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jueves, 14 de octubre de 2010

LA GUERRA DE LOS MUNDOS - LIBRO 1 - PARTE 15


15 - LO QUE SUCEDIÓ EN SURREY
Los marcianos habían renovado su ofensiva cuando el cura y yo nos hallábamos
hablando cerca de Halliford y mientras mi hermano observaba a los grupos de fugitivos
que llegaban por el puente de Westminster.
Según puede conjeturarse por los relatos diversos que se hicieron de sus actividades,
la mayoría de ellos estuvieron haciendo sus preparativos en el pozo de Horsell hasta las
nueve de aquella noche, apresurando un trabajo que provocó grandes cantidades de
humo verde.
Tres de ellos salieron alrededor de las ocho, y avanzando lenta y cautelosamente
pasaron por Byfleet y Pyrford en dirección a Ripley y Weybridge, llegando así a la
vista de las baterías, que esperaban el momento de entrar en acción.
Estos marcianos no avanzaron unidos, sino a una distancia de milla y media uno de
otro, y se comunicaron por medio de aullidos, como el ulular de una sirena.
Fueron estos aullidos y los cañonazos procedentes de St. George Hill los que oímos
nosotros en Upper Halliford. Los artilleros de Ripley, voluntarios de poca experiencia, que
nunca debieron haber ocupado aquella posición, dispararon una andanada prematura e
inútil y escaparon a pie y a caballo por la aldea desierta. El marciano al que atacaron
marchó tranquilamente hasta sus cañones, sin usar siquiera su rayo calórico, avanzó
por entre las piezas de artillería y cayó inesperadamente sobre los cañones de Painshill
Park, los cuales destruyó por completo.
Pero los soldados de St. George Hill estaban mejor dirigidos o eran más valientes.
Ocultos en un bosquecillo como estaban, parecen haber tomado por sorpresa al
marciano que se hallaba más próximo a ellos. Apuntaron sus armas tan
deliberadamente como si hicieran prácticas de tiro e hicieron fuego desde una distancia
de mil metros.
Las granadas estallaron todas alrededor del monstruo y le vieron avanzar unos
pasos más, tambalearse y caer. Todos gritaron jubilosos e inmediatamente volvieron
a cargar los cañones. El marciano derribado lanzó un prolongado grito ululante y de
inmediato le respondió uno de sus compañeros apareciendo por entre los árboles del
sur.
Una de las granadas había destruido una pata del trípode que sostenía al marciano
caído. La segunda descarga no hizo blanco, y los otros dos marcianos hicieron funcionar
simultáneamente sus rayos calóricos apuntando a la batería. Estalló la munición, se
incendiaron los pinos de los alrededores y sólo escaparon uno o dos de los artilleros,
que ya corrían sobre la cima de la colina.
Después de esto parece que los tres gigantes sostuvieron una conferencia y se
detuvieron, y los exploradores que los observaban afirman que permanecieron allí
parados durante la siguiente media hora.
El marciano que fuera derribado salió muy despacio de su capuchón y se puso a
reparar el daño sufrido por uno de los soportes de su máquina. Alrededor de las
nueve ya había terminado, y se volvió a ver su capuchón por encima de los árboles.
Eran las nueve y minutos cuando llegaron hasta los tres centinelas otros cuatro
marcianos, que llevaban gruesos tubos negros. Uno de estos tubos fue entregado a
cada cual de los tres y los siete se distribuyeron entonces a igual distancia entre sí,
formando una línea curva entre St. George Hull, Weybridge y la aldea de Send, al
sudoeste de Ripley.
Tan pronto comenzaron a moverse volaron de las colinas una docena de cohetes,
que advirtieron del peligro a las baterías de Ditton y Esher. Al mismo tiempo, cuatro de
los gigantes, similarmente armados con tubos, cruzaron el río, y a dos de ellos vimos el
cura y yo cuando avanzábamos trabajosamente por el camino que se extiende al norte
de Halliford. Nos pareció que se morían sobre una nube, pues una neblina blanca
cubría los campos y se elevaba hasta una tercera
Al ver el espectáculo, el cura lanzó un grito ahogado y echó a correr; pero yo sabía
que era inútil escapar de esa manera y me volví hacia un costado para internarme por
entre los matorrales y bajar a la ancha zanja que bordea el camino. Él volvió la
cabeza, vio lo que hacía yo y fue a unirse conmigo.
Los dos marcianos se detuvieron, el más próximo mirando hacia Sunbury, y el otro,
en dirección a Staines, a bastante distancia.
Habían cesado sus aullidos y ocuparon sus posiciones en la extensa línea curva en el
silencio más absoluto. Esta línea era una especie de media luna de doce millas de largo.
Jamás se ha iniciado una batalla con tanto silencio. Para nosotros y para algún
observador situado en Ripley, el efecto hubiera sido el mismo: los marcianos parecían
estar en plena posesión de todo lo que cubría la noche, iluminada sólo por la luna, las
estrellas y los últimos resplandores ya débiles del día fenecido.
Pero enfrentando a esa media luna desde todas partes, en Staines, Hounslow, Ditton,
Esher, Ockham, detrás de las colinas y bosques del sur del río y al otro lado de las
campiñas del norte, se hallaban los cañones.
Estallaron los cohetes de señales y llovieron sus chispas fugazmente en lo alto del
cielo, y los que servían a los cañones se dispusieron a la lucha. Los marcianos no
tenían más que avanzar hacia la línea de fuego e inmediatamente estallaría la batalla.
Sin duda alguna, la idea que predominaba en la mente de todos, tal como ocurría
conmigo, era la referente al enigma de lo que los marcianos pensaban de nosotros. ¿Se
darían cuenta de que estábamos organizados, teníamos disciplina y trabajábamos en
conjunto? ¿O interpretaban nuestros cohetes, el estallido de nuestras granadas y
nuestra constante vigilancia de su campamento como interpretaríamos nosotros la furiosa
parte de su altura.
unanimidad de ataque en un enjambre de abejas cuya colmena hubiéramos destruido?
¿Soñaban que podrían exterminarnos?
Un centenar de preguntas similares presentábanse a mi mente mientras vigilaba al
centinela. Además, tenía yo presente las fuerzas ocultas que se hallaban en dirección a
Londres. ¿Habrían preparado trampas? ¿Estaban listas las fábricas de Hounslow?
¿Tendrían los londinenses el coraje de defender su ciudad hasta el fin?
Luego, al cabo de una espera que nos resultó interminable, oímos el estampido
distante de un cañonazo. Siguió otro y luego otro más cercano. Y entonces el marciano
que se hallaba próximo a nosotros levantó su tubo y lo descargó como una pistola,
produciendo un estampido estruendoso que hizo temblar el suelo. Lo mismo hizo el
gigante que estaba hacia el lado de Staines. No hubo fogonazo ni humo, sólo se
produjo la detonación. Me llamaron tanto la atención esas armas y las detonaciones
continuadas, que olvidé el riesgo y trepé hasta el matorral para mirar hacia Sunbury.
Cuando hice esto, oí atea detonación y un proyectil de buen tamaño pasó por el aire en
dirección a Houslow.
Esperé, por lo menos, ver humo o fuego u otra evidencia de efectividad. Mas todo lo
que vi fue el cielo azul profundo, con una estrella solitaria, y la neblina blanca que se
extendía sobre la tierra. Y no hubo otro golpe ni una explosión que hiciera eco a la
primera. Volvió a reinar el silencio. —¿Qué ha pasado?—preguntó el cura
acercándoseme.
—¡Sólo el cielo lo sabe!—repuse.
Pasó un murciélago, que se perdió en la distancia. Comenzó luego un distante tumulto
de gritos, que cesó de pronto. Miré de nuevo al marciano y vi que iba ahora hacia el
este con paso rápido y bamboleante.
A cada momento esperaba yo que disparara contra él alguna de las baterías ocultas,
pero el silencio de la noche no fue interrumpido por nada.
tornándose más pequeña a medida que se alejaba y, al fin, se lo tragaron la neblina y
las sombras de la noche. Siguiendo un mismo impulso, ambos trepamos más arriba. En
dirección a Sunbury se veía algo oscuro, como si hubiera crecido súbitamente por allí
una colina cónica que nos impidiera ver más allá, y luego, algo más lejos, por el lado de
Walton, vimos otro bulto similar. Esas formas elevadas se fueron tornando más bajas y
anchas mientras las mirábamos.
Impulsado por una idea súbita, miré hacia el norte y percibí por allí la tercera de
aquellas lomas negras.
Reinaba un silencio de muerte. Hacia el sudeste oímos entonces a los marcianos, que
aullaban para comunicarse unos con otros, y luego volvió a temblar el aire con el distante
detonar de sus armas. Pero la artillería terrestre no respondió al ataque.
En ese momento no comprendimos de qué se trataba; pero después me enteraría yo
del significado de aquellas lomas que formaran sobre la tierra. Cada uno de los
marcianos que integraban la línea de avanzada que he descrito había descargado por
medio del tubo un enorme recipiente sobre las colinas, arboladas, grupos de casas u
otro refugio posible para los cañones. Algunos dispararon sólo uno de los recipientes;
otros, dos, como el que viéramos nosotros; se dice que el de Ripley descargó no menos
de cinco.
Los recipientes se rompían al dar en tierra—no estallaban—, y al instante dejaban en
libertad un enorme volumen de un vapor pesado que se levantaba en una especie de
nube: una loma gaseosa que se hundía y se extendía lentamente sobre la región
circundante. Y el contacto de aquel vapor significaba la muerte para todo ser que
respira.
Este vapor era pesado, mucho más que el humo más denso, de modo que después de
haberse elevado al romperse el recipiente, volvía a hundirse por el aire y corría sobre el
suelo más bien como un líquido, abandonando las colinas y extendiéndose por los
La figura del marciano fue
valles, zanjas y corrientes de agua, tal como lo hace el gas de ácido carbónico que
emerge de las fisuras volcánicas. Y al entrar en contacto con el agua se operaba una
transformación química y la superficie del líquido quedaba cubierta instantáneamente por
una escoria, que se hundía con lentitud para dejar sitio al resto de la sustancia. Esta
escoria era insoluble y resulta extraño que—a pesar del efecto mortal del gas—se
pudiera beber el agua así contaminada sin sufrir daño alguno.
El vapor no se disipaba como lo hace el verdadero gas. Quedaba unido en montones,
corriendo lentamente por la tierra y cediendo muy poco a poco al empuje del viento para
hundirse, al fin, en la tierra en forma de polvo. Con excepción de que un elemento
desconocido da un grupo de cuatro líneas en el azul del espectro, nada sabemos sobre
la naturaleza de esta sustancia.
Una vez terminada su dispersión, el humo negro se adhería tanto al suelo, aun antes
de su precipitación, que a quince metros de altura, en los techos y en los pisos superiores
de las casas altas, así como también en los árboles, existía la posibilidad de escapar a
sus efectos ponzoñosos, como quedó demostrado aquella noche en Street Chobham y
Ditton.
El hombre que se salvó en el primero de estos lugares hace un relato notable de lo
extraño de aquella corriente negra y de cómo la vio desde el campanario de la iglesia, así
como también del aspecto que tenían las casas de la aldea al elevarse como fantasmas
sobre ese mar de tinta. Durante un día y medio permaneció allí, fatigado, medio muerto de
hambre y quemado por el sol, viendo el cielo azul en lo alto y abajo la tierra como una
extensión de terciopelo negro de la que sobresalían tejados rojos, las copas de los
árboles y más tarde setos velados, portones y paredes.
Pero aquello fue en Street Chobham, donde el vapor negro quedó hasta hundirse por
sí solo en la tierra. Per lo general, cuando ya había servido sus fines, los marcianos lo
eliminaban por medio de una corriente de vapor.
Esto hicieron con las lomas de vapor próximas a nosotros, mientras los
observábamos desde la ventana de una casa abandonada de Upper Halliford, donde
nos habíamos refugiado. Desde allí vimos moverse los reflectores sobre Richmond Hill y
Kingston Huí, y alrededor de las once tembló la ventana y oímos el estampido de los
grandes cañones de sitio que instalaran en aquellos lugares. Las detonaciones
continuaron intermitentemente por espacio de un Cuarto de hora, disparando granadas
al azar contra los marcianos invisibles que se encontraban en Hampton y Ditton.
Después se apagaron los pálidos rayos de la luz eléctrica y fueron reemplazados por un
resplandor rojizo.
Luego cayó el cuarto cilindro, un brillante meteoro verde. Supe más tarde que había
ido a dar en Bushey Park. Antes que entraran en acción los cañones de Richmond y
Kingston hubo una andanada breve en dirección al sudoeste, y creo que fueron los
artilleros, que dispararon sus armas antes que el vapor negro los envolviera.
De esta manera, y obrando tan metódicamente como lo harían los hombres para
exterminar una colonia de avispas, los marcianos extendieron su vapor por todo el campo
en dirección a Londres.
Los extremos de su fila se fueron separando lentamente hasta que, al fin, se hallaron
extendidos desde Hanwell a Coombe y Malden. Durante toda la noche avanzaron con
sus mortíferos tubos. Después que fue derribado el marciano en St. George Hill, ni
una sola vez dieron a la artillería la oportunidad de hacer otro blanco. Donde hubiera la
posibilidad de que se encontrase un arma oculta descargaban otro recipiente de vapor
negro, y donde los cañones estaban a la vista, empleaban el rayo calórico.
Alrededor de medianoche, los árboles que ardían en las laderas de Richmond Park y el
resplandor de Kingston Hill proyectaban su luz sobre una capa de humo negro que
cubría todo el valle del Támesis y se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
Por este mar de tinta avanzaban dos gigantes, que lanzaban hacia todos lados sus
chorros de vapor para limpiar el terreno.
Aquella noche los marcianos no emplearon mucho su rayo calórico, ya sea porque
disponían de una cantidad limitada del material con que lo producían o porque no
deseaban destruir el país, sino sólo terminar con la oposición que les presentaran. En
esto último tuvieron el mayor éxito. El domingo por la noche terminó la oposición
organizada contra sus movimientos. Después no hubo ya ningún grupo de hombres que
pudiera enfrentárseles; tan inútil era la empresa. Aun las tripulaciones de los torpederos
y destructores que subieron por el Támesis con sus embarcaciones se negaron a parar,
se amotinaron y volvieron de nuevo la proa hacia el mar. La única operación ofensiva
que se aventuraron a llevar a cabo los hombres después de aquella noche fue la
preparación de minas y pozos, y aun en eso no se trabajó con mucho entusiasmo.
Sólo podemos suponer el destino corrido por las baterías de Esher, las cuales
aguardaban con tanta expectación la llegada del enemigo. Sobrevivientes no hubo. Nos
podemos imaginar el orden reinante; los oficiales de guardia; los artilleros listos; las balas
al alcance de la mano; los servidores de las piezas con sus caballos y carros; los grupos
de civiles, que esperaban tan cerca como les era permitido; la quietud de la noche; las
ambulancias y las tiendas de los enfermeros con los heridos de Weybridge. Luego, el
estampido apagado de los disparos que efectuaron los marcianos; el proyectil que
volaba sobre árboles y casas para romperse en los campos cercanos.
También podemos imaginar el cambio de actitud de todos; el humo negro, que
avanzaba rápidamente y se elevaba ennegreciéndolo todo para caer luego sobre sus
víctimas; los hombres y caballos, velados por el gas, corriendo desesperados para ir a
caer al fin; los cañones abandonados; los soldados debatiéndose en el suelo, y la
expansión rápida del cono de humo opaco. Y luego, la noche y la muerte; nada más que
una masa silenciosa de vapor que oculta a sus muertos.
Antes del amanecer, el vapor negro corría por las calles de Richmond, y el ya casi
desintegrado organismo del gobierno hacía un último esfuerzo, a fin de preparar a la
población de Londres para la huida.

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