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jueves, 14 de octubre de 2010

LA GUERRA DE LOS MUNDOS - LIBRO 1 - PARTE 2


2 - LA ESTRELLA FUGAZ
Luego llegó la noche en que cayó la primera estrella. Se la vio por la mañana
temprano volando sobre Winchester en dirección al este. Pasó a gran altura, dejando a
su paso una estela llameante. Centenares de personas deben haberla divisado,
tomándola por una estrella fugaz. Albin comentó que dejaba tras de sí una estela
verdosa que resplandecía durante unos segundos. Denning, que era nuestra autoridad
máxima en la materia, afirmó que, al parecer, se hallaba a una altura de noventa o cien
millas, y agregó que cayó a la Tierra a unas cien millas al este de donde él se hallaba.
Yo me encontraba en casa a esa hora. Estaba escribiendo en mi estudio, y aunque
mis ventanas dan hacia Ottershaw y tenía corridas las cortinas, no vi nada fuera de
lugar. Empero, ese objeto extraño que llegó a nuestra Tierra desde el espacio debe haber
caído mientras me encontraba yo allí sentado, y es seguro que lo habría visto si
hubiera levantado la vista en el momento oportuno. Algunos de los que la vieron pasar
afirman que viajaba produciendo un zumbido especial. Por mi parte, yo no oí nada.
Muchos de los habitantes de Berkshire, Surrey y Middlesex deben haberla observado
caer y en su mayoría la confundieron con un meteorito común.
Nadie parece haberse molestado en ir a verla esa noche.
Pero a la mañana siguiente, muy temprano, el pobre Ogilvy, que había visto la estrella
fugaz y que estaba convencido de que el meteorito se hallaba en campo abierto, entre
Horsell, Ottershaw y Woking, se levantó de la cama con la idea de hallarlo. Y lo
encontró, en efecto, poco después del amanecer y no muy lejos de los arenales. El
impacto del proyectil había hecho un agujero enorme y la arena y la tierra fueron
arrojadas en todas direcciones sobre los brezos, formando montones que eran visibles
desde una milla y media de distancia. Hacia el este habíase incendiado la hierba y el
humo azul elevábase al cielo.
El objeto estaba casi enteramente sepultado en la arena, entre los restos astillados
de un abeto que había destrozado en su caída. La parte descubierta tenía el aspecto
de un enorme cilindro cubierto de barro y sus líneas exteriores estaban suavizadas por
unas incrustaciones como escamas de color parduzco. Su diámetro era de unos treinta
metros.
Ogilvy acercóse al objeto, sorprendiéndose ante su tamaño y más aún de su forma, ya
que la mayoría de los meteoritos son casi completamente esféricos. Pero estaba
todavía tan recalentado por su paso a través de la atmósfera, que era imposible
aproximarse. Un ruido raro que le llegó desde el interior del cilindro lo atribuyó al
enfriamiento desigual de su superficie, pues en aquel entonces no se le había ocurrido
que pudiera ser hueco.
Permaneció de pie al borde del pozo que el objeto cavara para sí, estudiando con
gran atención su extraño aspecto, y muy asombrado debido a su forma y color
desusados. Al mismo tiempo sospechó que había cierta evidencia de que su llegada no
era casual. Reinaba el silencio a esa hora y el sol, que se elevaba ya sobre los pinos
de Weybridge, comenzaba a calentar la Tierra. No recordó haber oído pájaros aquella
mañana y es seguro que no corría el menor soplo de brisa, de modo que los únicos
sonidos que percibió fueron los muy leves que llegaban desde el interior del cilindro.
Se encontraba solo en el campo.
Súbitamente notó con sorpresa que parte de las cenizas solidificadas que cubrían el
meteorito estaban desprendiéndose del extremo circular. Caían en escamas y llovían
sobre la arena. De pronto cayó un pedazo muy grande, produciendo un ruido que le
paralizó el corazón.
Por un momento no comprendió lo que significaba esto, y aunque el calor era
excesivo, bajó al pozo y acercóse todo lo posible al objeto para ver las cosas con más
claridad. Le pareció entonces que el enfriamiento del cuerpo debía explicar aquello;
mas lo que dio el mentís a esa idea fue el hecho de que la ceniza caía sólo de un
extremo del cilindro.
Entonces percibió que el extremo circular del cilindro rotaba con gran lentitud. Era tan
gradual este movimiento, que lo descubrió sólo al fijarse que una marca negra que
había estado cerca de él unos cinco minutos antes se hallaba ahora al otro lado de la
circunferencia. Aun entonces no interpretó lo que esto significaba hasta que oyó un
rechinamiento raro y vio que la marca negra daba otro empujón. Entonces comprendió
la verdad. ¡El cilindro era artificial, estaba hueco y su extremo se abría! Algo que estaba
dentro del objeto hacía girar su tapa.
—¡Dios mío!—exclamó Ogilvy—. Allí dentro hay hombres. Y estarán semiquemados.
Quieren escapar.
Instantáneamente relacionó el cilindro con las explosiones de Marte.
La idea de las criaturas allí confinadas resultóle tan espantosa, que olvidó el calor y
adelantóse para ayudar a los que se esforzaban por desenroscar la tapa. Pero
afortunadamente, las radiaciones calóricas le contuvieron antes que pudiera quemarse
las manos sobre el metal, todavía candente. Aun así, quedóse irresoluto por un
momento; luego giró sobre sus talones, trepó fuera del pozo y partió a toda carrera en
dirección a Woking. Debían ser entonces las seis de la mañana. Encontróse con un
carretero y trató de hacerle comprender lo que sucedía; mas su relato era tan
increíble y su aspecto tan poco recomendable, que el otro siguió viaje sin prestarle
atención. Lo mismo le ocurrió con el tabernero que estaba abriendo las puertas de su
negocio en Horsell Bridge. El individuo creyó que era un loco escapado del manicomio y
trató vanamente de encerrarlo en su taberna. Esto calmó un tanto a Ogilvy, y cuando vio
a Henderson, el periodista londinense, que acababa de salir a su jardín, le llamó
desde la acera y logró hacerse entender.
—Henderson—dijo—, ¿vio usted la estrella fugaz de anoche?
—Sí.
—Pues ahora está en el campo de Horsell.
—¡Cielos!—exclamó el periodista—. Un meteorito, ¿eh? ¡Magnífico!
—Pero es algo más que un meteorito. ¡Es un cilindro artificial!... Y hay algo dentro.
Henderson se irguió con su pala en la mano.
—¿Cómo?—inquirió, pues era sordo de un oído.
Ogilvy le contó entonces todo lo que había visto y Henderson tardó unos minutos en
asimilar el significado de su relato. Soltó luego la pala, tomó su chaqueta y salió al
camino. Los dos hombres corrieron en seguida al campo comunal y encontraron el
cilindro todavía en la misma posición. Pero ahora habían cesado los ruidos interiores y
un delgado círculo de metal brillante se mostraba entre el extremo y el cuerpo del
objeto. Con un ruido sibilante entraba o salía el aire por el borde de la tapa.
Escucharon un rato, golpearon el metal con un palo, y al no obtener respuesta
sacaron en conclusión que el ser o los seres que se hallaban en el interior debían estar
desmayados o muertos.
Naturalmente, no pudieron hacer nada. Gritaron expresiones de consuelo y promesas
y regresaron a la villa en busca de auxilio. Es fácil imaginarlos cubiertos de arena, con
los cabellos desordenados y presas de la excitación corriendo por la calle a la hora en
que los comerciantes abrían sus negocios y la gente asomaba a las ventanas de sus
dormitorios. Henderson fue de inmediato a la estación ferroviaria, a fin de telegrafiar la
noticia a Londres. Los artículos periodísticos habían preparado a los hombres para
recibir la idea sin demasiado escepticismo.
Alrededor de las ocho había partido ya hacia el campo comunal un número de
muchachos y hombres desocupados, que deseaban ver a «los hombres muertos de
Marte». Tal fue la interpretación que se dio al relato. A mí me lo contó el repartidor de
diarios a eso de las nueve menos cuarto, cuando salí para buscar mi
Daily Chronicle.
Por supuesto, me sobresalté, y no perdí tiempo en salir y cruzar el puente de
Ottershaw para dirigirme a los arenales.

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