7 - CÓMO LLEGUÉ A CASA
Por mi parte, no recuerdo nada de mi huida, excepto las sacudidas que me llevé al
chocar contra los árboles y tropezar entre los brezos. A mi alrededor parecían cernirse
los terrores traídos por los marcianos. Aquella cruel ola de calor parecía andar de un
lado para otro, volando sobre mi cabeza, para descender de pronto y quitarme la
vida. Llegué al camino entre la encrucijada y Horsell y corrí por allí en loca carrera.
Al fin no pude seguir adelante, estaba agotado por la violencia de mis emociones y
por mi fuga, y fui a caer a un costado del camino, muy cerca donde el puente cruza el
canal a escasa distancia de los gasómetros. Caí y allí me quedé.
Debo haber estado en ese sitio durante largo rato.
De pronto me senté sintiéndome perplejo. Por un momento no pude comprender cómo
había llegado allí. Mi terror habíase desvanecido súbitamente. No tenía sombrero y noté
que mi cuello estaba desprendido. Unos minutos había tenido frente a mí sólo tres
cosas: la inmensidad de la noche, del espacio y de la Naturaleza; mi propia debilidad y
angustia, y la cercanía de la muerte. Ahora era como si algo se hubiese dado vuelta y
mi punto de vista se alteró por completo. No tuve conciencia de la transición de un
estado mental al otro. Volví a ser de pronto la persona de todos los días, el ciudadano
común y decente. El campo silencioso, el impulso de huir y las llamaradas me
parecieron cosa de pesadilla. Me pregunté entonces si habrían ocurrido en realidad,
mas no pude creerlo.
Me puse de pie y ascendí con paso inseguro la empinada curva del puente. Mi mente
estaba en blanco, mis músculos y nervios parecían carentes de energía y creo que mis
pasos eran tambaleantes. Una cabeza apareció sobre la parte superior de la curva, y al
rato vi subir un obrero que llevaba un canasto. A su lado corría un niño. El hombre me
saludó al pasar a mi lado. Estuve tentado de dirigirle la palabra, mas no lo hice y
respondí a su saludo con una inclinación de cabeza.
Sobre el puente ferroviario de Maybury pasó un tren echando humo y pitando
constantemente. Un grupo de personas conversaban a la entrada de una de las casas
que constituyen el grupo llamado Oriental Terrace. Todo esto era real y conocido. ¡Y lo
que dejaba atrás! Aquello era fantástico. Me dije que no podía ser.
Tal vez mis estados de ánimo sean excepcionales. A veces experimento una
extraña sensación de desapego y me separo de mi cuerpo y del mundo que me
rodea, observándolo todo desde afuera, desde un punto inconcebiblemente remoto,
fuera del tiempo y del espacio. Esta impresión era muy fuerte en mí aquella noche.
Allí tenía ahora otro aspecto de mi sueño.
Pero lo malo era la incongruencia entre esta serenidad y la muerte cierta que se
hallaba a menos de dos millas de distancia. Oí el ruido de la gente que trabajaba en
los gasómetros y vi encendidas todas las luces eléctricas. Me detuve junto al grupito.
—¿Qué novedades hay del campo comunal?—pregunté.
Había allí dos hombres y una mujer.
—¿Eh?—dijo uno de los hombres.
—¿Qué novedades hay del campo comunal?—repetí.
—¿No viene usted de allí?—inquirieron ambos hombres.
—La gente que ha ido al campo comunal se ha vuelto tonta—declaró la mujer—.
¿De qué se trata?
—¿No ha oído hablar de los hombres de Marte?—exclamé.
—Más de lo necesario—dijo ella, y los tres rompieron a reír.
Me sentí aturdido y furioso. Hice un esfuerzo, pero me fue imposible contarles lo
ocurrido. De nuevo se rieron ante mis frases inconexas.
—Ya oirán más al respecto—dije, y seguí mi camino.
Mi esposa me esperaba a la puerta y se sobresaltó al verme tan pálido. Entré en
el comedor, tomé asiento, bebí un poco de vino, y tan pronto me hube recobrado lo
suficiente le conté lo que había visto. La cena, fría ya, estaba servida y quedó
olvidada sobre la mesa mientras relataba yo los acontecimientos.
—Hay algo importante—expresé para calmar los temores de mi esposa—. Son las
criaturas más torpes que he visto en mi vida. Quizá retengan la posesión del pozo
y maten a los que se acerquen, pero de allí no pueden salir... ¡Pero qué horribles
son!
—Cálmate, querido—me dijo mi esposa tomándome de la mano.
—¡Pobre Ogilvy! ¡Pensar que debe estar allí sin vida!
Por lo menos, a mi esposa no le resultó increíble el relato. Cuando vi lo pálida
que estaba, callé de pronto.
—Podrían venir aquí—dijo ella una y otra vez.
La obligué a tomar un poco de vino y traté de tranquilizarla.
—Apenas si pueden moverse—le dije.
Comencé a calmarla repitiendo todo lo que me dijera Ogilvy acerca de la
imposibilidad de que los marcianos se establecieran en la Tierra. Mencioné
especialmente la dificultad presentada por nuestra fuerza de gravedad. Sobre la
superficie de la Tierra la atracción es tres veces mayor que sobre Marte. Por tanto,
los marcianos debían pesar aquí tres veces más que en su planeta, aunque su
fuerza muscular fuera la misma. En verdad, ésta era la opinión general. Tanto el
Times
siguiente, y ambos diarios pasaron por alto, como lo hice yo, dos influencias que
evidentemente habrían de modificar esta situación para los visitantes.
Ahora sabemos que la atmósfera de la Tierra contiene mucho más oxígeno o mucho
menos argón que la de Marte. La influencia vigorizadora de este exceso de oxígeno
debe, sin duda, haber contrarrestado el efecto del aumento de peso en sus cuerpos.
Además, todos olvidamos el hecho de que los marcianos poseían suficiente habilidad
mecánica como para no verse obligados a hacer más esfuerzos musculares que los
necesarios.
Mas yo no tuve en cuenta esos puntos en aquel momento, y, por tanto, mi
razonamiento resultó fallido. Una vez que me hube alimentado y me vi ante la
necesidad de tranquilizar a mi esposa, fui cobrando más valor.
como el Daily Telegraph, por ejemplo, insistieron sobre el punto la mañana—Han cometido un error—comenté—. Son peligrosos porque seguramente están
aterrorizados. Tal vez no esperaban encontrar aquí seres vivientes y mucho menos
dotados de inteligencia. Una granada en el pozo terminará con todos ellos si es
necesario.
La intensa excitación producida por los acontecimientos presenciados puso a mis
poderes perceptivos en un estado de eretismo. Aun ahora recuerdo con toda claridad
todos los detalles de la mesa a la que estuve sentado. El rostro ansioso de mi esposa,
que me contemplaba a la luz de la lámpara; el mantel blanco y el servicio de platería y
cristal—pues en aquel entonces hasta los escritores de temas filosóficos teníamos
ciertos lujos—; el vino en mi copa... Todo ello está claramente grabado en mi cerebro.
Al terminar la cena me puse a fumar un cigarrillo, mientras lamentaba el arrojo de
Ogilvy y hacía comentarios sobre la exterminación de los marcianos.
Lo mismo habrá hecho algún respetable elido de la isla de Francia cuando
comentó en su nido la llegada de aquel barco lleno de marineros que necesitaban
alimentos. «Mañana los mataremos a picotazos, querida».
Yo lo ignoraba, pero aquélla fue mi última cena civilizada en un período de muchos
días extraños y terribles.
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