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jueves, 14 de octubre de 2010

LA GUERRA DE LOS MUNDOS - LIBRO 1 - PARTE 10


10 - DURANTE LA TORMENTA
Leatherhead está a unas doce millas de Maybury Hill. El aroma del heno predominaba
en el aire cuando llegamos a las praderas de más allá de Pyrford, y en los setos de
ambos lados del camino veíanse multitudes de rosas silvestres. Los disparos, que
empezaban mientras salíamos de Maybury Hill, cesaron tan bruscamente como se
iniciaron y la noche estaba ahora tranquila y silenciosa. Llegamos a Leatherhead
alrededor de las nueve y el caballo descansó una hora mientras cenaba yo con mis
primos y les recomendaba el cuidado de mi esposa.
Ella guardó silencio durante el viaje y la vi preocupada y llena de aprensión. Traté de
tranquilizarla diciéndole que los marcianos estaban condenados a quedarse en el pozo a
causa de su pesadez y que lo más que podían hacer era arrastrarse apenas unos
metros fuera del agujero. Pero ella me contestó con monosílabos. De no haber sido por la
promesa que hiciera al posadero, creo que me habría obligado a quedarme aquella
noche con ella. ¡Ojalá lo hubiera hecho! Recuerdo que estaba muy pálida cuando nos
separamos.
Por mi parte, todo ese día había estado bajo los efectos de una gran excitación. Me
dominaba algo muy semejante a la fiebre de la guerra, que ocasionalmente hace presa
de algunas comunidades civilizadas, y en mi fuero interno no lamentaba mucho tener
que volver a Maybury aquella noche. Hasta temí que los últimos disparos significaran la
exterminación de los invasores. Sólo puedo expresar mi estado de ánimo diciendo que
deseaba participar del momento triunfal.
Eran casi las once cuando inicié el regreso. La noche se tornó muy oscura para mí,
que salía de una casa iluminada, y el calor reinante era opresivo. En lo alto pasaban
raudas las nubes, aunque ni un soplo de brisa agitaba los setos a nuestro alrededor. El
criado de mis primos encendió las lámparas del coche. Por suerte conocía yo muy bien
el camino.
Mi esposa quedóse a la luz de la puerta y me observó hasta que subí al carruaje.
Después giró sobre sus talones y entró, dejando allí a mis primos, que me desearon
buen viaje.
Al principio me sentí algo deprimido al pensar en los temores de mi esposa; pero muy
pronto me puse a pensar en los marcianos. En aquel entonces ignoraba yo la marcha de
la contienda de aquella noche. Ni siquiera conocía las circunstancias que habían
precipitado el conflicto.
Al cruzar por Ockham vi en el horizonte occidental un resplandor rojo sangre, que al
acercarme más se fue extendiendo por el cielo. Las nubes de la tormenta que se
avecinaba se mezclaron entonces con las masas de humo negro y rojo.
Ripley Street estaba desierto, y salvo una que otra ventana iluminada, la aldea no
daba señales de vida; no obstante, a duras penas evité un accidente en la esquina del
camino de Pyrford, donde se hallaba reunido un grupo de personas que me daba la
espalda.
No me dijeron nada al pasar yo. No sé lo que sabían respecto a los acontecimientos
del momento e ignoro si en esas casas silenciosas frente a las que pasé se hallaban los
ocupantes durmiendo tranquilamente o se habían ido todos para presenciar los terrores
de la noche.
Desde Ripley hasta que pasé por Pyrford estuve en el valle del Wey y desde allí no
pude ver el resplandor rojizo. Al ascender la colina que hay más allá de la iglesia de
Pyrford, el resplandor estuvo de nuevo a mi vista y los árboles de mi alrededor
temblaban con los primeros soplos de viento que traía la tormenta. Después oí dar las
doce en el campanario del templo, que dejaba atrás, y luego avisté los contornos de
Maybury HUÍ, con sus árboles y techos recortándose claramente contra el fondo rojo del
cielo.
En el momento mismo en que veía esto, un resplandor verdoso iluminó el camino,
poniendo de relieve el bosque que se extendía hacia Addlestone. Sentí un tirón de las
riendas y vi entonces que las nubes se habían apartado para dejar paso a un destello
de fuego verdoso, que iluminó vivamente el cielo y los campos a mi izquierda. ¡Era la
tercera estrella que caía!
Inmediatamente después se iniciaron los primeros relámpagos de la tormenta y el
trueno comenzó a hacerse oír desde lo alto. El caballo mordió el freno y echó a correr
como enloquecido.
Una cuesta suave corre hacia el pie de Maybury HUÍ, y por allí descendimos. Una vez
que se iniciaron los relámpagos, éstos se sucedieron unos tras otros con su
correspondiente acompañamiento de truenos. Los destellos eran cegadores y dificultó
más mi situación el hecho de que empezó a caer un granizo que me golpeó la cara con
fuerza.
De momento no vi más que el camino que tenía delante; pero de pronto me llamó la
atención algo que se movía rápidamente por la otra cuesta de Maybury HUÍ. Al principio
lo tomé por el techo mojado de una casa, pero uno de los relámpagos lo iluminó y pude
ver que se movía bamboleándose. Fue una visión fugaz, un movimiento confuso en la
oscuridad, y luego otro relámpago volvió a brillar y pude ver el objeto con perfecta
claridad.
¿Cómo podría describirlo? Era un trípode monstruoso, más alto que muchas casas, y
que pasaba sobre los pinos y los aplastaba en su carrera; una máquina andante de
metal reluciente, que avanzaba ahora por entre los brezos; de la misma colgaban
cuerdas de acero articuladas y el ruido tumultuoso de su andar se mezclaba con el
rugido de los truenos.
Un relámpago, y se destacó vividamente, con dos pies en el aire, para desvanecerse
y reaparecer casi instantáneamente cien metros más adelante cuando brilló el siguiente
relámpago. ¿Puede el lector imaginar un gigantesco banco de ordeñar que marche
rápidamente por el campo? Tal fue la impresión que tuve en esos momentos.
Súbitamente se apartaron los árboles del bosque que tenía delante. Fueron
arrancados y arrojados a cierta distancia y después apareció otro enorme trípode, que
corría directamente hacia mí.
Al ver al segundo monstruo perdí por completo el valor. Sin lanzar otra mirada desvié
el caballo hacia la derecha y un momento después volcaba el coche. Las varas se
rompieron ruidosamente y yo me vi arrojado hacia un charco lleno de agua.
Salí del charco casi inmediatamente y me quedé agazapado detrás de un matorral. El
caballo yacía muerto y a la luz de los relámpagos vi el coche volcado y la silueta de
una rueda que giraba con lentitud. Un momento después pasó por mi lado el
mecanismo colosal y siguió cuesta arriba en dirección a Pyrford.
Visto de más cerca, el artefacto resultaba increíblemente extraño, pues noté entonces
que no era un simple aparato que marchara a ciegas. Era, sí, una máquina y
resonaba metálicamente al avanzar, mientras que sus largos tentáculos flexibles (uno
de los cuales asía el tronco de un pino) se mecían a sus costados.
Iba eligiendo su camino al avanzar y el capuchón color de bronce que la
remataba se movía de un lado a otro como si fuera una cabeza que se volviera para
mirar a su alrededor. Detrás del cuerpo principal había un objeto enorme de metal
blanco, como un gigantesco canasto de pescador, y un humo verdoso salía de las
uniones de los miembros al andar el monstruo. Un momento después desapareció de mi
vista.
Esto es lo que vi entonces y fue todo muy vago e impreciso.
Al pasar lanzó un aullido ensordecedor, que ahogó el retumbar de los truenos. Sonaba
como: «¡Alú! ¡Alú!» Un momento más tarde estaba con su compañero, a media milla de
distancia, y agachándose sobre algo que había en el campo. Estoy seguro de que ese
objeto al que prestaron su atención era el tercero de los diez cilindros que dispararon
contra nosotros desde Marte.
Durante varios minutos estuve allí agazapado, observando a la luz intermitente de los
relámpagos a aquellos seres monstruosos que se movían a distancia. Comenzaba a
caer una llovizna fina y debido a esto noté que sus figuras desaparecían por
momentos para reaparecer luego. De cuando en cuando cesaban los destellos en el
cielo y la noche volvía a tragarlos.
Estaba yo completamente empapado y pasó largo rato antes que mi asombro me
permitiera reaccionar lo suficiente como para subir a terreno más alto y seco.
No muy lejos de mí vi una choza rodeada por un huerto de patatas. Corrí hacia
ella en busca de refugio y llamé a la puerta, mas no obtuve respuesta alguna. Desistí
entonces, y aprovechando la zanja al costado del camino logré alejarme sin que me
vieran los monstruos y llegar al bosque de pinos.
Protegido ya entre los árboles continué andando en dirección a mi casa. Reinaba allí
una oscuridad completa, pues los relámpagos eran ahora mucho menos frecuentes, y la
lluvia, que caía a torrentes, formaba una cortina a mi alrededor.
Si hubiera comprendido el significado de todo lo que acababa de ver, de inmediato
me hubiese vuelto por Byflett hasta Street Cobham y de allí a Leatherhead a unirme
con mi esposa.
Tenía la vaga idea de ir a mi casa y eso fue todo lo que me interesó. Anduve a
tropezones por entre los árboles, caí en una zanja y me golpeé contra las tablas para
llegar, finalmente, al caminillo del College Arms.
En medio de la oscuridad se tropezó conmigo un hombre y me hizo retroceder. El
pobre individuo profirió un grito de terror, saltó hacia un costado y echó a correr antes
que me recobrase yo lo suficiente como para dirigirle la palabra. Tan fuerte era la
tormenta, que me costó muchísimo ascender la cuesta. Me acerqué a la cerca de la
izquierda y fui agarrándome a los postes para poder subir.
Cerca de la cima tropecé con algo blando y a la luz de un relámpago vi entre mis
pies un trozo de género y un par de zapatos. Antes que pudiera percibir bien cómo
estaba tendido el hombre, volvió a reinar la oscuridad.
Me quedé parado sobre él esperando el relámpago siguiente. Cuando brilló la luz vi
que era un hombre fornido que vestía pobremente; tenía la cabeza doblada bajo el
cuerpo y estaba tendido al lado de la cerca, como si hubiera sido arrojado hacia ella con
tremenda violencia.
Venciendo la repugnancia natural de quien no ha tocado nunca un cadáver, me
agaché y le volví para tocarle el pecho. Estaba muerto. Aparentemente, se había
desnucado.
Volvió a brillar el relámpago y al verle la cara me levanté de un salto. Era el posadero
del «Perro Manchado», a quien alquilara el coche.
Pasé sobre él y continué cuesta arriba, pasando por la comisaría y el College Arms
para ir a mi casa. No ardía nada en la ladera, aunque sobre el campo comunal se veía
aún el resplandor rojizo y las espesas nubes de humo. Según vi a la luz de los
relámpagos, la mayoría de las casas de los alrededores estaban intactas. Cerca del
College Arms descubrí un bulto negro que yacía en medio del camino.
Camino abajo, en dirección al puente de Maybury, ¡resonaban voces y pasos, mas no
tuve el coraje de gritar
casa, eché llave a la puerta y avancé tambaleante hasta el pie de la escalera,
sentándome en el último escalón. No hacía más que pensar en los monstruos
metálicos y en el cadáver aplastado contra la cerca.
Me acurruqué allí con la espalda contra la pared y me estremecí violentamente.
> para atraer la atención de los que fueran. Entré en mi!

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