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jueves, 14 de octubre de 2010

LA GUERRA DE LOS MUNDOS - LIBRO 2 - PARTE 9



 


9 - LOS RESTOS
Y ahora llega la parte más extraña de mi relato. Y, sin embargo, quizá no sea del todo
extraña. Recuerdo clara, fría y vividamente todo lo que hice aquel día hasta el momento en
que me hallé parado, llorando y alabado a Dios, sobre la cima de Primrose HUÍ. Lo demás no
lo recuerdo...
De los tres días siguientes no sé nada. Después me enteré de que no fui yo el primer
descubridor de la derrota marciana. Hubo otros vagabundos que lo descubrieron la noche
anterior. Un hombre—el primero—había ido a St. Martin's-le-Grand, y mientras me hallaba yo
en el refugio para cocheros, logró telegrafiar a París. De allí se retransmitió la noticia a todo el
mundo. Mil ciudades, aprisionadas por la más terrible aprensión, se iluminaron de pronto; lo
sabían ya en Dublín, en Edimburgo, en Manchester, en Birmingham, cuando me encontraba
yo parado al borde del pozo.
Ya los hombres, que lloraban de gozo, interrumpían su trabajo para felicitarse y darse la
mano. Otros trepaban a los trenes para dirigirse a Londres. Las campanas de las iglesias,
que enmudecieron quince días antes, empezaron a tocar a vuelo y resonaron en toda
Inglaterra. Hombres en bicicletas, flacos y desaliñados, corrían por todos los caminos
comunicando a gritos la noticia. ¡Y los alimentos! Desde el otro lado del canal, del mar del
Norte y del Atlántico llegaban ya cargamentos de trigo, pan y carne. Todos los barcos del
mundo parecían dirigirse a Londres en aquellos días.
Pero de esto nada recuerdo. Yo vagué demente por las calles. Me encontré, al fin, en la
casa de ciertas personas bondadosas, que me encontraron al tercer día andando sin rumbo,
gritando y llorando por St. John's Wood. Después me dijeron que iba cantando una canción
improvisada sobre «el último hombre en la Tierra». Preocupadas como estaban por sus
propios asuntos, esas personas, a quienes tanto debo y cuyas bondades quisiera agradecer,
pero que ignoro sus nombres, me tomaron a su cargo y me cuidaron. Al parecer, se
enteraron de fragmentos de mi historia durante los días en que estuve delirante.
Cuando se hubo recobrado mi mente, me dieron con gran suavidad la noticia del destino
corrido por Leatherhead. Dos días después de quedar yo aprisionado en la casa derruida, un
marciano destruyó aquella población por completo y exterminó a todos sus habitantes. Al
parecer, la barrió por completo sin la menor provocación, como podría un muchacho aplastar
un hormiguero sólo por capricho.
Era yo un hombre completamente abatido y fueron muy buenos conmigo. Con ellos estuve
durante cuatro días después de recuperarme. Todo ese tiempo sentí un anhelo inmenso de ir
a ver lo que quedaba de aquella vida tan feliz de mi pasado. Era un deseo desesperado de
contemplar mi propia desdicha. Ellos me disuadieron e hicieron todo lo posible por
convencerme de que no lo hiciera. Pero, al fin, no pude resistir ya el impulso y,
prometiéndoles que volvería, me separé de ellos con lágrimas en los ojos y salí de nuevo a
las calles, que viera por última vez oscuras y abandonadas.
Ya estaban llenas de gente que volvía, en ciertos lugares vi abiertos los comercios y
descubrí una fuente de beber ya en funcionamiento.
Recuerdo lo hermoso que parecía el día cuando inicié mi melancólica marcha hacia la
casita de Woking y el numeroso público que andaba por las calles, ahora llenas de vida.
Había tanta gente en todas partes, que me pareció increíble que una gran parte de la
población hubiera sido sacrificada. Pero luego noté la palidez de todos, el desaliño de la
mayoría, la fijeza de las miradas y los harapos de muchos. Los rostros se mostraban con dos
expresiones: un júbilo extraordinario y una resolución sañuda. Salvo por este detalle, Londres
parecía una ciudad de vagabundos. En las iglesias distribuían el pan que nos enviara el
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Gobierno francés. Los pocos caballos que vi estaban terriblemente flacos. Delgados agentes
especiales, con un brazalete blanco sobre la manga, ocupaban casi todas las esquinas. Vi
poco de los daños causados por los marcianos hasta que llegué a la calle Wellington, donde
descubrí Ja hierba roja que trepaba por los paramentos del puente de Waterloo.
Y en la esquina del puente vi uno de los contrastes comunes de aquella época grotesca:
una hoja de papel que se mecía sobre un matorral de hierba roja. Era un aviso del primer
diario que reiniciaba sus actividades, el Daily Mail.
Adquirí un ejemplar con un penique ennegrecido que hallé en mi bolsillo. La mayor parte
del diario estaba en blanco, pero el solitario editor que compuso el ejemplar habíase divertido
distribuyendo espacios recuadrados para avisos en la página final. Lo impreso era pura
emoción; las agencias de noticias no estaban todavía en funcionamiento. No me enteré de
nada nuevo, salvo que en el transcurso de una semana ya se habían conseguido resultados
asombrosos con el examen de los mecanismos marcianos. Entre otras cosas, el artículo
aseguraba lo que no creí entonces: que se había descubierto «el secreto del vuelo».
En Waterloo encontré los trenes gratis, que llevaban a la gente a sus hogares. Había
pocos viajeros en el tren, pues el primer contingente habla pasado ya. Como no estaba de
humor para conversar, me metí en un compartimiento y me puse a mirar la devastación que
se deslizaba por la ventanilla al paso del tren. Precisamente al salir de la estación se sacudió
el convoy al pasar sobre los rieles provisionales, y a ambos lados de las vías, las casas eran
ruinas ennegrecidas. Hasta llegar a Clapham Junction, la cara de Londres estaba sucia con
los restos del humo negro, a pesar de la lluvia, que había caído durante cuarenta y ocho
horas seguidas, y en el empalme estaban reparando las vías, de modo que tuvimos que
tomar por un desvío.
En todo el recorrido desde allí en adelante el país mostrábase cambiado y desconocido.
Wimbledon había sufrido grandes destrozos. Debido a que sus bosques no estaban
quemados, Walton parecía la menos dañada de las poblaciones de la línea. El Wandle, el
Mole y todos los otros arroyos eran una masa de hierba roja; pero los bosques de Surrey
eran demasiado secos para que la extraña vegetación se hubiera arraigado.
Más allá de Wimbledon, en ciertos terrenos plantados, se veían los montones de tierra
desalojada por el sexto cilindro. Gran cantidad de personas rodeaba el pozo, y en su interior
trabajaba un número de zapadores. En lo alto flameaba nuestra bandera, mostrando al sol
sus alegres colores. Los alrededores estaban cubiertos de la vegetación carmesí y sus
reflejos molestaban la vista. Para aliviarme volví los ojos hacia el gris de las cenizas más
cercanas y el azul de las colinas que se elevaban más al este.
Antes de llegar a la estación de Woking nos detuvimos porque estaban reparando las vías,
de modo que descendí en Byfleet y eché a andar por el camino de Maybury, pasando por el
lugar donde el artillero y yo habíamos conversado con los húsares. Después vi el sitio donde
se me apareciera el marciano durante la tormenta. Movido por la curiosidad, salí del camino
para buscar entre los rojos matorrales el cochecillo destrozado y el esqueleto del caballo.
Durante largo rato estuve contemplando estos vestigios...
Después regresé por el bosque de pinos, abriéndome paso por entre la hierba roja, que en
algunas partes me llegaba hasta el cuello. Supe que el dueño de la hostería había sido
sepultado. Seguí luego y pasé por el College Arms, llegando así a mi aldea. Un hombre, que
se hallaba parado a la puerta de un chalet, me saludó al pasar, llamándome por mi nombre.
Miré hacia mi casa con un rayo de esperanza, que se desvaneció de inmediato. La puerta
había sido forzada y se abría lentamente al acercarme yo.
Volvió a cerrarse con fuerza. Las cortinas de mi estudio se agitaron, saliendo por la
ventana abierta desde la que el artillero y yo viéramos llegar el alba. Nadie la había vuelto a
cerrar. Los setos, aplastados, estaban tal como los dejara yo hacía un mes. Entré en el
vestíbulo y comprobé que la casa estaba desierta. La alfombra de la escalera se hallaba
arrugada y descolorida en el sitio donde me había acurrucado yo al entrar empapado
después de la tormenta la noche de la catástrofe. La huella barrosa de nuestros pasos seguía
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marcada en los escalones.
Subí a mi estudio y vi sobre la mesa la hoja de papel que dejara la tarde en que se abrió el
cilindro. Durante un momento me quedé mirando mis abandonadas teorías. Era un ensayo
sobre el probable desarrollo de las ideas morales en relación con el adelanto del proceso
civilizador, y la última frase era el comienzo de una profecía. Había escrito: «Dentro de
doscientos años podemos esperar...»
La frase se cortaba allí. Recordé entonces mi incapacidad de fijar la mente aquella
mañana de un mes atrás y cómo me había interrumpido para ir a comprar el Daily Chronicle.
Recordé cómo había avanzado por el jardín al ver llegar al vendedor y lo que me había dicho
respecto a los «hombres de Marte».
Bajé y fui al comedor. Vi allí la carne y el pan, completamente corrompidos, y una botella
de cerveza caída, tal como la dejáramos el artillero y yo. Mi hogar estaba desierto.
Comprendí lo inadecuado de la esperanza que abrigara tanto tiempo. Y entonces ocurrió una
cosa extraña.
—Es inútil—dijo una voz—. La casa está desierta. No ha habido aquí nadie desde hace
mucho. No te quedes aquí para sufrir. Sólo tú te salvaste.
Me sobresalté. ¿Es que había expresado en voz alta mis pensamientos? Me volví, viendo
que la puerta vidriera estaba abierta. Di un paso hacia ella y miré al exterior.
Y allí, asombrados y temerosos, tal como me sentía yo, se encontraban mi primo y mi
esposa. Ella lanzó un grito ahogado.
—Vine—dijo—. Sabía... Sabía...
Se llevó una mano a la garganta y la vi tambalearse. De un salto estuve a su lado
tomándola en mis brazos.

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