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jueves, 14 de octubre de 2010

LA GUERRA DE LOS MUNDOS - LIBRO 2 - PARTE 2


2 - LO QUE VIMOS DESDE LAS RUINAS
Después de comer volvimos al lavadero, y allí debo haberme dormido otra vez, pues
cuando levanté de nuevo la cabeza me encontré solo. La vibración y los golpes
continuaban con persistencia cansadora. Varias veces llamé al cura en voz baja, y al fin
avancé a tientas hasta la puerta de la cocina.
Todavía era de día y le vi al otro lado del cuarto apoyado contra la abertura
triangular que daba al lugar donde se hallaban los marcianos. Tenía los hombros
levantados y no pude verle la cabeza.
Oí una serie de ruidos, casi como los que predominan en un taller mecánico, y las
paredes temblaban con la vibración continua de los golpes. A través de la abertura pude
ver la copa de un árbol teñida de oro y el azul del cielo tranquilo de la tarde.
Por un momento me quedé mirando al cura, y al fin avancé con gran cuidado por
entre los fragmentos de loza que cubrían el piso.
Toqué la pierna de mi compañero y él dio un respingo tan violento, que derribó un
trozo de revoque, haciéndolo caer al suelo con fuerte ruido. Le así del brazo temiendo
que gritara y durante largo rato nos quedamos completamente inmóviles.
Después me volví para ver lo que quedaba de la pared. La caída del revoque había
dejado una raja vertical, y levantándome con cuidado sobre el tirante pude mirar por
allí hacia lo que el día anterior fuera un tranquilo camino suburbano. Vasto fue el
cambio que observé.
El quinto cilindro debe haber caído exactamente sobre la casa que visitáramos
primero. El edificio había desaparecido, completamente pulverizado y lanzado a los
cuatro vientos por el golpe.
El cilindro yacía ahora mucho más abajo de los cimientos originales, en un profundo
agujero, ya mucho más amplio que el pozo que viera yo en Woking. Toda la tierra de
alrededor había saltado ante el tremendo impacto y formaba montones que tapaban las
casas adyacentes. Había salpicado igual que el barro al recibir el golpe violento de un
martillo.
Nuestra casa habíase desplomado hacia atrás; la parte delantera, incluso el piso bajo,
estaba completamente destruida; por casualidad se salvaron la cocina y el lavadero, los
cuales estaban ahora sepultados bajo la tierra y las ruinas por todas partes menos
por el lado que daba al cilindro.
Estábamos, pues, al borde mismo del gran foso circular que los marcianos se
ocupaban en abrir. Los golpes que oíamos procedían de atrás, y a cada momento se
levantaba una nube de vapor verdoso que nos obstruía la visión.
El proyectil habíase abierto ya en el centro del pozo, y sobre el borde más lejano del
agujero, entre los restos de los setos, vimos una de las grandes máquinas de guerra,
abandonada ahora por su ocupante, y destacándose en toda su altura contra el cielo.
Al principio no me fijé mucho en el pozo o en el cilindro, aunque me ha resultado
más conveniente describirlos primero. Lo que más me llamó la atención en aquellos
momentos fue el extraordinario mecanismo reluciente que realizaba trabajos en la
excavación, y también las extrañas criaturas que se arrastraban lenta y
penosamente sobre un montón de tierra próximo.
El mecanismo me interesó más que nada. Era uno de esos complicados aparatos que
después dimos en llamar máquinas de trabajo y cuyo estudio ha dado ya un tremendo
impulso a los inventos terrestres.
A primera vista parecía ser una especie de araña metálica dotada de cinco patas
articuladas y muy ágiles y con un número extraordinario de palancas, barras y
tentáculos. La mayoría de sus brazos estaban metidos en el cuerpo; pero con tres
largos tentáculos retiraba un número de varas, chapas y barras que fortificaban las
paredes del cilindro. Al irlas extrayendo las levantaba para depositarlas sobre un
espacio llano que tenía detrás.
Sus movimientos eran tan rápidos, complejos y perfectos, que al principio no la tomé
por una máquina, a pesar de su brillo metálico. Las máquinas de guerra estaban
extraordinariamente bien coordinadas en todos sus movimientos, pero no podían
compararse a la que miraba ahora. La gente que nunca ha visto estas estructuras y
sólo puede guiarse por los vanos esfuerzos de los dibujantes y las descripciones
imperfectas de testigos oculares, como yo, no se da cuenta de la cualidad de vida que
poseían.
Recuerdo particularmente la ilustración incluida en uno de los primeros folletos que
se publicaron para dar al público un relato consecutivo de la guerra. Es evidente que el
artista hizo un estudio apresurado de una de las máquinas guerreras, y allí terminaba
su conocimiento de la materia. Las presentó como trípodes fijos, sin flexibilidad ninguna
y con una monotonía de efecto muy engañadora. El folleto que contenía estos dibujos
estuvo muy en boga y lo menciono aquí simplemente para advertir al lector contra la
impresión que puedan haber creado. Se parecían tanto a los marcianos que yo vi en
acción como puede parecerse un muñeco holandés a un ser humano. En mi opinión,
el folleto habría resultado mucho más útil sin ellos.
Al principio, como dije, la máquina de trabajo no me dio la impresión de que fuera
tal, sino más bien una criatura parecida a un cangrejo con un tegumento reluciente,
mientras que el marciano que la controlaba y que con sus delicados tentáculos
provocaba sus movimientos me pareció simplemente el equivalente a la porción
cerebral del cangrejo. Pero luego percibí la semejanza de su pie gris castaño y
reluciente con la de los otros cuerpos que se hallaban tendidos en el sucio, y
entonces me hice cargo de la verdadera naturaleza del habilísimo obrero. Al darme
cuenta de esto mi interés se desvió entonces hacia los verdaderos marcianos. Ya
había tenido una impresión pasajera de ellos y no oscurecía ahora mi razón el
primer momento de repugnancia. Además, me hallaba oculto e inmóvil y no me veía
obligado a huir.
Vi entonces que eran las criaturas más extraterrestres que imaginarse pueda. Eran
enormes cuerpos redondeados—más bien debería decir cabezas—, de un metro veinte
de diámetro, y cada uno tenía delante una cara. Esta cara no tenía nariz—los
marcianos parecen no haber tenido el sentido del olfato—, sino sólo un par de ojos
muy grandes y de color oscuro, y debajo de ellos una especie de pico carnoso. En
la parte posterior de la cabeza o cuerpo—no sé cómo llamarlo—había una superficie
tirante que oficiaba de tímpano y a la que después se ha considerado como la oreja,
aunque debe haber sido casi inútil en nuestra atmósfera, más densa que la de
Marte.
En un grupo alrededor de la boca había dieciséis tentáculos delgados y semejantes
a látigos, dispuestos en dos montones de ocho cada uno. Estos montones han sido
llamados manos por el profesor Howes, el distinguido anatomista.
Cuando vi a esos marcianos parecían todos esforzarse por alzarse sobre esas
manos; pero, naturalmente, con el peso aumentado debido a la mayor gravedad de la
Tierra, esto les resultaba imposible. Hay razones para suponer que en su planeta
materno deben haber avanzado sobre ellos con relativa facilidad.
Diré de paso que el estudio de estos seres ha demostrado después que su anatomía
interna era muy sencilla. La mayor parte de la estructura era el cerebro, que enviaba
enormes nervios a los ojos, oreja y tentáculos táctiles.! Además de esto estaban los
complicados pulmones, a los que daba la boca directamente, y luego el corazón y sus
arterias. La laboriosa función pulmonar causada por nuestra atmósfera, más densa, y
por la mayor atracción; gravitacional era claramente evidente en los convulsivos
movimientos de sus cuerpos.
Y esto es el total de los órganos marcianos. Por extraño que el detalle pueda
parecer a un ser humano, todo el complejo aparato de la digestión, que forma la
mayor parte de nuestros cuerpos, no existe en los marcianos. Eran cabezas,
solamente cabezas. Entrañas no tenían. No comían y, naturalmente, no tenían nada
que digerir. En cambio, se apoderaban de la sangre fresca de otros seres vivientes
y la
mencionaré a su debido tiempo. Pero aunque se me tache de demasiado
escrupuloso, no puedo decidirme a describir lo que no me fue posible estar
mirando mucho tiempo. Baste decir que la sangre obtenida de un animal todavía
vivo, en la mayoría de los casos de un ser humano, era introducida directamente
en el canal receptor por medio de una pipeta pequeña...
Sin duda alguna, la sola idea de este procedimiento nos resulta horriblemente
repulsiva, mas al mismo tiempo opino que deberíamos recordar lo repulsivos que
habrían de parecer nuestros hábitos carnívoros a un conejo dotado de facultades
razonadoras.
Son innegables las ventajas fisiológicas de la práctica de la inyección de sangre.
Para aceptarlas basta pensar en el tremendo derroche de tiempo y energía que es
para los humanos la función de comer y el proceso digestivo. Nuestros cuerpos
están constituidos casi por completo por glándulas, conductos y órganos cuya función
es la de convertir en sangre los alimentos más heterogéneos. Los procesos
digestivos y sus reacciones sobre el sistema nervioso consumen nuestras fuerzas y
afectan nuestras mentes. Los hombres suelen ser felices o desdichados según
tengan el hígado sano o enfermo o de acuerdo con el funcionamiento de sus
glándulas gástricas. Pero los marcianos se encuentran elevados en un plano superior
a todas estas fluctuaciones orgánicas de estados de ánimo y emoción.
Su innegable preferencia por los hombres para que les sirvieran de alimento se
explica, en parte, por los restos de las víctimas que trajeron con ellos desde Marte
como provisión. Estas criaturas, según podemos juzgar por los despojos que cayeron
en manos humanas, eran bípedos, con frágiles esqueletos silíceos (casi como el de
las esponjas silíceas) y débil musculatura, de un metro ochenta de estatura, cabeza
redonda y grandes ojos. Al parecer, trajeron dos o tres en cada cilindro y todos
murieron antes que llegaran a tierra. Es mejor que así fuera, pues el esfuerzo de
querer pararse en nuestro planeta habría destrozado todos los huesos de sus
cuerpos.
Y ya que estoy ocupado en esta descripción agregaré algunos detalles, que aunque
no fueron evidentes para nosotros en aquel entonces, permitirán al lector que no los
conoce formarse una idea más clara de lo que eran estas criaturas tan belicosas.
En otros tres puntos diferían fisiológicamente de nosotros. Estos seres no dormían
nunca, como no lo hace el corazón del hombre. Como no tenían un gran sistema
muscular que debiera recuperarse de sus fatigas, la extinción periódica que es el
sueño era desconocida para ellos. No parecen haber conocido lo que es el
cansancio. En nuestra Tierra jamás pudieron moverse sin hacer grandes esfuerzos;
sin embargo, estuvieron en movimiento hasta el último minuto. Cumplían veinticuatro
horas de labor durante el día, como quizá lo hagan en la Tierra las hormigas.
Además, por extraño que parezca en un mundo sexual, los marcianos carecían de
sexo y, por tanto, se veían libres de las tumultuosas emociones causadas en los
seres humanos por esa diferencia. Ya no cabe la menor duda de que un marciano
joven nació aquí, en la Tierra, durante la contienda, y se le halló adherido a su padre,
como un pimpollo, tal como aparecen los bulbos de los lirios o los animales jóvenes
inyectaban en sus venas. Yo mismo: los he visto hacer esto, como lo
en el pólipo de agua dulce.
En el hombre y en todas las formas más adelantadas de vida terrestre ese
sistema de crecimiento ha desaparecido; pero aun en la Tierra fue, sin duda, el que
primó al principio. Entre los animales más bajos de la escala, y aun hasta en los
tunicados, aquellos primeros primos de los animales vertebrados, los dos procesos
ocurren por igual; pero, finalmente, el método sexual terminó por sobrepasar a su
competidor. En Marte, empero, ha ocurrido lo contrario.
Vale la pena comentar que cierto escritor de reputación
escribió mucho antes de la invasión marciana, profetizó para el hombre una estructura
final no muy diferente de la predominante entre los marcianos. Según recuerdo, su
profecía fue publicada en noviembre o diciembre de 1893, en una publicación extinta
ya hace tiempo, el
apareció en un periódico premarciano llamado
chanza—que la perfección de los adelantos mecánicos terminaría por reemplazar a
los órganos, y la perfección de las sustancias químicas, a la digestión; que detalles
externos, tales como el pelo, la nariz, los dientes, las orejas, la barbilla, no eran partes
esenciales del ser humano, y que la tendencia de la selección natural llegaría a suprimirlos
en los siglos venideros. Sólo el cerebro quedaría como necesidad cardinal. Sólo una parte del
cuerpo tenía un motivo verdadero para subsistir, y con ello se refería a la mano, «maestra y
agente del cerebro». Mientras que el resto del cerebro se empequeñeciera, las manos se
agrandarían.
Muchas palabras acertadas se escriben en broma, y en los marcianos tenemos la prueba
innegable de la supresión del aspecto animal del organismo por la inteligencia.
Por mi parte, no me cuesta creer que los marcianos pueden ser descendientes de seres
no muy diferentes de nosotros. Con el correr de las edades se fueron desarrollando el
cerebro y las manos (estas últimas se convirtieron, al fin, en dos grupos de delicados
tentáculos) a expensas del resto del cuerpo. Sin el cuerpo es natural que el cerebro se
convirtiera en una inteligencia más egoísta y carente del sustrato emocional de los seres
humanos.
El último punto importante en el cual diferían de nosotros estos seres era algo que
cualquiera habría considerado como un detalle trivial. Los microorganismos que causan
tantas enfermedades en la Tierra no han aparecido en Marte o la ciencia de los marcianos los
ha eliminado hace ya siglos. Todos los males, las fiebres y los contagios de la vida humana,
la tuberculosis, el cáncer, los tumores y otros flagelos similares no existen para ellos. Y ya
que hablo de las diferencias entre la vida marciana y la terrestre aludiré aquí a la curiosa
hierba roja.
Al parecer, el reino vegetal de Marte, en lugar de ser verde en su color predominante, es
de un matiz vividamente rojo. Sea como fuere, las semillas que (intencionada o
accidentalmente) trajeron consigo los marcianos se desarrollaron en todos los casos como
plantas de ese color. No obstante, sólo aquella que se conoce popularmente con el nombre
de hierba roja logró competir con las plantas terrestres. La enredadera roja es un vegetal de
crecimiento muy transitorio y pocas personas alcanzaron a verla. Pero la hierba roja medró
por un tiempo con un vigor y una exuberancia asombrosos. Se extendió por los costados del
pozo el tercer o cuarto día de nuestro encierro, y sus ramas, semejantes a las del cacto,
formaron un reborde carmesí en nuestra ventana triangular. Después la vi crecer en todo el
país y especialmente donde había corrientes de agua.
Los marcianos tenían lo que parece haber sido un órgano auditorio, un simple parche
vibratorio en la parte posterior de la cabeza-cuerpo, y ojos con un alcance visual no muy
diferente del nuestro, salvo que, según Philips, los colores azul y violeta los veían como
negros. Es creencia corriente que se comunicaban por medio de sonidos y movimientos
tentaculares; esto se asegura, por ejemplo, en el folleto, bien urdido, pero apresuradamente
compilado (escrito, evidentemente, por alguien que no presenció las acciones de los
quasi científica, quePall Malí Budget, y no he olvidado una parodia de la misma quePunch. Declaró—escribiendo en son de
marcianos), al cual he aludido ya, y que ha sido hasta ahora la fuente principal de información
referente a nuestros visitantes.
Ahora bien, ningún ser humano viviente vio tan bien a los marcianos en sus ocupaciones
como yo. No me ufano de lo que fue un accidente, pero tampoco puedo negar lo que es
verdad. Y yo afirmo que los observé desde muy cerca una y otra vez y que he visto cuatro,
cinco y hasta seis de ellos llevando a cabo con gran trabajo las tareas más complicadas sin
cambiar un solo sonido o comunicarse por medio del movimiento de sus tentáculos. Sus
peculiares gritos ululantes solían preceder, por lo general, al trabajo de alimentarse; no tenían
modulación alguna y, según creo, no eran una señal, sino simplemente la expiración de aire
preparatoria para la operación de succionar.
Creo poseer, por lo menos, un conocimiento elemental de fisiología, y en esto estoy
convencido de que los marcianos cambiaban ideas sin necesidad de medios físicos. Y me
convencí de esto a pesar de mis ideas preconcebidas de lo contrario. Antes de la invasión
marciana, como quizá lo recuerde algún lector ocasional, había escrito con no poca
vehemencia de expresión algunos ensayos que negaban la posibilidad de la comunicación
telepática.
Los marcianos no llevaban ropa alguna. Su concepción de ornamentos y decoro debía por
fuerza ser diferente de la nuestra, y no sólo eran mucho menos sensibles que nosotros a los
cambios de temperatura, sino que también parece que los cambios de presión no afectaban
seriamente su salud. Mas si no usaban ropas era precisamente en sus otras adiciones a sus
capacidades corporales donde residía su gran superioridad sobre el hombre. Nosotros, con
nuestras bicicletas y patines, nuestras máquinas Lilienthal de planear por el aire, nuestras
armas y bastones, así como también con otras cosas, nos hallamos en los comienzos de la
evolución, que para los marcianos ya ha completado su círculo.
Ellos se han convertido prácticamente en puro cerebro y usan sus diversos cuerpos según
sus necesidades, tal como los hombres usamos trajes y tomamos una bicicleta en un
momento de apuro o un paraguas cuando llueve.
Y con respecto a sus aparatos, quizá no haya para el hombre nada más maravilloso que el
hecho curioso de que el detalle predominante en todos los mecanismos ideados por el
hombre, o sea, la rueda, no existe para ellos. Entre todas las cosas que trajeron a la Tierra no
hay nada que sugiera el uso de la rueda. Sería lógico esperar que la usaran, por lo menos, en
la locomoción. Y con respecto a esto podría comentar de paso lo curioso que resulta pensar
que en la Tierra la naturaleza nunca ha creado la rueda y ha preferido otros medios para su
desarrollo. Y no sólo no conocían los marcianos (cosa que parece increíble) la rueda, o se
abstenían de emplearla, sino que también hacían muy poco uso del pivote fijo o semifijo en
sus aparatos, lo cual hubiera limitado los movimientos circulares a un solo plano. Casi todas
las articulaciones de sus maquinarias presentan un complicado sistema de partes deslizantes
que se mueven sobre pequeños cojinetes de fricción perfectamente curvados. Y ya que estoy
en estos detalles agregaré que las palancas largas de sus aparatos son movidas en casi
todos los casos por una especie de musculatura formada por discos dentro de una funda
elástica; estos discos quedan polarizados y se atraen con gran fuerza al ser tocados por una
corriente eléctrica. De esta manera se lograba el curioso paralelismo con los movimientos
animales, el cual resultó tan extraordinario y turbador para los observadores humanos.
Estos quasi músculos abundan en la máquina de trabajo que se parecía a un cangrejo y a
la cual vi ocupada en descargar el cilindro la primera vez que me asomé a la ranura. Daba la
impresión de ser mucho más viva que los marcianos, que yacían en el suelo, jadeantes y
moviéndose con gran dificultad después del vasto viaje a través del espacio.
Mientras estaba mirando sus débiles movimientos y notando cada uno de los extraños
detalles de sus formas, el cura me recordó su presencia tirándome violentamente del brazo.
Al volverme vi su rostro desfigurado por una mueca y la silenciosa elocuencia de sus labios.
Quería la ranura, la que sólo permitía espiar a uno por vez. Así, pues, tuve que dejar de
observarlos por un tiempo, mientras él gozaba de tal privilegio.
Cuando volví a mirar, la máquina de trabajo ya había unido varias de las piezas del
aparato que sacara del cilindro dándole una forma que era igual a la suya. Hacia la izquierda
apareció a la vista un pequeño mecanismo excavador, que emitía chorros de vapor verde y
avanzaba por los bordes del pozo, excavando y amontonando la tierra de manera metódica y
eficiente. Este aparato era el que había causado el golpeteo regular y los rítmicos temblores
que hacían vibrar nuestro ruinoso refugio. Resoplaba y silbaba al trabajar. Según me fue
posible ver, ningún marciano lo dirigía.

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