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jueves, 14 de octubre de 2010

LA GUERRA DE LOS MUNDOS - LIBRO 2 - PARTE 1


LIBRO SEGUNDO - LA TIERRA DOMINADA POR LOS MARCIANOS
1 - APLASTADOS

En el primer libro me he apartado un tanto de mis aventuras para relatar las
experiencias de mi hermano, y durante el transcurso de los acontecimientos narrados
en los dos últimos capítulos, el cura y yo hemos estado ocultos en la casa abandonada
de Halliford, donde huimos para escapar del humo negro.
Allí reanudo mi narración.
Estuvimos en esa casa el domingo por la noche y todo el día siguiente—que fue el del
pánico—, en una islita de luz separada del resto del mundo por el humo negro. No
podíamos hacer otra cosa que esperar en la mayor inactividad durante esas cuarenta y
ocho horas.
Yo estaba terriblemente ansioso por mi esposa. Me la figuré en Leatherhead,
aterrorizada, en peligro, llorándome ya por muerto. Me paseé por las habitaciones y lancé
exclamaciones al pensar en cómo me hallaba apartado de ella y en todo lo que podría
ocurriría durante nuestra separación. Sabía que mi primo era hombre capaz de hacer
frente a cualquier emergencia; pero no era la clase de individuo que se diera cuenta del
peligro con prontitud y que obrara sin pérdida de tiempo. Lo que se necesitaba en
esos momentos no era bravura, sino circunspección.
Me consolaba, no obstante, la creencia de que los marcianos iban hacia Londres,
alejándose de ella. Esos vagos temores me tornaron demasiado sensitivo. Pronto me
sentí irritado ante las constantes exclamaciones del cura. Me harté de ver su egoísta
desesperación. Después de reñirle inútilmente me aparté de él, quedándome en un
cuarto en que había globos, juegos y cuadernos, y era, me siguió hasta allí, me fui al
desván y me encerré, a fin me siguió hasta allí, me fui al altillo y me encerré, a fin de
estar a solas con mis preocupaciones.
Todo ese día y la mañana del siguiente estuvimos completamente cercados por el
humo negro. El domingo por la noche vimos señales de que había gente en la casa
vecina; una cara en una ventana y algunas luces que se movían, así como también el
ruido de una puerta al cerrarse. Mas no sé quiénes eran ni qué fue de ellos. Al día
siguiente no los vimos más. El humo negro se deslizó lentamente hacia el río
durante toda la mañana del lunes, acercándose cada vez más a nosotros y pasando,
al fin, por el camino próximo a la casa que nos servía de escondite.
Alrededor del mediodía se presentó un marciano para dispersar el humo con un
chorro de vapor, que silbó al tocar las paredes, destrozó todas las ventanas y
quemó la mano del cura cuando éste huyó de la sala.
Cuando nos adelantamos, al fin, por las habitaciones empapadas y volvimos a mirar
hacia afuera, el terreno exterior parecía haber sido cubierto por una abundante nieve
negra. Al mirar hacia el río nos asombró ver algo rojo que se mezclaba con la negrura
de la campiña quemada.
Por un tiempo no comprendí en qué sentido afectaba esto nuestra situación,
salvo que nos veíamos libres, al fin, del terrible humo negro. Pero después caí en la
cuenta de que ya no estábamos prisioneros, de que podíamos escapar. Tan pronto
como me di cuenta de esto volví a formular mis planes de acción. Pero el cura se
mostró poco razonable y nada dispuesto a seguirme.
—Aquí estamos a salvo—expresó varias veces.
Decidí dejarlo. ¡Ojalá lo hubiera hecho! Mejor preparado ahora por las enseñanzas
del artillero, busqué alimento y bebida. Había hallado aceite y algunos trapos para
tratar mis quemaduras y tomé también un sombrero y una camisa de franela que
estaban en uno de los dormitorios.
Cuando mi compañero se dio cuenta de que me iría solo se decidió, al fin, a
acompañarme. Y como reinó la calma durante toda la tarde partimos a eso de las
cinco por el camino ennegrecido que se extendía hacia Sunbury.
En esta población, así como también a lo largo del camino, había cadáveres
tendidos en diversas actitudes —tanto de hombres como de caballos—, carros
volcados y maletas diseminadas, todo ello cubierto por un polvo negro.
Aquel manto de polvo negro me hizo pensar en lo que había leído sobre la
destrucción de Pompeya.
Llegamos a Hampton Court sin dificultades y allí nos alivió un tanto ver un trozo de
terreno herboso que asomaba por entre la negrura circundante.
Cruzamos Bushey Park, por donde avistamos a algunos hombres y mujeres que se
alejaban en dirección a Hampton, y así llegamos a Twickenham. Aquéllas eran las
primeras personas que veíamos.
Del otro lado del camino, más allá de Ham y Petersham, los bosques seguían
ardiendo. Twickenham no había sufrido los efectos del rayo calórico ni del humo
negro y allí encontramos algunas personas, aunque nadie pudo darme ninguna
noticia. En su mayoría eran como nosotros y aprovechaban la calma momentánea
para cambiar de refugio.
Tengo la impresión de que muchas de las casas seguían ocupadas por sus
atemorizados dueños, los cuales no se atrevían a huir. Allí también veíase la
evidencia de una fuga apresurada por el camino. Recuerdo vividamente tres
bicicletas destrozadas y aplastadas por las ruedas de los vehículos que les
pasaran por encima.
Alrededor de las ocho y media cruzamos el puente de Richmond, y al hacerlo
noté que flotaba por el río una gran masa roja de varios metros de anchura. No sé
lo que era—no tuve tiempo para estudiarla—y la consideré como algo más
horrible de lo que resultó ser en realidad. También allí, en el lado de Surrey,
estaba el polvo negro que fuera humo y muchos cadáveres cerca de la estación.
No vimos a los marcianos hasta que nos encontramos a cierta distancia de
Barnes.
A lo lejos avistamos a un grupo de tres personas, que corrían por una calle
transversal en dirección al río. Colina arriba, el pueblo de Richmond estaba
ardiendo; en las afueras de la población no había rastros del humo negro.
De pronto, cuando nos acercábamos a Kew, llegó corriendo un grupo de gente y
sobre los tejados vimos la parte superior de una de las máquinas guerreras de
los marcianos, a menos de cien metros de nosotros.
Nos quedamos anonadados ante el peligro, y si el marciano hubiera mirado
hacia abajo habríamos perecido de inmediato. Estábamos tan aterrorizados que
no nos atrevimos a seguir adelante, sino que nos desviamos para escondernos en
el cobertizo de un jardín. Allí se acurrucó el cura, llorando silenciosamente y
negándose a moverse.
Pero mi idea de llegar a Leatherhead no me daba descanso; al oscurecer volví
a salir. Avancé por entre los setos y a lo largo de un pasaje paralelo a una casa
que se elevaba en medio de un amplio terreno, saliendo así al camino que iba a
Kew. El cura salió entonces del cobertizo para seguirme.
Aquella segunda salida fue la locura más grande que cometí, pues era evidente
que los marcianos se hallaban en los alrededores. No acababa de alcanzarme mi
compañero cuando vimos otro de los gigantes en dirección a Kew Lodge. Cuatro o
cinco figuras negras corrían frente a él por un campo, y en seguida nos dimos cuenta de
que el marciano los perseguía. En tres zancadas estuvo junto a ellos y los fugitivos se
alejaron de entre sus piernas en todas direcciones. No empleó su rayo calórico para
matarlos, sino que los fue apresando uno por uno. Aparentemente, los arrojaba al interior
de un gran cajón metálico que llevaba colgado atrás, tal como los canastos que llevan
pendientes del hombro los pescadores.
Fue la primera vez que comprendí que los marcianos podrían tener otras intenciones
que no fueran la de destruir a la humanidad vencida. Por un momento nos quedamos
petrificados; luego giramos sobre nuestros talones y transpusimos la puerta que
teníamos a nuestra espalda para entrar en un jardín cerrado. Caímos luego en una
zanja y allí nos quedamos, sin atrevernos a susurrar siquiera hasta que brillaron las
estrellas en el cielo.
Creo que eran ya las once de la noche cuando cobramos suficiente valor para salir de
nuevo. Esta vez no nos aventuramos por el camino, sino que avanzamos sigilosamente
por entre los setos y plantaciones, mientras que estudiábamos la oscuridad circundante
en busca de los marcianos, que parecían hallarse por todas partes. En un punto
pasamos sobre un área quemada y ennegrecida, que ahora se estaba enfriando. Vimos
también un número de cadáveres horriblemente quemados en la cabeza y los hombros,
pero con las piernas intactas. A unos quince metros de una hilera de cañones
destrozados había numerosos caballos muertos.
Sheen había escapado de la destrucción, pero la aldea estaba silenciosa y desierta.
Allí no encontramos muertos, aunque la noche era demasiado oscura para que
pudiéramos ver las calles laterales. En Sheen se quejó de pronto mi compañero de que
sufría hambre y sed y decidimos probar suerte en una de las casas.
La primera en la que entramos, después de forzar una ventana, era una villa apartada
de las demás. Allí no encontramos otro comestible que un trozo de queso viejo. Mas
había agua para beber, y me apoderé de un hacha pequeña, que me serviría para
entrar en alguna otra vivienda.
Cruzamos el camino hasta un lugar donde el mismo describe una curva en
dirección a Mortlake. Allí se elevaba una casa blanca en el centro de un jardín
cerrado, y en la despensa encontramos cierta cantidad de alimentos. Había dos
panes grandes, un bistec crudo y medio jamón. Doy estos detalles tan precisos
porque ocurrió que estábamos destinados a subsistir con esas provisiones durante
los quince días siguientes. Bajo un anaquel encontramos varias botellas de cerveza y
había dos bolsas de alubias y un poco de lechuga. La alacena daba a una cocina,
en la que había leña. En un armario descubrimos cerca de una docena de botellas de
vino, latas de sopa y salmón y dos latas de bizcochos.
Nos sentamos en la cocina, sin atrevernos a encender la luz, y comimos pan y
jamón, bebiendo también el contenido de una botella de cerveza. El cura, que seguía
mostrándose atemorizado e inquieto, sugirió que siguiéramos viaje, y yo le estaba
recomendando que repusiera sus fuerzas con el alimento cuando sucedió lo que
habría de aprisionarnos.
—Todavía no puede ser medianoche—dije.
En ese momento hubo un destello cegador de luz verdosa. Toda la cocina quedó
iluminada fugazmente para oscurecer casi en seguida.
Siguió luego una conmoción tal como jamás he vuelto a oír. Casi
instantáneamente resonó detrás de mí un tremendo golpe, el estrépito de muchos
vidrios, un estruendo y el ruido de las paredes que se desplomaban a nuestro
alrededor. Acto seguido se nos vino encima el revoque del cielo raso, haciéndose
añicos sobre nuestras cabezas.
Yo caí contra la manija del horno y quedé atontado. Estuve sin sentido durante
largo rato, según me dijo luego el cura, y cuando me recobré estábamos de nuevo
en la oscuridad y él tenía la cara empapada en sangre, que le manaba de una
herida en la frente.
Por un tiempo no pude recordar lo que había pasado. Luego me fui haciendo cargo
poco a poco de lo sucedido.
—¿Está mejor?—me preguntó el cura en voz muy baja.
Me senté entonces para responderle.
—No se mueva—me dijo—. El piso está cubierto de fragmentos de loza y vasos del
armario. No se puede mover sin hacer ruido y creo que
ellos están fuera.
Nos quedamos tan en silencio, que pudimos oír mutuamente el sonido leve de
nuestra respiración. Todo parecía en calma, aunque en cierta oportunidad cayó un
poco de revoque de la pared y dio en el suelo con un golpe sordo. En el exterior, y
muy cerca de nosotros, resonaba un ruido metálico intermitente.
—¡Eso!—dijo el cura cuando se repitió el sonido.
—Sí—repuse—. ¿Pero que es?
—Un marciano.
Volví a prestar atención.
—No se parece al rayo calórico—expresé, y por un momento tuve la idea de que
una de las máquinas guerreras de los marcianos había tropezado con la casa, tal
como aquella otra que viera derribar la torre de la iglesia de Shepperton.
Nuestra situación era tan extraña e incomprensible, que durante tres o cuatro
horas, hasta que llegó el alba, no nos movimos casi nada. Y entonces se filtró la luz al
interior de la casa, aunque no por la ventana, que siguió oscura, sino por una
abertura triangular entre un tirante y un montón de ladrillos rotos en la pared a
nuestra espalda. Por primera vez vimos vagamente la cocina en que nos
hallábamos.
La ventana había sido destrozada por una masa de tierra negra, que llegaba
hasta la mesa a la que habíamos estado sentados. Fuera, la tierra se apilaba hasta
gran altura contra el costado de la casa. En la parte superior del marco de la
ventana pude ver un caño arrancado del suelo.
El piso estaba cubierto de loza destrozada; el extremo de la cocina que daba al
cuerpo principal del edificio estaba derribado, y como por allí brillaba la luz del día, era
evidente que la mayor parte de la casa se había desplomado.
Contrastando vividamente con toda esta ruina vimos que el armario estaba intacto
con gran parte de su contenido.
Al aclararse la luz observamos por la abertura de la pared el cuerpo de un marciano,
que, según supongo, montaba la guardia junto al cilindro, todavía candente.
Ante tal espectáculo nos alejamos todo lo posible de la luz y fuimos hacia la
oscuridad del lavadero.
Bruscamente me hice cargo de lo ocurrido.
—El quinto cilindro—susurré—. El quinto disparo de Marte ha dado en esta casa y nos
ha atrapado entre las ruinas.
Durante un momento estuvo el cura en silencio; luego murmuró:
—¡Que Dios se apiade de nosotros!
Poco después le oí sollozar por lo bajo.
Con excepción de ese sonido, guardamos el más absoluto silencio. Por mi parte,
apenas si me atrevía a respirar, y me quedé con los ojos clavados en la luz débil que
llegaba por la puerta de la cocina. Alcanzaba a ver apenas la cara pálida del cura, su
cuello y sus puños. En el exterior comenzó a resonar un martilleo metálico, al que
siguió un ulular violento. Un momento más tarde, tras un intervalo de silencio, oímos un
silbido como el escape de una máquina de vapor.
Estos ruidos, en su mayor parte misteriosos, continuaron de manera intermitente y
parecieron acrecentar en número a medida que transcurría el tiempo. Después oímos
golpes mesurados y una vibración violenta, que hizo temblar todo lo que nos rodeaba y
saltar los recipientes que había en el armario. En cierta oportunidad se eclipsó la luz y
la entrada de la cocina quedó completamente a oscuras. Durante muchas horas nos
quedamos allí acurrucados en silencio y temblorosos, hasta que, al fin, se agotaron
nuestras fuerzas...
Pasado un lapso me desperté hambriento. Creo que debe haber transcurrido la
mayor parte de un día antes que despertara. Mi hambre era tan insistente que me
obligó a entrar en acción. Le dije a mi compañero que iba a buscar alimentos y avancé
a tientas hacia la despensa. Él no me respondió, pero tan pronto como empecé a comer
le oí acercarse arrastrándose.

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