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jueves, 14 de octubre de 2010

LA GUERRA DE LOS MUNDOS - LIBRO 1 - PARTE 3


3 - EN EL CAMPO COMUNAL DE HORSELL
Encontré un grupo de unas veinte personas que rodeaba el enorme pozo en el cual
reposaba el cilindro. Ya he descrito el aspecto de aquel cuerpo colosal sepultado en el
suelo. El césped y la tierra que lo rodeaban parecían chamuscados como por una
explosión súbita. Sin duda alguna habíase producido una llamarada por la fuerza del
impacto. Henderson y Ogilvy no estaban allí. Creo que se dieron cuenta de que no se
podía hacer nada por el momento y fueron a desayunar a casa del primero.
Había cuatro o cinco muchachos sentados sobre el borde del pozo y todos ellos se
divertían arrojando piedras a la gigantesca masa. Puse punto final a esa diversión, y
después de explicarles de qué se trataba, se pusieron a jugar a la mancha corriendo
entre los curiosos.
En el grupo de personas mayores había un par de ciclistas, un jardinero que solía
trabajar en casa, una niña con un bebé en brazos, el carnicero Gregg y su hijito y dos
o tres holgazanes que tenían la costumbre de vagabundear por la estación. Se hablaba
poco. En aquellos días el pueblo inglés poseía conocimientos muy vagos sobre
astronomía. Casi todos ellos miraban en silencio el extremo chato del cilindro, el cual
estaba aún tal como lo dejaran Ogilvy y Hender son. Me figuro que se sentían
desengañados al no ver una pila de cadáveres chamuscados.
Algunos se fueron mientras me hallaba yo allí y también llegaron otros. Entré en el
pozo y me pareció oír vagos movimientos a mis pies. Era evidente que la tapa había
dejado de rotar.
Sólo entonces, cuando me acerqué tanto al objeto, me di cuenta de lo extraño que
era. A primera vista, no resultaba más interesante que un carro tumbado o un árbol
derribado a través del camino. Ni siquiera eso. Más que nada parecía un tambor de
gas oxidado y semienterrado. Era necesario poseer cierta medida de educación
científica para percibir que las escamas grises que cubrían el objeto no eran de
óxido común, y que el metal amarillo blancuzco que relucía en la abertura de la tapa
tenía un matiz poco familiar. El término «extraterrestre» no tenía significado alguno
para la mayoría de los mirones.
Al mismo tiempo me hice cargo perfectamente de que el objeto había llegado desde el
planeta Marte, pero creí improbable que contuviera seres vivos. Pensé que la tapa se
desenroscaba automáticamente. A pesar de las afirmaciones de Ogilvy, era partidario
de la teoría de que había habitantes en Marte. Comencé a pensar en la posibilidad de
que el cilindro contuviera algún manuscrito, y en seguida imaginé lo difícil que resultaría
su traducción, para preguntarme luego si no habría dentro monedas y modelos u otras
cosas por el estilo. No obstante, me dije que era demasiado grande para tales propósitos
y sentí impaciencia por verlo abierto.
Alrededor de las nueve, al ver que no ocurría nada, regresé a mi casa de Maybury,
pero me fue muy difícil ponerme a trabajar en mis investigaciones abstractas.
En la tarde había cambiado mucho el aspecto del campo comunal. Las primeras
ediciones de los diarios vespertinos habían sorprendido a Londres con enormes
titulares, como el que sigue:
«SE RECIBE UN MENSAJE DE MARTE»
Extraordinaria noticia de Woking
Además, el telegrama enviado por Ogilvy a la Sociedad Astronómica había despertado
la atención de todos los observatorios del reino.
Había más de media docena de coches de la estación de Woking parados en el
camino cerca de los arenales, un
aspecto majestuoso. Además, vi un gran número de bicicletas. Y a pesar del calor
reinante, gran cantidad de personas debía haberse trasladado a pie desde Woking y
Chettsey, de modo que encontré allí una multitud considerable.
Hacía mucho calor, no se veía una sola nube en el cielo, no soplaba la más leve
brisa y la única sombra proyectada en el suelo era la de los escasos pinos. Habíase
extinguido el fuego en los brezos, pero el terreno llano que se extendía hacia Ottershaw
estaba ennegrecido en todo lo que alcanzaba a divisar la vista, y del mismo elevábase
todavía el humo en pequeñas volutas.
Un comerciante emprendedor había enviado a su hijo con una carretilla llena de
manzanas y botellas de gaseosas.
Acercándome al borde del pozo, lo vi ocupado por un grupo constituido por media
docena de hombres. Estaban allí Henderson, Ogilvy y un individuo alto y rubio que—
según supe después—era Stent, astrónomo del Observatorio Real, con varios obreros
que blandían palas y picos. Stent daba órdenes con voz clara y aguda. Se hallaba de
pie sobre el cilindro, el cual parecía estar ya mucho más frío; su rostro mostrábase
enrojecido y lleno de transpiración, y algo parecía irritarle.
Una gran parte del cilindro estaba ya al descubierto, aunque su extremo inferior se
encontraba todavía sepultado. Tan pronto como me vio Ogilvy entre los curiosos, me
invitó a bajar y me preguntó si tendría inconveniente en ir a ver a lord Hilton, el señor
del castillo.
Agregó que la multitud, y en especial los muchachos, dificultaban los trabajos de
excavación. Deseaban colocar una barandilla para que la gente se mantuviera a
distancia. Me dijo que de cuando en cuando se oía un ruido procedente del interior del
casco, pero que los obreros no habían podido destornillar la tapa, ya que ésta no
presentaba protuberancia ni asidero alguno. Las paredes del cilindro parecían ser
extraordinariamente gruesas y era posible que los leves sonidos que oían fueran en
realidad gritos y golpes muy fuertes procedentes del interior.
Me alegré de hacerle el favor que me pedía, ganando así el derecho de ser uno de
los espectadores privilegiados que serían admitidos dentro del recinto proyectado. No
hallé a lord Hilton en su casa; pero me informaron que lo esperaban en el tren que
llegaría de Londres a las seis. Como aún eran las cinco y cuarto me fui a casa a tomar
sulky procedente de Chobham y un carruaje deel té y eché luego a andar hacia la estación para recibirlo.

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