los movimientos rápidos y complejos de estos aparatos y la torpeza de
sus amos era notable, y durante muchos días tuve que hacer un esfuerzo mental para
convencerme de que estos últimos eran en realidad los seres dotados de vida.
El cura tenía posesión de la ranura cuando los primeros hombres fueron llevados al pozo.
Yo me hallaba sentado abajo escuchando con la mayor atención. De pronto hizo un brusco
movimiento hacia atrás, y yo, temeroso de que nos hubieran visto, me acurruqué transido de
terror. Él se deslizó hacia abajo sobre los escombros y acurrucóse a mi lado gesticulando
aterrorizado, y por un momento compartí sus temores.
Sus ademanes indicaban que me dejaba la ranura, y al cabo de un rato, mientras mi
curiosidad me daba coraje, me puse de pie, pasé sobre él y trepé hasta aquélla.
Al principio no vi razón alguna para su terror. Habíase iniciado el anochecer y brillaban
débilmente las estrellas, pero el foso estaba iluminado por el fuego verde. Toda la escena era
una combinación de resplandores verdes y sombras negras que se movían y fatigaban la
vista. Por todo ello pasaban los murciélagos sin detenerse. Ya no se veía a los marcianos, el
montón de polvo azulino habíase elevado y los ocultaba a mi vista, y una máquina guerrera,
con las piernas contraídas, se hallaba al otro lado del pozo. Luego, entre el clamor de las
maquinarias, llegó a mis oídos algo semejante a voces humanas.
Me quedé acurrucado observando a la máquina guerrera con gran atención y
convenciéndome por primera vez de que el capuchón contenía realmente a un marciano. Al
elevarse las llamas verdes pude ver el brillo aceitoso de su tegumento y el refulgir de sus
ojos. De pronto oí un grito y vi un largo tentáculo que pasaba sobre el hombro de la máquina
para introducirse en la jaula que colgaba de su espalda. Levantó luego algo que se agitaba
violentamente y que se recortó oscuro contra el cielo estrellado. Al bajar el tentáculo vi a la luz
del fuego que era un hombre. Por un instante estuvo claramente a la vista. Era un hombre
robusto, rubicundo y de edad madura. Vestía muy bien, y tres días antes debía haber sido un
individuo de importancia en el mundo. Vi sus ojos muy abiertos y el reflejo de sus gemelos y
cadena de oro.
Desapareció detrás del montón de polvo y por un momento reinó el silencio. Después se
elevó un grito terrible en la noche y el gozoso ulular de los marcianos...
Me deslicé sobre los escombros, me puse de pie, me tapé las orejas con las manos y corrí
hacia el lavadero. El cura, que había estado acurrucado con los brazos sobre la cabeza,
levantó la vista al pasar yo, lanzando un grito agudo al ver que le abandonaba, y me siguió
corriendo...
Aquella noche, mientras nos hallábamos en el lavadero dominados por nuestro terror y por
la fascinación que ofrecía la visión del pozo, me esforcé en vano por concebir algún plan de
fuga. Después, durante el segundo día, ya pude considerar nuestra situación con más
claridad.
Vi que el cura no estaba en condiciones de ayudarme en nada; extraños terrores habíanle
convertido ya en una criatura de impulsos violentos, robándole la razón. Prácticamente se
había hundido hasta el nivel de un animal.
Por mi parte, hice un esfuerzo y aclaré mis ideas. Una vez que pude hacer frente a los
hechos con frialdad se me ocurrió que, por terrible que fuera nuestra situación, no había aún
motivo para desesperar del todo. Nuestra salvación dependía de la posibilidad de que los
marcianos tuvieran ese pozo como campamento temporario. Y aunque lo mantuvieran de
manera permanente podrían considerar innecesario vigilarlo siempre y era posible que se nos
presentara una oportunidad de escapar. También tuve en cuenta la posibilidad de abrirnos
paso cavando en dirección opuesta al foso; pero al principio me pareció que corríamos el
riesgo de salir a la vista de alguna máquina guerrera que estuviese en guardia. Además,
tendría que haber cavado yo solo. El cura no me hubiera ayudado en nada.
Si es que no me falla la memoria, fue el tercer día cuando vi morir al muchacho. Fue la
única vez que observé realmente cómo se alimentaban los marcianos. Después de esta
experiencia estuve apartado de la ranura durante casi todo un día.
Me fui al lavadero, quité la puerta y pasé varias horas cavando con mi hacha lo más
silenciosamente posible; pero cuando hube abierto un agujero de más de medio metro de
profundidad, la tierra suelta cayó con gran ruido y no me atreví a continuar. Perdí el ánimo y
estuve echado largo tiempo en el suelo, sin valor para levantarme ni moverme. Y después de
aquello abandoné por completo la idea de abrirme paso cavando.
Tal era la impresión que me habían causado los invasores, que al principio no abrigué la
menor esperanza de que nos liberara su derrota por los humanos. Pero la cuarta o quinta
noche oí explosiones como los cañonazos.
Era muy tarde y la luna brillaba en el cielo. Los marcianos habían sacado la máquina
excavadora, y salvo la máquina guerrera, que se hallaba en el lado opuesto del pozo, y una
máquina de trabajo, que laboraba en un rincón fuera de mi campo visual, el lugar estaba
desierto. Excepción hecha del resplandor pálido de la máquina de trabajo y de los listones de
luz lunar, el foso se hallaba en la oscuridad y reinaba allí el silencio, que interrumpía sólo el
tintineo musical de la máquina de trabajo.
Oí aullar a un perro y ese sonido familiar me hizo aguzar el oído. Llegó entonces hasta mí
el detonar de potentes estampidos. Seis detonaciones llegué a contar, y después de un largo
intervalo resonaron otras seis. Eso fue todo.
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