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jueves, 14 de octubre de 2010

LA GUERRA DE LOS MUNDOS - LIBRO 1 - PARTE 1


LIBRO PRIMERO - LA LLEGADA DE LOS MARCIANOS
1 - LA VÍSPERA DE LA GUERRA
En los últimos años del siglo diecinueve nadie habría creído que los asuntos humanos
eran observados aguda y atentamente por inteligencias más desarrolladas que la del
hombre y, sin embargo, tan mortales como él; que mientras los hombres se ocupaban de
sus cosas eran estudiados quizá tan a fondo como el sabio estudia a través del
microscopio las pasajeras criaturas que se agitan y multiplican en una gota de agua.
Con infinita complacencia, la raza humana continuaba sus ocupaciones sobre este
globo, abrigando la ilusión de su superioridad sobre la materia. Es muy posible que los
infusorios que se hallan bajo el microscopio hagan lo mismo. Nadie supuso que los
mundos más viejos del espacio fueran fuentes de peligro para nosotros, o si pensó en
ellos, fue sólo para desechar como imposible o improbable la idea de que pudieran
estar habitados. Resulta curioso recordar algunos de los hábitos mentales de aquellos
días pasados. En caso de tener en cuenta algo así, lo más que suponíamos era que
tal vez hubiera en Marte seres quizá inferiores a nosotros y que estarían dispuestos a
recibir de buen grado una expedición enviada desde aquí. Empero, desde otro punto
del espacio, intelectos fríos y calculadores y mentes que son en relación con las
nuestras lo que éstas son para las de las bestias, observaban la Tierra con ojos
envidiosos mientras formaban con lentitud sus planes contra nuestra raza. Y a
comienzos del siglo veinte tuvimos la gran desilusión.
Casi no necesito recordar al lector que el planeta Marte gira alrededor del Sol a una
distancia de ciento cuarenta millones de millas y que recibe del astro rey apenas la mitad
de la luz y el calor que llegan a la Tierra. Si es que hay algo de verdad en la hipótesis
corriente sobre la formación del sistema planetario, debe ser mucho más antiguo que
nuestro mundo, y la vida nació en él mucho antes que nuestro planeta se solidificara. El
hecho de que tiene apenas una séptima parte del volumen de la Tierra debe haber
acelerado su enfriamiento, dándole una temperatura que permitiera la aparición de la
vida sobre su superficie. Tiene aire y agua, así como también todo lo necesario para
sostener la existencia de seres animados.
Pero tan vano es el hombre y tanto lo ciega su vanidad, que hasta fines del siglo
diecinueve ningún escritor expresó la idea de que allí se pudiera haber desarrollado una
raza de seres dotados de inteligencia que pudiese compararse con la nuestra. Tampoco
se concibió la verdad de que siendo Marte más antiguo que nuestra Tierra y dotado sólo
de una cuarta parte de la superficie de nuestro planeta, además de hallarse situado
más lejos del Sol, era lógico admitir que no sólo está más distante de los comienzos de
la vida, sino también mucho más cerca de su fin.
El enfriamiento que algún día ha de sufrir nuestro mundo ha llegado ya a un punto
muy avanzado en nuestro vecino. Su estado material es todavía en su mayor parte un
misterio; pero ahora sabemos que aun en su región ecuatorial la temperatura del
mediodía no llega a ser la que tenemos nosotros en nuestros inviernos más crudos. Su
atmósfera es mucho más tenue que la nuestra, sus océanos se han reducido hasta
cubrir sólo una tercera parte de su superficie, y al sucederse sus lentas estaciones se
funde la nieve de los polos para inundar periódicamente las zonas templadas. Esa
última etapa de agotamiento, que todavía es para nosotros increíblemente remota, se
ha convertido ya en un problema actual para los marcianos. La presión constante de
la necesidad les agudizó el intelecto, aumentando sus poderes perceptivos y
endureciendo sus corazones. Y al mirar a través del espacio con instrumentos e
inteligencias con los que apenas si hemos soñado, ven a sólo treinta y cinco millones de
millas de ellos una estrella matutina de la esperanza: nuestro propio planeta, mucho más
templado, lleno del verdor de la vegetación y del azul del agua, con una atmósfera
nebulosa que indica fertilidad
vida en gran número.
Y nosotros, los hombres que habitamos esta Tierra, debemos ser para ellos tan
extraños y poco importantes como lo son los monos y los lémures para el hombre. El
intelecto del hombre admite ya que la vida es una lucha incesante, y parece que ésta es
también la creencia que impera en Marte. Su mundo se halla en el período del
enfriamiento, y el nuestro está todavía lleno de vida, pero de una vida que ellos
consideran como perteneciente a animales inferiores. Así, pues, su única esperanza de
sobrevivir al destino fatal que les amenaza desde varias generaciones atrás reside en
llevar la guerra hacia su vecino más próximo.
Y antes de juzgarlos con demasiada dureza debemos recordar la destrucción
cruel y total que nuestra especie ha causado no sólo entre los animales, como el
bisonte y el dido, sino también entre las razas inferiores, A pesar de su apariencia
humana, los tasmanios fueron exterminados por completo en una guerra de extinción
llevada a cabo por los inmigrantes europeos durante un lapso que duró escasamente
cincuenta años. ¿Es que somos acaso tan misericordiosos como para quejarnos si
los marcianos guerrearan con las mismas intenciones con respecto a nosotros?
Los marcianos deben haber calculado su llegada con extraordinaria justeza —sus
conocimientos matemáticos exceden en mucho a los nuestros— y llevado a cabo sus
preparativos de una manera perfecta. De haberlo permitido nuestros instrumentos
podríamos haber visto los síntomas del mal ya en el siglo dieciocho. Hombres como
Schiaparelli observaron el planeta rojo —que durante siglos ha sido la estrella de la
guerra—, pero no llegaron a interpretar las fluctuaciones en las marcas que tan bien
asentaron sobre sus mapas. Durante ese tiempo los marcianos deben haber estado
preparándose.
Durante la oposición de mil ochocientos noventa y cuatro se vio una gran luz en la parte
iluminada del disco, primero desde el Observatorio Lick. Luego la notó Perrotin, en Niza, y
después otros astrónomos. Los lectores ingleses se enteraron de la noticia en el
ejemplar de
haber sido el disparo del cañón gigantesco, un vasto túnel excavado en su planeta, y
desde el cual hicieron fuego sobre nosotros. Durante las dos oposiciones siguientes se
avistaron marcas muy raras cerca del lugar en que hubo el primer estallido luminoso.
Hace ya seis años que se descargó la tempestad en nuestro planeta. Al aproximarse
Marte a la oposición, Lavelle, de Java, hizo cundir entre sus colegas del mundo la noticia
de que había una enorme nube de gas incandescente sobre el planeta vecino. Esta nube
se hizo visible a medianoche del día doce, y el espectroscopio, al que apeló de inmediato,
indicaba una masa de gas ardiente, casi todo hidrógeno, que se movía a enorme
velocidad en dirección a la Tierra. Este chorro de fuego se tornó invisible alrededor de las
doce y cuarto. Lavelle lo comparó a una llamarada colosal lanzada desde el planeta con
la violencia súbita con que escapa el gas de pólvora de la boca de un cañón.
Esta frase resultó singularmente apropiada. Sin embargo, al día siguiente no
apareció nada de esto en los diarios, excepción hecha de una breve nota publicada en
el
amenazó a la raza humana. Es posible que yo no me hubiera enterado de lo que
antecede si no hubiese encontrado en Ottershaw con el famoso astrónomo Ogilvy.
Éste se hallaba muy entusiasmado ante la noticia, y debido a la exuberancia de su
reacción, me invitó a que le acompañara aquella noche a observar el planeta rojo.
A pesar de todo lo que sucedió desde entonces, todavía recuerdo con toda claridad
la vigilia de aquella noche: el observatorio oscuro y silencioso, la lámpara cubierta que
arrojaba sus débiles rayos de luz sobre un rincón del piso, la delgada abertura del
techo por la que se divisaba un rectángulo negro tachonado de estrellas.
y con amplias extensiones de tierra capaz de sostener laNature que apareció el dos de agosto. Me inclino a creer que la luz debeDaily Telegraph, y el mundo continuó ignorando uno de los peligros más graves que
Ogilvy andaba de un lado a otro; le oía sin verle. Por el telescopio se veía un círculo
azul oscuro y el pequeño planeta que entraba en el campo visual. Parecía algo muy
pequeño, brillante e inmóvil, marcado con rayas transversales y algo achatado en los
polos. ¡Pero qué pequeño era! Apenas si parecía un puntito de luz. Daba la impresión de
que temblara un poco. Mas esto se debía a que el telescopio vibraba a causa de la
maquinaria de relojería que seguía el movimiento del astro.
Mientras lo observaba, Marte pareció agrandarse y empequeñecerse, avanzar y
retroceder, pero comprendí que la impresión la motivaba el cansancio de mi vista. Se
hallaba a cuarenta millones de millas, al otro lado del espacio. Pocas personas
comprenden la inmensidad del vacío en el cual se mueve el polvo del universo material.
En el mismo campo visual recuerdo que vi tres puntitos de luz, estrellitas infinitamente
remotas, alrededor de las cuales predominaba la negrura insondable del espacio. Ya
sabe el lector qué aspecto tiene esa negrura durante las noches estrelladas. Vista por el
telescopio parece aún más profunda. E invisible para mí, porque era; tan pequeño y
se hallaba tan lejos, volando con velocidad constante a través de aquella distancia
increíble, acercándose minuto a minuto, llegaba el objeto que nos mandaban, ese
objeto que habría de causar tantas luchas, calamidades y muertes en nuestro mundo.
No soñé siquiera en él mientras miraba; nadie en la Tierra podía imaginar la presencia
del certero proyectil.
También aquella noche hubo otro estallido de gas en el distante planeta. Yo lo vi.
Fue un resplandor rojizo en los bordes según se agrandó levemente al dar el cronómetro
las doce. Al verlo se lo dije a Ogilvy y él ocupó mi lugar. Hacía calor y sintiéndome
sediento avancé a tientas por la oscuridad en dirección a la mesita sobre la que se
hallaba el sifón, mientras que Ogilvy lanzaba exclamaciones de entusiasmo al estudiar
el chorro de gas que venía hacia nosotros.
Aquella noche partió otro proyectil invisible en su viaje desde Marte. Iniciaba su
trayectoria veinticuatro horas después del primero. Recuerdo que me quedé sentado a
la mesa, deseoso de tener una luz para poder fumar y ver el humo de mi pipa, y sin
sospechar el significado del resplandor que había descubierto y de todo el cambio que
traería a mi vida. Ogilvy estuvo observando hasta la una, hora en que abandonó el
telescopio. Encendimos entonces el farol y fuimos a la casa. Abajo, en la oscuridad, se
hallaban Ottershaw y Chertsey, donde centenares de personas dormían plácidamente.
Ogilvy hizo numerosos comentarios acerca del planeta Marte y se burló de la idea de
que tuviese habitantes y de que éstos nos estuvieran haciendo señas. Su opinión era
que estaba cayendo sobre el planeta una profusa lluvia de meteoritos o que se había
iniciado en su superficie alguna gigantesca explosión volcánica. Me manifestó lo difícil
que era que la evolución orgánica hubiera seguido el mismo camino en los dos
planetas vecinos.
—La posibilidad de que existan en Marte seres parecidos a los humanos es muy
remota—me dijo. Centenares de observadores vieron la llamarada de aquella noche y
de las diez siguientes. Por qué cesaron los disparos después del décimo nadie ha
intentado explicarlo. Quizá sea que los gases producidos por las explosiones causaron
inconvenientes a los marcianos. Densas nubes de humo o polvo, visibles como pequeños
manchones grises en el telescopio, se diseminaron por la atmósfera del planeta y
oscurecieron sus detalles más familiares.
Al fin se ocuparon los diarios de esas anormalidades, y en uno y otro aparecieron
algunas notas referentes a los volcanes de Marte. Recuerdo que la revista
Punch
aprovechó el tema para presentar una de sus acostumbradas caricaturas políticas. Y sin
que nadie lo sospechara, aquellos proyectiles disparados por los marcianos
aproximábanse hacia la Tierra a muchas millas por segundo, avanzando
constantemente, hora tras hora y día tras día, cada vez más próximos. Paréceme ahora
casi increíblemente maravilloso que con ese peligro pendiente sobre nuestras cabezas
pudiéramos ocuparnos de nuestras mezquinas cosillas como lo hacíamos. Recuerdo el
júbilo de Markham cuando consiguió una nueva fotografía del planeta para el diario
ilustrado que editaba en aquellos días. La gente de ahora no alcanza a darse cuenta de
la abundancia y el empuje de nuestros diarios del siglo diecinueve. Por mi parte, yo
estaba muy entretenido en aprender a andar en bicicleta y ocupado en una serie de
escritos sobre el probable desarrollo de las ideas morales a medida que progresara la
civilización.
Una noche, cuando el primer proyectil debía hallarse apenas a diez millones de millas,
salía a pasear con mi esposa. Brillaban las estrellas en el cielo y le describí los signos del
Zodiaco, indicándole a Marte, que era un puntito de luz brillante en el cénit y hacia el cual
apuntaban entonces tantos telescopios. Era una noche cálida, y cuando regresábamos a
casa se cruzaron con nosotros varios excursionistas de Chertsey e Isleworth, que
cantaban y hacían sonar sus instrumentos musicales. Veíanse luces en las ventanas
de las casas. Desde la estación nos llegó el sonido de los trenes y el rugir de sus
locomotoras convertíase en melodía debido a la magia de la distancia. Mi esposa me
señaló el resplandor de las señales rojas, verdes y amarillas, que se destacaban en el
cielo como sobre un fondo de terciopelo. Parecían reinar por doquier la calma y la
seguridad.

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