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jueves, 14 de octubre de 2010

LA GUERRA DE LOS MUNDOS - LIBRO 2 - PARTE 8


8 - LA CIUDAD MUERTA
Después que me hube separado del artillero, descendí la colina y tomé por la calle High
cruzando el puente hasta Fulham. La hierba roja crecía profusamente en aquel entonces y
cubría casi todo el puente, pero sus hojas presentábanse ya descoloridas en muchas partes,
víctimas, sin duda, de la enfermedad que poco después las habría exterminado.
En la esquina del camino que dobla hacia la estación de Putney Bridge encontré a un
hombre tendido en el suelo. Le cubría por completo el polvo negro y estaba vivo, pero se
encontraba completamente borracho. No pude sacarle más que maldiciones, y cuando me
aproximé quiso atacarme. Creo que me habría quedado con él de no haber sido por el
aspecto brutal de sus facciones.
Había polvo negro en todo el camino desde el puente en adelante, y en Fulham abundaba
aún más. En las calles reinaba un silencio impresionante. Conseguí algo de comer en una
panadería del barrio. Ya en dirección a Walham Green, las calles estaban libres del polvo, y
pasé frente a un grupo de casas que ardían; el ruido del incendio me resultó agradable en
medio de tanto silencio. Al seguir hacia Brompton volvió a deprimirme la quietud reinante.
Allí encontré, una vez más, el polvo negro en las calles y sobre los cadáveres, de los
cuales vi una docena en toda la extensión del Fulham Road. Hacía días que estaban
muertos, razón por la cual me apresuré a alejarme. El polvo negro los cubría a todos,
suavizando sus contornos. Los perros habían atacado a varios.
Donde no se veía polvo negro la ciudad presentaba el aspecto normal de los domingos,
con sus tiendas cerradas, las casas desocupadas y el silencio general. En algunos sitios
habían andado los saqueadores, pero sólo en los comercios de comestibles y licores. Vi el
cristal destrozado del escaparate de una joyería, pero alguien debía haber interrumpido al
ladrón, pues había numerosas cadenas de oro y algunos relojes diseminados por la acera.
No me molesté en tocarlos. Más adelante encontré una mujer hecha un ovillo en un portal; la
mano que apoyaba sobre una rodilla tenía una herida, que había sangrado sobre su vestido,
y junto a ella vi los restos de una botella de champaña. Parecía dormida, pero estaba muerta.
Cuanto más me adentraba en Londres, tanto más profundo se hacía el silencio. Pero no
era tanto el silencio de la muerte, sino más bien el del suspenso y la expectativa. En cualquier
momento podía llegar allí la mano destructora que hiciera su obra nefasta en los límites de la
metrópoli, aniquilando Ealing y Kilburn.
En South Kensington no había cadáveres ni polvo negro. Fue allí donde oí por primera vez
los aullidos. Eran éstos como un largo sollozo compuesto de dos notas que se repetían
alternativamente. «Ula, ula, ula», era el sonido escalofriante que llegó a mis oídos. Cuando
pasaba por las calles que corrían de norte a sur se acrecentaba su volumen, perdiéndose
luego por entre las casas. Se tornó extraordinariamente voluminoso en el Exhibition Road. Allí
me detuve, mirando hacia Kensington Gardens, asombrado ante el extraño gemido, que
parecía llegar desde muy lejos. Era como si el tremendo desierto de edificios hubiera hallado
una voz que expresara su terror y soledad.
«Ula, ula, ula», se repetía la nota sobrehumana en grandes ondas sonoras que barrían la
ancha calle.
Me volví hacia el norte, mirando los portales de hierro de Hyde Park. Estuve tentado de
entrar en el Museo de Historia Natural y subir a las torres, a fin de ver el otro lado del parque.
Pero decidí seguir por las calles, donde era posible ocultarse con más rapidez en caso de
peligro, y por ello continué avanzando por el Exhibition Road.
Todas las mansiones de ambos lados de la avenida estaban desiertas y silenciosas y mis
pasos despertaban los ecos dormidos de la arteria. En el otro extremo, cerca de la entrada
del parque, vi un extraño espectáculo: un ómnibus volcado y el esqueleto completamente
limpio de un caballo. Durante un tiempo me quedé mirando esto con gran asombro y después
continué hacia el puente que salva el Serpentine. La voz se tornó más sonora, aunque no
veía yo nada sobre los techos de las casas del lado norte del parque.
«Ula, ula, ula», gritaba la voz, procedente, según me pareció, del distrito próximo a Regent
Park. El tremendo gemido hizo su efecto en mi mente. Apabullóse mi ánimo y el temor hizo
presa en mí. Descubrí que me sentía fatigado, dolorido y nuevamente hambriento.
Ya era más de mediodía. ¿Por qué vagaba solo en esa ciudad de muerte? ¿Por qué
estaba yo solo en pie, cuando todo Londres yacía cubierto por su mortaja negra? Me sentí
intolerablemente solitario. Recordé viejos amigos que olvidara años atrás. Pensé en los
venenos de las farmacias, en los licores de las tiendas de vino; recordé a los otros dos seres:
uno, borracho, y el otro, muerto, que parecían ser los únicos que compartían la ciudad
conmigo...
Entré en la calle Oxford por Marble Arch y allí vi de nuevo el polvo negro y los cadáveres,
mientras que de las rejillas de ventilación de los sótanos salía un olor horrible. El calor de la
larga caminata avivó mi sed. Con gran trabajo logré entrar en un restaurante y obtener
alimento y bebida. Después de comer me sentí agotado y fui a una salita interior para
acostarme en un sofá que encontré allí.
Desperté con el tremendo gemido resonando en mis oídos: «Ula, ula, ula». Caía ya la
noche, y después de haberme apoderado de algunos bizcochos y un poco de queso—el
depósito de carne no contenía más que gusanos—seguí camino hacia las plazuelas
residenciales de la calle Baker, hasta que salí, al fin, a Regent Park.
Al salir por el extremo de la calle Baker vi sobre los árboles y muy a lo lejos el capuchón
del gigante marciano del cual provenía el incesante aullido. No me sentí aterrorizado. Aquello
fue como algo muy natural. Lo estuve observando un tiempo, pero el monstruo no se movió.
Parecía estar parado y gritar y no pude adivinar la razón de que hiciera tal cosa.
Traté de formular un plan de acción, pero el perpetuo aullido me aturdió. Tal vez estaba
demasiado cansado para ser cauteloso. Lo cierto es que sentí curiosidad por saber a qué se
debía el monótono gemido.
Me alejé del parque y tomé por Park Road con la intención de dar la vuelta en torno del
espacio abierto. Avancé bien a cubierto y logré ver al marciano desde la dirección de St.
John's Wood. Al hallarme a doscientos metros de la calle Baker oí un coro de ladridos y vi
primero a un perro que llevaba entre los dientes un trozo de carne putrefacta. El animal iba en
dirección hacia mí y le seguía un grupo de otros canes. El primero describió un amplio rodeo
para alejarse de mí, como si temiera que le disputase la carne. Al perderse los ladridos a lo
lejos volví a oír claramente el ulular del marciano.
Me encontré con la máquina de trabajo destrozada en camino hacia la estación de St.
John's Wood. Al principio creí que una de las casas habíase desplomado sobre la calle.
Cuando trepé sobre los escombros vi con sorpresa el Sansón mecánico en el suelo, con sus
tentáculos doblados y rotos entre las ruinas que él mismo había causado. La parte delantera
estaba aplastada. Parece que había avanzado ciegamente hacia la casa y quedó destrozada
al caerle encima los escombros. Tuve la impresión de que esto podría haber ocurrido si la
máquina de trabajo había escapado al control del marciano que la guiaba. No pude meterme
entre los escombros para observarla mejor y estaba ya demasiado oscuro para que pudiera
ver la sangre de que estaba manchado su asiento y los restos del marciano que dejaran los
perros.
Mas maravillado aún por lo que acababa de ver, seguí hacia Primrose Hill. Muy a lo lejos,
por un claro entre los árboles, vi a un segundo marciano, tan inmóvil como el primero, parado
en el parque del Jardín Zoológico.
Poco más allá de los restos de la máquina de trabajo volví a encontrar la hierba roja y vi
que el Canal Regent era una masa esponjosa de vegetación carmesí.
Cuando cruzaba el puente cesó de pronto el prolongado gemido. El silencio subsiguiente
me produjo la misma impresión de un trueno repentino.
Las casas de mi alrededor se elevaban entre las sombras; los árboles del parque se
tornaban negros. La hierba roja trepaba por entre las ruinas hasta bastante altura. La noche,
madre del terror y del misterio, se cernía ya sobre mí. Pero mientras sonaba aquella voz, la
soledad había sido soportable; en virtud de ella, Londres había parecido vivo, y este detalle
me sostuvo. Luego ocurrió el cambio, feneció algo—no sé qué—y el silencio se tornó
aplastante.
Londres parecía mirarme. Las ventanas de las casas blancas eran como las cuencas
vacías de cráneos blanqueados por el tiempo. Mi imaginación descubrió a mil enemigos que
se movían silenciosos a mi alrededor. El terror hizo presa en mí. Más adelante, la calle
habíase tornado tan negra como la tinta y vi una forma retorcida en medio del camino. No
pude seguir. Me volví por St. John's Wood Road y eché a correr para alejarme de aquella
quietud insoportable e ir hacia Kilburn.
Me oculté de la noche y el silencio, hasta mucho después de las doce, en un refugio para
cocheros que hay en Harrow Road. Pero antes del amanecer volví a recobrar el valor, y
mientras brillaban todavía las estrellas salí de nuevo en dirección a Regent Park.
Me extravié por el camino y al poco vi, a la media luz del alba, la curva de Primrose Hill, al
otro extremo de la larga avenida. En su cima se hallaba un tercer marciano, erguido e inmóvil
como los otros.
Una idea insana se posesionó de mí. Terminaría de una vez con todo. Era mejor morir y
me ahorraría la molestia de suicidarme. Marché decididamente hacia el titán, y luego, al
acercarme más y acrecentarse la luz, vi que una multitud de pájaros negros volaba en
círculos y se apiñaba alrededor del capuchón. Ante ese espectáculo dio un vuelco mi corazón
y acto seguido eché a correr por el camino.
Pasé rápidamente por entre la frondosa hierba roja que cubría St. Edmond's Terrace,
crucé con gran esfuerzo un torrente que nacía en los caños principales del servicio del agua y
desembocaba en Albert Road y salí al prado antes que se elevara el sol.
Grandes montones de tierra habíanse apilado alrededor de la cima de la colina formando
un enorme reducto —aquella era la más grande y la última de las fortalezas hechas por los
marcianos—, y desde detrás de los montones de tierra se elevaba una delgada columna de
humo. Contra el fondo del cielo vi la silueta de un perro que echaba a correr y se perdía de
vista.
La idea que se presentara a mi mente se tornó más real y aceptable. No sentí temor, sino
un júbilo extraordinario, al correr colina arriba hacia el monstruo inmóvil. Del capuchón
pendían jirones de carne parda, que los pájaros picoteaban.
Un momento más y había trepado a la muralla de tierra. Ya tenía a mi vista el enorme
reducto. Era un espacio muy grande y había en él máquinas gigantescas, altas pilas de
materiales y extraños refugios. Y diseminados por todas partes: algunos en sus máquinas de
guerra derribadas; otros en las máquinas de trabajo, ahora inmóviles, y una docena de ellos
tendidos en una hilera silenciosa, se hallaban los marcianos..., ¡todos muertos! Destruidos por
las bacterias de la corrupción y de la enfermedad, contra las cuales no tenían defensas;
destruidos, como le estaba ocurriendo a la hierba roja; derrotados—después que fallaron
todos los inventos del hombre—por los seres más humildes que Dios, en su sabiduría, ha
puesto sobre la Tierra.
Había sucedido lo que yo y muchos otros podríamos haber previsto si no nos hubiera
cegado el terror. Los gérmenes de las enfermedades han atacado a la humanidad desde el
comienzo del mundo, exterminaron a muchos de nuestros antecesores prehumanos desde
que se inició la vida en la Tierra. Pero en virtud de la selección natural de nuestra especie, la
raza humana desarrolló las defensas necesarias para resistirlos. No sucumbimos sin lucha
ante el ataque de los microbios, y muchas de las bacterias—las que causan la putrefacción
en la materia muerta, por ejemplo—no logran arraigo alguno en nuestros cuerpos vivientes.
Pero no existen las bacterias en Marte, y no bien llegaron los invasores, no bien bebieron y
se alimentaron, nuestros aliados microscópicos iniciaron su obra destructora. Ya cuando los
observé yo estaban irrevocablemente condenados, muriendo y pudriéndose mientras
andaban de un lado para otro. Era inevitable. Con un billón de muertes ha adquirido el
hombre su derecho a vivir en la Tierra y nadie puede disputárselo; no lo habría perdido
aunque los marcianos hubieran sido diez veces más poderosos de lo que eran, pues no en
vano viven y mueren los hombres.
Aquí y allá se encontraban diseminados cerca de cincuenta, en total, en aquel último
reducto, sorprendidos por una muerte que debe haberles parecido incomprensible.
Para mí también resultó incomprensible su muerte. Todo lo que supe fue que esos seres,
que habían sido tan terribles para el hombre, estaban ahora muertos. Por un momento creí
que la destrucción de Senaquerib se había repetido, que Dios habíase arrepentido, que el
Ángel de la Muerte los había matado durante la noche.
Me quedé mirando hacia el interior del pozo y mi corazón latió jubilosamente. En ese
momento me iluminó con sus rayos el sol naciente. El pozo estaba todavía en la penumbra;
las tremendas máquinas, tan maravillosas en su poder y complejidad, tan extraterrestres en
su forma, mostrábanse fantásticas, vagas y extrañas entre las sombras.
Oí que una multitud de perros reñía entre los cadáveres que yacían en el pozo. Del otro
lado del reducto yacía la gran máquina de volar con la que habían estado experimentando en
nuestra atmósfera, más densa, cuando les sorprendió la corrupción y la muerte.
Al oír graznidos en lo alto miré hacia la enorme máquina guerrera, que no volvería a luchar
más, y vi los restos de carne roja que pendían de los asientos, volcados en su capuchón.
Me volví para mirar cuesta abajo hacia donde se hallaban los otros dos marcianos,
rodeados por los pájaros negros. Uno de ellos había muerto mientras llamaba a sus
compañeros; quizá fue el último en fenecer y su voz continuó resonando hasta que se agotó
la fuerza motriz de su máquina. Ahora relucían ambos como inofensivos trípodes de brillante
metal a la luz clara del sol que nacía...
Alrededor del pozo, y salvada como por milagro de una destrucción total, se extendía la
madre de las ciudades. Los que han visto Londres sólo velado por sus sombríos mantos de
humo no pueden imaginar la desnuda claridad y la belleza del silencioso dédalo de casas.
Hacia el este, sobre las ruinas ennegrecidas de Albert Terrace y la aguja quebrada de la
iglesia, el sol brillaba deslumbrante en el cielo límpido, y aquí y allá captaba la luz alguna
faceta de una claraboya de cristales. Los rayos tocaban ya el depósito de vinos próximo a la
estación Chalk Famm, y los vastos terrenos del ferrocarril, marcados antes con los
relucientes rieles, que ahora estaban teñidos de herrumbre debido al desuso.
Hacia el norte se hallaban Kilburn y Hampstead; hacia el oeste se perdía la visión de la
gran ciudad debido a la distancia, y hacia el sur, al otro lado del pozo, vi claramente la
extensión verde de Regent Park, el hotel Langham, la cúpula del Albert Hall, el Instituto
Imperial y las gigantescas mansiones de Brompton Road. A lo lejos se elevaban las azuladas
colinas de Surrey y las torres del Crystal Palace relucían como dos varas de plata. La cúpula
de St. Paul's mostrábase oscura contra el resplandor del sol, y por primera vez vi que tenía
un enorme agujero en su costado occidental.
Y mientras contemplaba aquella vasta extensión de casas, fábricas e iglesias, silenciosas
y abandonadas; mientras pensaba en las esperanzas y esfuerzos, en las vidas que
contribuyeron a la construcción de aquel refugio humano y en la terrible amenaza que se
cernió sobre todo ello; cuando comprendí que la sombra habíase disipado, que los hombres
recorrerían sus calles y que esta vasta ciudad muerta volvería una vez más a la vida,
experimenté una emoción que estuvo a punto de arrancar lágrimas de mis ojos.
Había pasado la tempestad. Ese mismo día comenzaría la cura. Los sobrevivientes
diseminados por el país—sin líderes, sin ley, sin alimentos, como ovejas sin su pastor—, los
miles que huyeran por el mar, emprenderían el regreso; la pulsación de la vida, cada vez más
fuerte, volvería a latir en las calles desiertas y a verterse por las plazuelas abandonadas.
Fuera cual fuese la destrucción, habíase ya detenido la mano destructora. Todas las
ruinas, los ennegrecidos esqueletos de los edificios, que parecían mirar con desesperación
hacia el verdor de la colina, resonarían ahora con los martillazos de los constructores. Al
pensar esto tendí las manos hacia el cielo y di las gracias a Dios. En un año, me dije; en un
año...
Y luego, con fuerzas aplastadoras, volvió a mi mente la idea de mi situación, el recuerdo
de mi esposa y el de la vida de esperanza y ternura que había cesado para siempre.

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